Tuesday, February 7, 2017

In Moonlight Black Boys Look Blue

El título original de Moonlight se mantiene como el sentido mismo del filme, como un guiño a la función de esa tradición en la cultura negra norteamericana; pero que nadie se llame a engaño, el blues no es una tradición romántica en ese sentido meloso en que ha decaído el romanticismo; y para confirmarlo, un adagio musical afirma que el blues es el llanto de un hombre que ha perdido a la mujer, con ese machismo feroz de la negritud estadounidense. Para corregirlo, en este filme todo negro tendría adentro un niño que llora y sólo quiere ser calmado; un perfil que retrata la extrema marginalidad del negro homosexual y abusado, en una cultura que no le permite ni siquiera camuflarse en la relativa tolerancia integracionista. Todo eso bulle dentro de esta película, haciendo de ella un drama inusitadamente bello y denso en su humanidad; apelando a la precariedad de esas vidas que tienen que armarse al margen, independiente de si despiertan compasión alguna o comprensión.

A pesar de que su romanticismo no es de estereotipos, este filme es sin embargo profundamente étnico; pudiendo despertar compasión en personas apartadas por un ápice de su extrema singularidad, que no lo comprenderían. Ese es el dilema que hace más singular y extraño todavía a este filme, cada vez más difícil de comprender en su hermetismo; esa universalidad del más profundo valor existencial, con una narrativa enclaustrada en la más pura ontología del negro norteamericano. Por Moonlight desfilan los esperpentos del gueto negro, desde el dealer paternal a la madre desnaturalizada; todos con su propio problema, que es el de su humanidad, trenzada por sus múltiples contradicciones.

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El héroe de esta película consigue ser ese niño que permanece intocado en su estupor y lloroso, mientras se hace un hombre duro; y que guarda como su tesoro más profundo el amor, aunque nuevamente sin idealismo, como esa experiencia sexual que lo redime en su esperanza. Todos los personajes se redimen en esta película, como en cualquier drama que se respete, pero sin dañar sus respectivas humanidades; en eso reside la pericia del guionista y el director, acompañados por una cámara magistral en su desempeño. En el aspecto técnico, quizás lo más deslumbrante sea ese trabajo de cámara; que no rehúye los reflejos de la luz ni el movimiento defectuoso, pero se atreve a planos de vértigo y los consigue; además de una agilidad que impone el tono dramático cuando hace falta, y con una textura de cinta analógica en los tiempos del ultra high definition.

Las actuaciones son todas loables, pero aunque la crítica coincide en decir que son deslumbrantes son más bien regulares; eso sí, cada quien en lo suyo, serio y armónico, en función del guion principal hasta en los solos. Por supuesto, la belleza étnica está expuesta en todo su esplendor, pero nuevamente no por romanticismo; los negros aparecen bellos porque lo son, y estos son artistas bien cuidados, no crecidos en el gueto, no importa la caracterización. No obstante, está en todos esa ferocidad de la selva que es el medio en que viven y del que todos son fruto; el peligro de la fiera que vive en guardia y muestra los dientes y despliega las uñas, que tiene que marcar su terreno como una fatalidad. En una escena de plena tensión —sexual además, que es más violenta—, el héroe se ríe y muestra los dientes enchapados en oro; recuerda la descripción de The man from Dahomey, y aquella tradición en que se limaban los dientes en punta. 

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