Monday, May 25, 2020

Hollywood, la televisión que viene


Decir Televisión que viene es una generalización extrema, pues se trata de una cultura completamente nueva; es decir, estaríamos ahora mismo en el vórtice de una singularidad, tras la que laten los nuevos medios y géneros. Ese no es el problema, porque es apenas natural y lógico en toda evolución, incluso en sus aspectos críticos; lo que asusta aquí es el carácter de esa nueva cultura, que se impone solapadamente a través de los medios actuales.

Eso es lo que salta a la vista con esta serie, en que se critica el esplendor de la industria del cine norteamericano; no porque la crítica sea injusta sino porque es sesgada y parcial, y en ello rehúye su naturaleza. Por supuesto, toda posición de poder implica su abuso, porque es un problema de la naturaleza humana; achacar eso a la ferocidad del capitalismo es ignorar la ferocidad del socialismo que lo critica y perpetuar el problema, como demuestran los últimos eventos del movimiento feminista.

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La serie muestra su falencia desde el inicio, con esos jóvenes trepando al signo de Hollywood en los créditos; que no sólo alude —con mucho tino— al drama alrededor del que se mueve, sino también a la legitimidad de los esfuerzos que se frustran. Es decir, para la serie el problema no está en que esa juventud se realizara como trepadora, en busca de un sueño narcisista; pues siempre que aluden a un problema de realización personal, es en este sentido del estrellato en el mundo corporativo del cine.

Según los presupuestos de la serie, esa brutalidad corporativa va contra la realización de aspiraciones genuinas; que se extienden hasta el problema político de la representación, en cuestiones de raza, género y sexualidad. A estas alturas no es difícil ver la reducción maniquea, de una crítica falsamente liberal de los prejuicios conservadores; que en el maniqueísmo obvia la ponderación histórica y hasta la naturaleza antropológica de esos problemas que trata, porque su interés es abiertamente ideológico.

El drama gira alrededor de las decisiones sobre filmar y cómo la película Peg, y es de la historia de una actriz asiática, marginada por su origen étnico; y que va a ser adaptado al nombre de Meg, para que sea interpretado por una actriz negra, luego de haberse optado por la opción natural de una actriz caucásica. El proyecto además es escrito por un negro, en el Hollywood de la década del cincuenta; y todo está rociado con el otro problema de la sexualidad sumergida de los artistas, condenados al vicio por el ostracismo.

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La serie incluso da una participación simbólica a Hattie McDaniel, con su debida declaración de principios; que incluye la trascendencia familiar y ontológica de su propia actuación en Gone with the wind, porque sin símbolo no hay ideología. En la consagración final, la entrega de los oscares no es una grosera muestra de banalidad, sino un camino al ara de sacrificio; en la que ganan los personajes representativos de minorías, mientras los blancos (comunes) los aplauden, y terminan haciendo el primer filme gay de la historia. 


Otras participaciones vindicativas son las de Rock Hudson, Scotty Bowers y es de suponer que muchos otros; de modo que la serie sí se presenta a sí misma como esa reivindicación de un Hollywood obligado a la clandestinidad. No deja de comprender ciertas contradicciones, como en parlamentos desarrollados en la ficción dentro de la ficción; en que ciertos actores, asumiendo otros papeles, llegan incluso a extrañar aquella vida sumergida y libertina.

Estas proyecciones devienen así en morales, con una justificación expresa de necesidades políticas; renegando del pragmatismo económico que construyera a la industria, por sobre el riesgo de quebrarla en el forcejeo. De hecho, parte del drama es el heroísmo en que ha de imponerse el bien sobre el pragmatismo; y en medio de esas contradicciones, aparece la figura inefable de Eleanor Roosvelt con su exortación debidamente moral.

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Esa es una de las características de la serie, con la gente de poder como dioses dadivosos en su inteligencia; que reproduce así la estructura patriarcalista y feudal de los partidos únicos, en su absolutización del bien. A estas alturas, dicha teología se salta hasta el determinismo económico de Carlos Marx en El capital; con esa exortación perentoria a hacer lo que es correcto, como si eso fuera tan simple y claro además.

La proyección es tan ideológica que resulta moralmente supremacista y reductiva, con esa distinción tan clara entre el bien y el mal; que recuerda los peores ejemplos del llamado realismo socialista, en que lo real se definía como lo necesario, y esto era siempre el bien moral. Ni en los peores tiempos de la Contrarreforma católica la manipulación fue tan fragante, con un índice de valor al menos negativo; con el que sólo se cuidaba de no exponer al rebaño a experiencias negativas, dejando la catequesis para las parroquias. 


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