Friday, November 1, 2024

De la cuestión del estilo y de lo postmoderno

Para Jacobo Londres

Con su eficacia habitual, Machado afirmó por boca de Mairena que no hay tal cosa como la originalidad del estilo; de diez cosas originales que se intentan —decía más o menos— nueve no sirven, y la décima termina por no ser original. Eso sería suficiente para desmoronar esos muros teóricos postmodernos, que buscan el raro animal que es el estilo; con más escándalo cuanto más escandalosa la cultura en que se da, sea la cubana con Carpentier y Lezama Lima, o la argentina con Borges.

Curioso que monstruosidades intelectuales como Octavio Paz y Alfonso Reyes en México, carezcan de esa especialidad; que como Vargas Llosa en Perú, retraen la prosa al funcionalismo básico, para liberar una inteligencia absoluta. En cualquier caso, los magos del estilo parecen tenerlo más por defecto inevitable que como efecto consciente u objetivo; desde la torpeza verbal de Carpentier al horror sintáctico de Lezama Lima, parecen más bien impotentes y apresurados; siempre a la saga de esa misma inteligencia, que les es innegable pero carece de generosidad en sus exigencias.

Caso aparte, el meticuloso de Jorge Luis Borges, que —como el décimo intento de Machado— es poco original; porque es apenas una devota extensión de Lugones, con la suerte de que a la prosa de Lugones pocos la conocen como a la de Borges. No es que no se conozca a Lugones sino a su prosa, genial y perdida en esa poesía preciosista y banal de los Modernistas; contra los que tuvieron que rebelarse los postmodernos —especialmente las mujeres— para poner un poco de Dasein. Como digresión, no deja de ser curioso que nuestra identidad política provenga de aquellos tiempos inflamados del Modernismo; como un defecto que el más férreo postmodernismo no ha podido corregir, de tanta exaltación poética que contenía.

Tampoco es que Borges no tenga alguna originalidad, sino que esta —como la de Lezama— es temática y no sintáctica; y reside en el cambio de objeto, que él hace metafísico y profundamente filosófico antes que meramente dramático. Menos se trata de que ese objeto no sea existencial en Borges y Lezama Lima, sino que su existencialidad es diferida; porque el objeto que los ocupa es metafísico, a diferencia de todos los otros, más preocupados por lo inmediato de lo real.

De ahí la extrañeza de la burla borgiana a Lugones, cuya maestría sintáctica copiaría como beata que reza misterios; igual que la del fervor de Lezama, pretendiendo ese esfuerzo metafísico de Borges, como en su Juego de las decapitaciones; cuando cuenta con su propia figuración, tan espesa sino más que las del argentino, revolviendo clásicos y místicos. Por ejemplo, la metáfora estridente no es un estilo en Lezama Lima, sino el objeto mismo y absoluto de su literatura; que se desarrolla como una reflexión analógica, en vez de la mero ejemplo de intelectualidad a que lo rebaja el catolicismo pacato de los Vitier.

La fijación en el estilo es entonces esa moderación beata de la religión, en la seudo religiosidad del arte postmoderno; como una crisis que le hace precario e insostenible en su inconsistencia, frente a la fuerza artesanal de los antiguos. El estilo ha sido siempre tan secundario, que los maestros se alargaban en la informidad de los gremios artesanales; atentos sólo a la objetividad de sus destrezas, y no porque el genio intelectual no fuera importante, sino porque era lo importante.

En el estilo se expresa el genio, como en la agudeza insabora de Octavio Paz y Vargas Llosa, volviendo sobre llovidos; y es entonces superficial que alguien quiera copiar las torpezas de sus genios, confundiéndolos a ellos con estas. No es que esté mal ser Lezamiano o Borgiano, como reclamaba la frustración de Gombrowicz, sino que es bueno serlo; pero serlo es comprender esa profundidad que expresan, no quedarse en la superficialidad en que se expresan.

Criticar la densidad lezamiana en vez de su torpeza ortográfica, es no merecer la grandeza que se te muestra; lo que tampoco debe ser preocupante, como apenas otra anécdota de la realidad, sino una melquisédica confirmación obispal. El estilo es la pirueta en que se agota el bailarín, haciendo lo mejor que puede para expresar la intención del guionista; claro que el ballet, como la literatura y el arte en general, fallecen en ese delirio de superficialidad que arroba al público, sin sentido.


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