Sunday, January 5, 2025

Elogio de José Lezama Lima, el sublime

El espeso bistec que contrae su negro oro contra la porcelana, aporta sólo un espesor de treinta gramos de proteína; el resto, jugoso como es, es tan sólo el vuelo metafórico por el que puede identificarlo nuestro sistema nutricional; y también, por ese efímero valor, ha de reintegrarse al caos más rápidamente que esa proteína que aportaba. Tan escandaloso desperdicio de masa, es la prueba de ineficiencia que niega toda maestría de Dios; camuflando en placeres suntuosos la vulgar inmediatez de nuestras necesidades cotidianas, incluida la defecación.

No es sorprendente entonces que una ciencia sublime como la economía de salvación, acceda a llamarse escatología; emulando a la más prosaica, con que los médicos hurgan en nuestras eses, buscando nuestra economía existencial. Así mismo ha de entenderse la recurrencia del Barroco en Lezama Lima, escondiendo apenas unos gramos de concepto puro; mas distinto en ello del caldo de rehúso de escritores como Piñera o Sarduy, que hierven el mismo hueso del extrañamiento.

Hay sin embargo más extrañamiento en la paradoja aparente de Lezama Lima, como cuando casa a Pascal con Heráclito; porque con ello ha recorrido las exigencias de lo inteligente como memoria nutricional, para dejar dos gramos de Súbito; ese Elán de la comprensión sutil, que se arrastra órfica por los misterios, sin inmutarse por la grandeza de las misas católicas. Tampoco hay que excederse, que el catolicismo es también mistérico, aportando la economía sublime de lo escatológico; como una burla del empeño vulgar de los médicos, en esa búsqueda entre nuestras ese de lo mistérico… o a la inversa.

Ese misterio no pudo sobrepasar sin embargo las cimas del Simbolismo, aplastándolo desde el Barroco con su liturgia; y a esa altura en que se dobla el siglo XX, ya no queda originalidad como la de las primeras conmemoraciones cristianas; palideciendo en el patetismo a los mártires de la literatura nacional, ante el ruboroso Cristo que es Lezama Lima. Todos los otros estaban ocupados en triunfar, no consiguiéndolo, sino fundando su trascendencia en lo histórico; sólo él se revolvía, tan sutil en sus salsas que corrige el exceso —no salvífico— de Hegel, con una línea de Mallarmé.

Tampoco es que la masa popular pueda degustar tan elaborado plato, no importa las muecas con que lo aparenten; y que siempre los descubre, al no poder distinguirlo de una mediocridad grasosa, como la de ya se dijo quién. No es que eso sea importante, como no se ocupa el aristócrata de una justicia efectiva, que sabe que no existe; pero los arabescos tienen su sentido propio, como el de estas separaciones, que se pierden si alcanzan la grosería.

Cuando Coleridge habla de fe poética, está rebajando el canto angélico a símbolo, para que el populacho lo alimente; y puede que hasta lo crea, en esa incapacidad del esteticismo dieciochesco, tan vulgar en su seudo barroquismo. La poesía, como proyección trascendente de lo real, lo refleja en su inmanencia, y por eso no es simbólico nunca; pero para saberlo habría que acceder a ese lado oculto de la escatología, diciendo más allá cuando es más acá —¡pero es una reflexión!—.

Por eso Lezama prefiere explicarlo en Mallarmé, aunque —como el catecismo— sólo sirva para unos pocos; no para el vulgo, desinteresado de otra cosa que no sea esa ficción del trascendentalismo histórico, que desconoce el metafísico. No importa, todo es escatología, la ciencia única de lo real, que sólo salva lo que desecha, liberándolo de responsabilidad; es decir, no habría dos ciencias —una uránica y otra pandemós— sino sólo una, y esta es siempre pandemós; pero ese es el súbito que sorprende al iniciado, cuando entra en el círculo de fuego y los otros sólo lo ven arder.

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