Monday, January 20, 2025

Teluridad de Carlos Enríquez

En una crítica sobre Domingo Ravenet, el pintor Carlos Enríquez se gozaba de que el arte moderno volvía al subjetivismo; se refería a las discusiones francesas del último cuarto del siglo XIX, en que los grupos estéticos se sucedían con vértigo. Se trataba sin dudas de la última repercusión del Modernismo, como la revolución política que iniciara la época; y que lógicamente culmina en esa extensión de la cultura Occidental, expresándose en la de sus antiguas colonias.

Curiosamente, Carlos Enríquez reproducía también el vínculo haitiano que amenazaba subrepticiamente a Cuba; pero más importante que eso, era su carácter disidente respecto a la cultura, en contradicción con todo convencionalismo. No obstante, aunque no fuera lo más importante, este vínculo haitiano —que era de profesión— sí es lo más llamativo; por su ilustración de la naturaleza popular —y en ello existencial— de los objetivos del pintor, en su reflexión de lo real, como antropología.

Por su puesto, la crítica de Carlos Enríquez es dialéctica y no trialéctica, pero su determinación obedece a esta condición; sólo que eso es todavía inconsciente, como el exceso romántico que alimenta al Criollismo, bullendo de extrapositividad. No es casual que el Criollismo derive del Modernismo, en esa sutil pero efectiva función con que el arte regresa a lo real; que dado en este caso como lo criollo, resulta por ello de un realismo práctico y eficaz, en su alcance antropológico.

Plantearse al Criollismo como subjetivista es sin embargo erróneo, porque lo criollo es de hecho un objeto en sí; ni siquiera propiamente intelectual, en tanto realidad, como condición a la que se accede reflexivamente, en la cultura. Véase que como estilo, el Modernismo es literario y americano, a lo que desciende Europa es al Simbolismo; y eso como racionalización, estrechando el alcance del arte al trascendentalismo histórico —no metafísico—, con su objeto como absoluto.

La propiedad del subjetivismo, apoyada en el Romanticismo con los parnasianos, es sólo la reacción a esa grosería; por eso carece de consistencia política, y no se sobrepone a esa variación sutil, que era la grieta temida por los románticos. Es en esto que la dialéctica muestra su insuficiencia, con sus dicotomías infinitas, como el absurdo matemático de Zenón; que no por gusto era un sofista, no exactamente un filósofo, que por tanto desconocía todo sentido de lo real.

La maravilla del criollismo es que soluciona todos los problemas, en tanto formales y en eso aparentes y fútiles; y lo hace en esa sensualidad con que emerge, con el bestialismo de sus artistas puros, como este caso de Carlos Enríquez. También es el caso de Ravenet, pero más patente y obvio en su crítico, que proyecta en él sus propios motivos; porque la singularidad que legitima a la crítica de Enríquez sobre todo otro pintor, es que se trata de un diálogo con lo real; no importa si mediado por esa insuficiencia del pensamiento dialéctico, pues las tensiones a que responde se sobreponen a esta insuficiencia, con la tricotomía.

El problema de la pureza formal de Carlos Enríquez, es que lo expone a la determinación trascendente de lo real; en esa contradictoria inmanencia suya, que no es dicotómica sino tricotómica, por la atemporalidad de su objeto propio. Los otros artistas padecen en general del criticismo dialéctico, por el que sus objetos son políticos, no existenciales; dado que lo real no se da sino en una tricotomía, aunque esconda su tercer ente, en ese objeto que da inmanencia a los otros, en los que se expresa.

Es curioso, porque Ravenet —como Enríquez— presenta esa misma objetividad relativa de su crítico, en el formalismo; que debe ser por lo que lo entiende Enríquez, en una sutileza todavía impensable a mediados del siglo XIX. Esa sutileza es sólo intuible para la irracionalidad de los románticos, que en verdad apela a una racionalidad trascendente; proveniente del Naturalismo, en el problema de la inmanencia, desconocido por lo político en ese trascendentalismo histórico. Nada de eso es todavía comprensible al mimetismo burgués, del mercado del arte a mediados del siglo XX; manteniendo el debate —más anacrónico que intemporal— entre objetivistas y subjetivistas, en la decadencia progresiva del arte.

Eso no es extraño, el arte pierde su pertinencia ante el neo trascendentalismo científico, que satisface las necesidades reflexivas de lo humano; resolviendo como micropositiva la extrapositividad de lo metafísico, con la emergencia de la física cuántica sobre la clásica. De hecho, con todos sus méritos, la física clásica fue producida por el racionalismo, que como neoclásico es otro exceso barroco; su valor no es entonces absoluto, y ajusta su relatividad en estas correcciones problemáticas, como la teluridad de Carlos Enríquez.

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