De las adaptaciones cinematográficas de García Márquez
Cien años de soledad repite la grandilocuencia de El amor en tiempos del cólera, y es el pecado del cliché literario; probablemente el terror irracional tras la reluctancia del autor —que era buen guionista— a las adaptaciones cinematográficas. En definitiva, García Márquez sabía de clichés, como el secreto que daba alcance arquetípico a sus personajes; pero que lo haría susceptible a la doble simplificación en el cine, por el mimetismo del arte contemporáneo.
De todas las adaptaciones de la literatura de García
Márquez, sólo una se separa en su dignidad de obra completa; y no es ni
siquiera Cartas del parque, el super proyecto que lo endiosa en Cuba,
con la escuela de cine latinoamericano. La única adaptación decente de un
novela de García Márquez es Del amor y otros demonios, de la
costarricense Hilda Hidalgo; y aunque perdida en los pliegues del cine menor,
es justo su falta de pretensiones lo que la salva, apartándola de los clichés;
incluso garciamarquianos, que son los peores en la hiper simplificación, sólo
rescatados por su funcionalismo.
A eso se debería la ineficacia con que los directores
tratan de reproducir el estilo, como si no fuera pura fraseología; de un
lenguaje que en la literatura es distinto del cine, aunque compartan lo
narrativo, como es propio de todo lenguaje, en su sintaxis. La ventaja de la
Hidalgo puede estar en su femineidad, lo que no es otro lugar común, dada la
circunstancia de la industria; llevándola a ella a detenerse en la historia, no
en las palabras que la cuentan, sino el alcance existencial de su dramatismo.
De ahí que, justo tras El amor en tiempos del cólera,
la prosa de García Márquez resulte repetitiva, en lo periodístico; ya gastado
ese olfato para esa paradoja, por la que lo universal se realiza en lo
excepcional, en su puntualidad. Que el autor desconozca esta peculiaridad suya,
en lo irracional, es intrascendente, como esa grandilocuencia suya; que cuajaba
en una literatura —como excepción y no regla—, canalizando el elán
experiencialista de los románticos.
No era la complejidad, sino el simplismo, lo que se lo
permitía, porque tampoco era una comprensión del mundo; que es el otro error
del intelectual moderno, amonestando al mundo como cura que sublima sus traumas
infantiles. Por eso no es neobarroco, en ese otro cliché con que los autores trataban
de subsanar su mimetismo, sino neoclásico; como ese funcionalismo por el que el
autor —contrario a sus directores cinematográficos— no estorba a lo real en su
expresión.
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