Por Ignacio T. Granados Herrera
Todo el mundo concuerda en que el romanticismo,
o la aparición del amor como base para las relaciones familiares es
relativamente reciente; de hecho, el romanticismo es un fenómeno cultural que
dataría del siglo XVII cuanto más temprano, incluso si se cuenta con
referencias en el origen mismo de la cultura. Es decir, casos como el del rey
Arturo, la reina Genoveva y Sir Lancelot del
Lago, o la reina de Saba y Salomón,
o este y la sulamita de El cantar son materia estrictamente literaria; pero aun
así son una referencia básica y suficiente, porque en definitiva justifican la
voluntad individual como parámetro para definir la formación de la familia
todavía como célula política. Primero, que sean materia estrictamente literaria
no las haría inconsistentes, pues reflejarían el impulso sexual en su valor
real; esto es, como una compulsión que sobrepondrá al individuo a toda
convención, sin importar el costo de dicha transgresión; y el hecho mismo de
que sea un fenómeno legislado, hace del adulterio una contradicción recurrente
en el origen mismo de toda sociedad. No obstante el problema aquí es otro, y se
trata de la oposición aparente entre el matrimonio por acuerdo y el enlace por
amor; como si este último respondiera por entero a ese concepto abstracto —y en
ello inteligente— que es el amor, y no a una suma de intereses concretos,
incluso materiales e inmediatos.
En definitiva, la selección de pareja sexual se
basa en parámetros culturales, determinados por el status político y económico;
incluso si de una forma más sutil que el método feudal del acuerdo entre
familias, porque en definitiva se sigue tratando de un acuerdo, aunque ahora
sea entre individuos. Esa sería la diferencia, que no por gusto hace coincidir
el concepto de amor romántico con el desarrollo del individualismo moderno; y
que por tanto, respondería también al desarrollo del capitalismo, también
moderno, que es el que sobrepone al individuo a su valor corporativo. Es decir,
la diferencia se reduciría a que los intereses para el enlace eran tradicionalmente
corporativos; mientras que en la modernidad son individuales —pero todavía
intereses—, continuando la línea de demarcación de los tiempos, entre modernos
y premodernos. De ahí que el proceso de selección de la pareja sea
discriminatorio, y se dirija a preservar o mejorar el status de la persona que
hace la selección; como mismo antiguamente se trataba de un problema de patrimonios,
y se dirigía a preservar o mejorar el status de la corporación —familia, clan,
reino— comprometido.
Eso explicaría que esta selección se mantenga
en base a estereotipos incluso sobre la belleza, que van desde la raza a la
profesión; este último enmascarando el ingreso, de modo que reproduce en
términos culturales o tecnológicos la misma determinación compulsiva del
comportamiento sexual entre los animales. La permanencia de tópicos románticos a
lo largo de toda la historia de la sociedad sólo indicaría la medida en que
este proceso se va internalizando por los individuos de la corporación; a la vez
que permite también la maduración política de esos mismos individuos, como índice
progresivo de una mayor igualdad socio económica dentro de la estructura
política; en la medida en que el margen de selección se hace más amplio, pero
justo en un sentido proporcional a la desaparición progresiva de las
desigualdades económicas, y por ende de las posibilidades políticas. Esto, por
supuesto, es también una reducción esquemática, que no comprende la
excepcionalidad de individuos capaces de sobreponerse a todo determinismo
político; pero que por ello mismo devienen en arquetipos reflexivos de la
evolución de la cultura en su naturaleza política, como autorreferentes para su
propia corrección progresiva. Habría que recordar que la diosa del amor no es
sólo dadora de placeres sino que este es más bien el aspecto más superficial de
la misma; siendo llamativo incluso que siempre sea una representación femenina,
probablemente dado el pragmatismo que representa. En realidad, desde la Astarté
babilonia a la Afrodita helénica y la Oshún africana, la diosa del amor es más
bien solucionadora de problemas; como un valor transaccional, por el que se
pueden superar las contradicciones más flagrantes y terminales. Así, la diosa
del amor suele serlo también del sufrimiento y los problemas, a los que aporta
soluciones; y —asociada incluso al dios de la guerra cruel— casi nunca será un
numen doméstico, sino que su reino es el de la ilegalidad y la transgresión de
las convenciones, desde la prostitución como necesidad al adulterio como
compulsión.
Particularmente interesante será el caso de Afrodita
en la guerra de Troya, desatada por la Discordia en las bodas de Tetis; que ya
se celebraban para conjurar la amenaza sobre la estabilidad del Olimpo, debido
a la compulsión sexual de Zeus. Los análisis históricos suelen centrarse en la
naturaleza económica del conflicto, olvidando en su racionalismo positivo que
puede tratarse de una reflexión trascendente sobre las determinaciones misma
del Ser; por el que el Ente va a dirigirse siempre a su satisfacción más burda
y simple, como en este caso en que las diosas se disputan un trofeo de poco
valor y el príncipe —como el Ente— rechaza todas las ofertas no sexuales; que
aunque incluyen sus intereses políticos y de sabiduría e inteligencia, con el
concurso de Hera y Atenea, no logran desplazar la satisfacción del sexo mismo;
pero este como un interés básico (animal), a partir del cual se desarrollará
todo el conflicto de poder y justicia. Paris, además, da lugar al desarrollo
político más apoteósico y por tanto más trascendente, como un punto nodal en la
historia; justo porque se limita a su propia satisfacción individual, que
provocando la ruina del baluarte económico que es Troya da lugar a la nueva
Troya que es Roma; como un desarrollo tangencial de la misma familia o
corporación de Príamo, en los trabajos y el triunfo de Eneas, también debido a
Afrodita como causa necesaria o determinación de esa estructura metafísica;
pero como espacio cultural además en el que Afrodita terminará por sustituir
funcionalmente el valor arquetípico de Hera Atenea —de modo más realista— al
asumir las armas de Marte, que en tanto inseparable amante es más bien una proyección
facultativa suya.