In Moonlight Black Boys Look Blue
El título
original de Moonlight se mantiene como
el sentido mismo del filme, como
un guiño a la función de esa tradición en la cultura negra norteamericana; pero
que nadie se llame a engaño, el blues no es una tradición romántica en ese
sentido meloso en que ha decaído el romanticismo; y para confirmarlo, un adagio
musical afirma que el blues es el llanto de un hombre que ha perdido a la mujer,
con ese machismo feroz de la negritud estadounidense. Para corregirlo, en este
filme todo negro tendría adentro un niño que llora y sólo quiere ser calmado;
un perfil que retrata la extrema marginalidad del negro homosexual y abusado,
en una cultura que no le permite ni siquiera camuflarse en la relativa
tolerancia integracionista. Todo eso bulle dentro de esta película, haciendo de
ella un drama inusitadamente bello y denso en su humanidad; apelando a la
precariedad de esas vidas que tienen que armarse al margen, independiente de si
despiertan compasión alguna o comprensión.
A pesar de que su romanticismo no es de estereotipos,
este filme es sin embargo profundamente étnico; pudiendo despertar compasión en
personas apartadas por un ápice de su extrema singularidad, que no lo
comprenderían. Ese es el dilema que hace más singular y extraño todavía a este
filme, cada vez más difícil de comprender en su hermetismo; esa universalidad
del más profundo valor existencial, con una narrativa enclaustrada en la más
pura ontología del negro norteamericano. Por Moonlight desfilan los esperpentos del gueto negro, desde el dealer
paternal a la madre desnaturalizada; todos con su propio problema, que es el de
su humanidad, trenzada por sus múltiples contradicciones.
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El héroe de esta película consigue ser ese niño que
permanece intocado en su estupor y lloroso, mientras se hace un hombre duro; y
que guarda como su tesoro más profundo el amor, aunque nuevamente sin
idealismo, como esa experiencia sexual que lo redime en su esperanza. Todos los
personajes se redimen en esta película, como en cualquier drama que se respete,
pero sin dañar sus respectivas humanidades; en eso reside la pericia del guionista
y el director, acompañados por una cámara magistral en su desempeño. En el
aspecto técnico, quizás lo más deslumbrante sea ese trabajo de cámara; que no rehúye
los reflejos de la luz ni el movimiento defectuoso, pero se atreve a planos de
vértigo y los consigue; además de una agilidad que impone el tono dramático
cuando hace falta, y con una textura de cinta analógica en los tiempos del
ultra high definition.
Las actuaciones son todas loables, pero aunque la crítica
coincide en decir que son deslumbrantes son más bien regulares; eso sí, cada
quien en lo suyo, serio y armónico, en función del guion principal hasta en los
solos. Por supuesto, la belleza étnica está expuesta en todo su esplendor, pero
nuevamente no por romanticismo; los negros aparecen bellos porque lo son, y
estos son artistas bien cuidados, no crecidos en el gueto, no importa la
caracterización. No obstante, está en todos esa ferocidad de la selva que es el
medio en que viven y del que todos son fruto; el peligro de la fiera que vive
en guardia y muestra los dientes y despliega las uñas, que tiene que marcar su
terreno como una fatalidad. En una escena de plena tensión —sexual además, que
es más violenta—, el héroe se ríe y muestra los dientes enchapados en oro;
recuerda la descripción de The man from
Dahomey, y aquella tradición en que se limaban los dientes en punta.
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