Friday, May 8, 2020

Los gorriones

Un cuento de Georgina Herrera

En el pasado siglo, cuando yo era joven, fuerte y dicen que bonita, viví muchos años en una esquina de privilegios; desde ese lugar se llegaba a cualquier sitio, casonas para comer y beber, parques duchos en complicaciones amorosas, funerarias, maternidad, el cementerio. En las aceras, había frondosos laureles y, justo en la esquina, un espléndido framboyán, goteando desde abril sus rojos pétalos señalaba el inicio de la primavera silenciosamente; y también, marcando el inicio de la estación bellísima, pero desde el primer día, el bullicio de los gorriones llamaba al disfrute de la estación que dije.
Golosos, desenfadados, maleducados y felices, los gorriones y el framboyán eran, cada cual a su modo, una señal de que la felicidad es cierta. Pero el tiempo pasando no puede, no sabe o no quiere ser cauteloso; a zarpazos me puso a una gran distancia de todo lo que aprendí a querer avariciosamente, de todo. El tiempo, a veces, es como un mago malvado y envidioso, torpe y poderoso; no entiende y no permite la felicidad, la vuelve una bola inmensa de fangosa arena; si la tienes y persistes en el disfrute —de la felicidad—, te la arrebata, la cubre de esa mezcla odiosa que ya dije.

Eso hizo conmigo, poco a poco no quedó nada real, ni el sitio para vivir, ni el amor; los hijos, arrastrados por diferentes vendavales, la casa de los vitrales y jardines se convirtió en una casa más. Dejé de ser joven y, por supuesto, también se fue la suerte y ser bonita. Supe del framboyán, que molestaba y de él quedó su tronco calcinado; parece un final apocalíptico, el tiempo, el mago malo gastó la gracia de su malvado truco y no supo renovarlo. Yo, insisto y sobrevivo… es lindo.
Le he ganado una batalla al tiempo al mago malo, que empleó su gracia en hacer daño; vivir en esa guerra es un vaivén, cruzar, dar resbalones, contar lo que tuviste la suerte de haber vivido y, que tal vez, ¿por qué no? se repita. Creo que eso me ha pasado con los gorriones. Sucede que, hasta la casa donde vivo ahora, un día llegaron y acamparon como si fueran los dueños verdaderos; yo dichosa, hasta que alguien que me visitaba un día los vio, los sintió y me dijo: "Te voy a regalar un pájaro bonito y que no haga bulla..”

Trajo el regalo, demasiado callado el ave de peluche y... sí, muy bonito ese conjunto de amarillo y rojo de su cuerpo; ni para comparar yo pensaba en los gorriones al colgarlo en la puerta que da al balcón. Le di la espalda, y como no están muy claras en mis necesidades las cosas de aquí y las de más lejos, perdí el control con el pájaro nuevo. No era tan callado, estaba pidiendo algo, no era un sueño; me volví hacia él, temblando y no, seguía tranquilo, si no feliz, sí indiferente. Aún no recuerdo de qué me sujeté para no ir al suelo; el que gritaba, increpando el para él intruso, era uno de los gorriones. 
Lo que pasaba, parecía una foto de nosotros tres, el pájaro multicolor y como ausente, el gorrión, que al parecer lo maldecía y yo, de espectadora, pensando en cómo perpetuar ese momento antes de que se borrara. Y pasó, como si lo hubiese soñado, pestañeé seguido, cerré los ojos, los abrí; todo era silencio, con la inútil presencia del pájaro bonito y como siempre, más callado que el mismísimo silencio. Lo miraba de reojo, hasta compasiva, como se mira a un pobre ángel aburrido; después alzaba la cabeza, mirando de frente el sitio en el que debían de estar los deliciosos demonios peleándose, amándose, en fin, viviendo a plenitud.
Con el pasar de los días sospeché que los gorriones no tenían interés en restablecerse de regreso; ¿celosos, egoístas?, qué sé yo, pero los extrañaba, aunque el otro era una grata e inútil compañía. Me sentí sola, así que de vez en cuando echaba migas de pan en el balcón, como una señal que no entendió pájaro alguno; y como si su misión fuera cumplir años junto conmigo, el animalito de peluche empezó a perderlo todo, los colores, sus plumas inventadas. Me aburría, no me servía ni para causar molestias.
Pero no todos los días son iguales. Hoy, otra vez, comienza la primavera y desde el balcón, nuevamente me llega el sonido inolvidable con el que siempre avisaban los gorriones; por supuesto que me asomo y miro. Es uno solo, no se está quieto, dice en su lenguaje cosas que llegan a las puertas de mi corazón; las abre de par en par y después se va, pero, para mi gusto, he entendido. Desde entonces, todos los días, junto con el sol, llego al balcón, riego migas de pan, sonrío.

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