El cambio de posición del board de Twitter,
sobre la opción de compra por Musk, es por lo menos llamativo; tanto por lo
abrupto del cambio como por sus implicaciones, en cuanto a las políticas y la
cultura política de la compañía. En realidad, todo el proceso no ha hecho sino
evidenciar el verdadero sentido de esa red social —y de las redes en general—
como instrumento político; nacido en una transferencia de tecnología, desde las
esferas gubernamentales a las privadas, que empezaba con la misma internet.
Los periódicos no lo mencionan, pero toda
la tecnología actual surgió y se desarrolló de investigaciones militares; que
luego fueron sistemáticamente transferidas al sector privado, incluso con
subsidios para el desarrollo continuo. La última generación creció en esta
nueva cultura tecnológica, que ya era privada pero retenía su origen en esos
subsidios del gobierno; dando lugar a la nueva clase, nacida directamente de la
clase media —no del lumpen aunque sí popular—, amasando cantidades ingentes de
dinero.
La crisis electoral del 2020 —que
continuaba la del 2016— puso en claro su utilidad, con el manejo de la opinión
pública; una operación desembozada, que tras el suprematismo de la tradición
liberal, dio al traste con el ejercicio de la libre expresión. El golpe de
manos fue estrambótico incluso, en su defensa de la censura como de los
principios democráticos republicanos;
sobre la base de una crisis política provocada por la arrogancia elitista
liberal, con la imposición de la candidatura de Hillary Clinton.
La reacción de Twitter a la oferta hostil
de Elon Musk era de esperar, y por eso llama la atención el cambio; porque eso
significa que ya hay una alternativa en marcha, para contrarrestar la apertura
de la red como espacio para el debate. Combinadas entre sí, las alternativas deben
ser insuperables, repercutiendo en una inoperatividad de la red; que mientras
trata de estabilizarse ante los embates, sería incapaz de contrarrestar el
efecto disuasorio de la embestida.
Lo interesante aquí es la pausa impuesta
por Elon Musk en el proceso, no su —todavía por ver— efectividad; porque es
cierto que Twitter y las redes en general evitaron una derivación dictatorial,
con una reelección de Donald Trump; que con un manto de legitimidad, por su
cruzada contra la dictadura seudo proletaria del liberalismo institucional,
habría resultado imbatible. Pero como en el triunfo del dogmatismo católico, no
fue con una contracción a los principios de la república; sino una aceleración
al carácter neo imperial del modelo cristiano, en su apelación a las
convenciones institucionales del imperio.
En ese esquema, Trump puede recordarnos la
figura arquetípica del emperador loco, de Nerón a Calígula; pero era más bien
la del gobernador fuerte, como un Octavio Augusto con menos glamour en su vulgaridad.
Es en ese sentido que la cruzada liberal recuerda la toma de poder por el
Cristianismo, en su función ideológica; con la corrección de las redes sociales
como los concilios del problema arriano, de San Atanasio a San Agustín; y sobre
todo con el celo fanático de los monjes de San Basilio —que mataron a Hipatia—
en los moderadores de Twitter.
Pero la intervención de Elon Musk es
interesante, porque vuelve a mostrar el músculo del capitalismo industrial;
como un principio que perdiendo ya —bien que relativamente— lo industrial,
atraviesa aún la excepcionalidad del individuo. Elon Musk es un individuo, y
como tal puede ser un capitalista perverso o benevolente en su altruismo; pero
lo que nunca va a ser benevolente, es la élite tras los políticos, que se cree
tan inteligente como para saber qué es lo mejor para el mundo.
Esa es la que está tras la crisis del
2016, y que sin dudas ha envenenado esta píldora tan importante para la
próxima; porque una era moderna —que vio las manipulaciones que dieron al
traste con la corona francesa— nunca es paranoica en su desconfianza. Esas son,
después de todo, las mismas fuerzas que se enfrentaron a un lado y otro de la
independencia norteamericana; donde no consiguen imponerse, porque tienen que
hacerlo sobre el individualismo industrialista inglés, con su sentido
corporativo.
Ese forcejeo no ha hecho más que comenzar,
porque se trata también de su momento definitivo y definitorio; dirigiéndose al
agotamiento ya de las pretensiones humanistas, con la corrupción idealista del
cristianismo. La virtud del industrialismo —incluso si atraviesa la apoteosis
del capitalismo postmoderno— radica en su sentido pragmático y existencial; que
como potestad exclusiva del individuo, apela justo a esa inefable excepcionalidad
del ente libre y potestativo.
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