La incógnita de Ratzinger
La elección de Ratzinger
al trono de Pedro a la muerte de Juan Pablo II no tiene que haber sido una
sorpresa en todo sentido; él era el eterno papable,
pero también la ficha de repuesto capaz de poner el juego en espera hasta que
se lograra un acuerdo entre las fuerzas en tensión al interior del Vaticano. La
sorpresa consistió en que no había acuerdo, y que la elección podía extenderse
infinitamente; que sería por lo que se habría recurrido al comodín de un
conservadurismo de compromiso —en oposición a comprometido— que diera la
sensación de fortaleza. Ratzinger es un viejo lobo del catolicismo, que es como
decir un hombre de iglesia militante; es decir, un hombre capaz de asumir compromisos
necesarios para sostener esa superestructura política a la que es fiel. Ocho
años de pontificado parece mucho, pero es sólo tiempo suficiente para diluir la
suspicacia en una duda positiva, y no para olvidar el radicalismo que lo hacía
inelegible y que no mostró en todo su reinado; cosa que alimenta más aún esa
suspicacia recuperada, junto a otras paradojas del león teutónico que resultó
en mero tecnócrata.
La gran incógnita aquí es
la fuerza de carácter que hace falta para asumir y mantener por tanto tiempo el
puesto de gran inquisidor; que si bien fue rebajado desde la ofensiva letal del
Medioevo el simple prurito doctrinal, no por ello exigía menos entereza y agudeza.
La prueba está en el conflicto político de la teología de la liberación y la
insurgencia latinoamericana, que por poco significa un cisma; y que sólo coronó
como apoteosis una serie de cuestionamientos doctrinales desde el positivismo científico
aplicado a las humanidades, y que llegaron a las sutilezas semánticas y la
desmitificación de la Biblia. Como retaguardia de la fe, la vigilancia de la
doctrina hubo de navegar contra inteligencias muy agudas; como las del profesorado
francés que sacó la cara por el orgullo disminuido de los dominicos, a los que
se unieron los jesuitas venidos a menos con el Opus Dei.
Ratzinger, el gran
panzer, siempre estuvo ahí para eso, a la sombra del encanto y el carisma de
Wojtyla; y justo con ocho años de papado, sin seña visible de mayor deterioro
físico y luego de tan sólo un modesto acercamiento a los lefevbristas, el
sublime Ratzinger renuncia. Evidentemente, esta es sólo la primera ficha que se
mueve desde la muerte de Juan Pablo II; habrá que ver quién viene ahora, lo que
será sin dudas sorprendente también, porque ha de ser otra figura de compromiso
aunque ya en una dirección definida y consensuada. Ratzinger habría sido sólo
el compás de espera que ofreció el tiempo para lograr ese consenso, y por eso
habría atenuado tanto su conservadurismo; pero lo más probable es que el trono
de Pedro lo ocupe ahora un hombre más liberal —como lo exigen los tiempos—,
sólo que no tanto como para asustar al ala conservadora de la jerarquía
católica. Recuérdese eso, porque se trataría de eso exactamente, del compromiso
que permita la gobernabilidad en la casa de Pedro; donde el empuje liberal
puede romper con su triunfalismo —a causa del suprematismo moral— con la duda
conservadora… que es en definitiva la que canaliza los capitales, ahora que no
somos feudales ni mucho menos siervos.
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