Juan Carlos Cremata
Por Ignacio T. Granados Herrera
Por su carácter formal el arte tiene siempre
valor reflexivo, y esta reflexión es además de corte antropomorfista; porque en
su recreación dramática de la realidad, hasta la ficción (φαντασία) es siempre representación. Esto podría
explicar hasta la recurrencia de las prácticas adivinatorias, que acuden
siempre a la fábula; como comprensión en definitiva que es de la realidad, atrapando
la dinámica de su resolución en un drama, que así es siempre formal. Por su
parte, este mismo valor antropomorfista responderá a convenciones, cuyo origen
aún si cultural se esconde en la noche de los tiempos; una de las cuales es la
relación de una pareja protagónica, que es siempre de un hombre y una mujer
como del Ser y la naturaleza en que se realiza. Pareciera que el origen de esta
convención estaría en el inicio mismo de la cultura, porque respondería a la
distribución de roles en la economía; resuelta en la memoria como una
dialéctica, por su capacidad para resolver el tejido relacional en que se estructura
la cultura como naturaleza específicamente humana. Es en todo caso la
explicación de toda la ontología occidental, desde que el mito de la creación
establece el nexo entre el acto de Dios; que siendo en Adán como el bien
positivo (Eu), se expande en lo bueno (Eua) como su naturaleza o carácter
peculiar.
Desde esa perspectiva, no es raro entonces que
el difícil idilio neo realista del cine cubano se resolviera en esa dupla
convencional del blanco y la mulata; que siendo un cliché tiene una razón de
ser, como toda generalización, que es un acercamiento básico e indispensable en
tanto primario a la realidad que se representa. En este esquema aún, esa figura
de excelente sensualidad que fuera Mirta Ibarra, a todo lo largo del canon neo
realista de Gutiérrez Alea; que sin embargo no encuentra continuidad coherente,
desde esa extraña coincidencia de la muerte del cineasta y la de la estabilidad
cosmológica de la revolución cubana. En efecto, muerto Alea en el 1996,
pareciera el rito de pasaje de la cosmovisión del cine cubano hacia la nada;
mejor aún, sin la figura de culto de Humberto Solá, pareciera el descampado
donde por fin puede sobrevivir la flor silvestre de Juan Carlos Cremata, lejos
del azadón de la autoridad. Su ópera prima, Nada,
habría sido exactamente ese descorazonamiento de la más pura experimentación;
pero Viva Cuba es ya un postulado en
que él apuesta por la simbología fresca de los niños que simplemente huyen
tratando de tener una vida simple y propia.
Más allá de sus propias pretensiones, la
eficacia de Cremata provendría de esta naturaleza reflexiva del arte; que suele
hundirse bajo una capacidad discursiva, pero bastando la simple retracción al
drama mismo para que reluzca. Es fácil y recurrente un drama crítico sobre la
situación cubana, más difícil es que sea eficaz y no discursiva o moralista; es
lo que consigue este director con Crematorio,
un corto que supera incluso el testimonio mudo y espeluznante de Utopía, por poner un ejemplo icónico. Este
filme, como Utopía, lo hace acudiendo
al humor que revela el nivel de absurdo de la vida cubana; pero mejor aún que esta,
consigue ese diálogo exquisito entre el país y su dictador, por sobre la triste
circunstancia del pueblo y sus mezquindades. Quizás esto sea lo mejor del
filme, una Cuba que como naturaleza del Ser no es ya una mulata sensual; es por
el contrario una mujer contrahecha, con deficiencias mentales reflejadas en su inhabilidad
motora y de lenguaje.
Eso no es tan patético como la pobreza de todas
esas historias que pululan alrededor de un cadáver que todos podemos reconocer
como el gran dictador; más patético aún porque incluso muerto los convoca a
todos a su alrededor, incapaces de vivir por sí mismos. Para más escarnio, esas
historias que hormiguean en torno al cadáver incluyen al exilio, que —en chismes con la de vigilancia del CDR—postula su
esquizofrenia en la ambigüedad de sus motivos; y que ni aun huyendo consigue salir
del hoyo, como la reina blanca en aquella carrera inútil a la que arrastró a
Alicia. Así de patética es la vida cubana, que sería lo que haga tan eficaz al
planteamiento de Cremata; pero nada como ese parlamento final de la hija contrahecha,
que declara su voluntad de vivir —con novio negro incluido— y le advierte al
padre que simplemente no lo haga más. Está claro que esa advertencia al muerto
es al próximo loco que se atreva, pero en verdad ni eso importa; ella se va con
su andar dificultoso y llena de esperanzas, porque —a diferencia del resto—
encontró el amor y puede buscar la paz.