El espeso bistec que contrae su negro oro contra la
porcelana, aporta sólo un espesor de treinta gramos de proteína; el resto, jugoso
como es, es tan sólo el vuelo metafórico por el que puede identificarlo nuestro
sistema nutricional; y también, por ese efímero valor, ha de reintegrarse al caos
más rápidamente que esa proteína que aportaba. Tan escandaloso desperdicio de
masa, es la prueba de ineficiencia que niega toda maestría de Dios; camuflando
en placeres suntuosos la vulgar inmediatez de nuestras necesidades cotidianas,
incluida la defecación.
No es sorprendente entonces que una ciencia sublime como
la economía de salvación, acceda a llamarse escatología; emulando a la más
prosaica, con que los médicos hurgan en nuestras eses, buscando nuestra
economía existencial. Así mismo ha de entenderse la recurrencia del Barroco en
Lezama Lima, escondiendo apenas unos gramos de concepto puro; mas distinto en
ello del caldo de rehúso de escritores como Piñera o Sarduy, que hierven el
mismo hueso del extrañamiento.
Hay sin embargo más extrañamiento en la paradoja aparente
de Lezama Lima, como cuando casa a Pascal con Heráclito; porque con ello ha
recorrido las exigencias de lo inteligente como memoria nutricional, para dejar
dos gramos de Súbito; ese Elán de la comprensión sutil, que se arrastra
órfica por los misterios, sin inmutarse por la grandeza de las misas católicas.
Tampoco hay que excederse, que el catolicismo es también mistérico, aportando la
economía sublime de lo escatológico; como una burla del empeño vulgar de los
médicos, en esa búsqueda entre nuestras ese de lo mistérico… o a la inversa.
Ese misterio no pudo sobrepasar sin embargo las cimas del
Simbolismo, aplastándolo desde el Barroco con su liturgia; y a esa altura en
que se dobla el siglo XX, ya no queda originalidad como la de las primeras conmemoraciones
cristianas; palideciendo en el patetismo a los mártires de la literatura nacional,
ante el ruboroso Cristo que es Lezama Lima. Todos los otros estaban ocupados en
triunfar, no consiguiéndolo, sino fundando su trascendencia en lo histórico;
sólo él se revolvía, tan sutil en sus salsas que corrige el exceso —no salvífico—
de Hegel, con una línea de Mallarmé.
Tampoco es que la masa popular pueda degustar tan
elaborado plato, no importa las muecas con que lo aparenten; y que siempre los
descubre, al no poder distinguirlo de una mediocridad grasosa, como la de ya se
dijo quién. No es que eso sea importante, como no se ocupa el aristócrata de
una justicia efectiva, que sabe que no existe; pero los arabescos tienen su
sentido propio, como el de estas separaciones, que se pierden si alcanzan la
grosería.
Cuando Coleridge habla de fe poética, está rebajando el
canto angélico a símbolo, para que el populacho lo alimente; y puede que hasta
lo crea, en esa incapacidad del esteticismo dieciochesco, tan vulgar en su seudo
barroquismo. La poesía, como proyección trascendente de lo real, lo refleja en
su inmanencia, y por eso no es simbólico nunca; pero para saberlo habría que
acceder a ese lado oculto de la escatología, diciendo más allá cuando es más
acá —¡pero es una reflexión!—.
Por eso Lezama prefiere explicarlo en Mallarmé, aunque —como
el catecismo— sólo sirva para unos pocos; no para el vulgo, desinteresado de
otra cosa que no sea esa ficción del trascendentalismo histórico, que desconoce
el metafísico. No importa, todo es escatología, la ciencia única de lo real, que
sólo salva lo que desecha, liberándolo de responsabilidad; es decir, no habría
dos ciencias —una uránica y otra pandemós— sino sólo una, y esta es siempre
pandemós; pero ese es el súbito que sorprende al iniciado, cuando entra en el
círculo de fuego y los otros sólo lo ven arder.
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