En un razonamiento extrañamente lógico, ya no tiene mucho sentido hacer la
reseña de una buena película; incluso las medianamente decentes son ya una mera
justificación para el lucimiento del atajo de críticos de internet y sus
lugares comunes. Otra cosa es una mala película, o una que siendo medianamente
decente no se deja ver, y exige la explicación de esa paradoja; porque no hay
convencionalidad que rebaje semejante agudeza de criterio, y este puede exhibirse
en su propia gloria y funcionalidad.
Por eso Las polacas se presta a la crítica en su decencia, a pesar incluso de
la magnífica fotografía que la descalificaría; porque —al menos en ese sentido—
va llenando el vacío de la tradición de cine cubano y la sequedad de su
realismo. En efecto, la tradición de cine cubano no puede remontarse a un
ascendiente popular, como el de la época de oro del mexicano; bajo cuya
influencia —y la del argentino— nacía antes del triunfo revolucionario de 1959
y su renovación institucional. Es por eso que el cine cubano nace en las
pretensiones intelectuales de una élite, y no de las tensiones económicas de su
realidad; de ahí la disfuncionalidad de ese realismo, que perdía la eficacia de
todo realismo en el afán ideológico.
De ahí que ese cine contara con magníficos fotógrafos pero poca fotografía,
porque esta se subordinaba al discurso; y eso quería decir que no caía en otros
florilegios ni recreaciones que las que exigiera la sobriedad de ese discurso.
Otra cosa era el cine soviético, cuya tradición —que excedía incluso la de su
cine— lograba ese peso específico y propio; del que naturalmente carecía la
falta de tradición del cine cubano, que apenas balbucía aunque en maravillosas coproducciones.
Volviendo al tema, Las polacas consigue un pequeño paso, que será gigante
en el de la cinematografía cubana; porque partiendo de una función mínima,
consigue recrearse y establecerse como otro valor por sí misma. Fuera de eso,
el filme padece el problema endémico al cine cubano ya desde su misma
institucionalización revolucionaria; que es el de la deshumanización de dramas
y personajes, en función de la aparente conflictividad de lo político, como
falso humanismo.
Primero, el problema con esto es que resta universalidad al problema en sus
alcances, haciéndolo frívolo y banal; pues más allá de los problemas
familiares, lo que se debate es el sentido o sin sentido que los determina. El
otro problema con eso es una continuación de ese mismo, pues lo reduce todo a
ese sentido o sin sentido de lo cubano; así la nación y su cultura ya dejan de
reflejar lo humano para reflejarse a sí mismas, sin contar el absurdo de
semejante pretensión.
Algo que era natural como propio del estilo, aquí se repite en el cliché
con que ese cine pierde hasta su poca madurez; la cultura nacional ya no es una
mujer sensual (Mirta Ibarra) sino dos mujeres enfrentadas por ese conflicto
político. Sería maravilloso hasta como cliché, pero si fuera real, como no lo
es, porque es otro manierismo intelectualista; lo demuestra la falsedad de los
parlamentos, dirigidos a provocar la catarsis inmediata y fácil, en un guion
que así sólo aparenta la excelencia.
Eso se agrava con las actuaciones, a pesar de ser de dos magníficas
actrices, que poco aportan aparte del lazo familiar; por un lado, es cierto que
Tahimí Alvariño provee el hálito de color y vulgaridad que siempre faltó a
Coralia Veloz; quien con mucha mayor densidad dramática, consigue atenuar el
exceso teatral de Alvariño con su grisura habitual. Una relación tan compleja,
queda desaprovechada ante el guiño fácil de que son madre e hija, para un
público que las conoce; y eso consigue descarrilar hasta el recurso hasta
entonces idescarrilable del road movie, como motivo para que una familia
ventile sus fantasmas.
Está claro que la película es un cliché bien armado, que no consigue
justificar semejante derroche de recursos; desde la fotografía decente, colgada
de la intrascendencia del filme, hasta el talento indiscutible del director.
Hay buen cine cubano después de la pérdida de la hegemonía del ICAIC en Cuba,
pero basado en una humanidad real; no en la abstracción ideológica de sus
conflictos políticos, sino del drama real de sus contradicciones sociales, sin
espacio para la teoría. Ese no es el caso de este filme, que consigue así destacarse
y merecer una mirada crítica, que trate de desviarle la suya de su propio
ombligo; que no por artístico deja de ser un ombligo, y con ello una reducción
evitable del alcance de toda realidad.
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