Saturday, November 30, 2024

La crisis Cattelan

En algún texto perdido, Octavio Paz afirmó que Picasso destruye las formas, que es sólo otra manera de exaltarlas; eso sería lo que haga valioso al español, contra la vaciedad del italiano, que no destruye y por ello tampoco exalta. Lo paradójico es que se tenga a Maurizio Cattelan como provocador, en vez del mero producto del mercado, en su manipulación; expresando un fenómeno que lo trasciende, al agotarse sin retroalimentación en el ego, como una cuestión de marca.

El fenómeno, que sin dudas lo trasciende y que él sólo expresa, sería la crisis comenzada por el Surrealismo; realizada en esa extensión del arte contemporáneo, desde el precedente de Duchamp, con su secuela de los ready made. No se trata de que no tenga sentido, sino que este sentido es insubstancial, al punto de la falsa atribución de valores; reduciendo el arte a su comercio, en un proceso comenzado por la apoteosis formal del Renacimiento, con su corrupción.

El problema es que en aquel entonces tuvo sentido, al resolver otra crisis, dada por el inmanentismo filosófico; que desde Descartes redujera lo real a su aspecto inmanente, sin admitir otra trascendencia que la histórica, con Kant. Esto impulsaría al romanticismo, apelando a lo Irracional, que no es contrario a la Razón sino que lo trasciende; explicando la emergencia surrealista, luego de la otra contracción —todavía formal— del Simbolismo literario.

El problema es sin embargo insoluble, manteniendo esta crisis como naturaleza, en el callejón sin salida del racionalismo; al que en esa otra naturaleza comercial doblega a la crisis surrealista, en el egocentrismo y el subjetivismo contemporáneos. Eso, que se vende como conceptualismo como una cuestión de marca, es entonces sólo la crisis de banalidad contemporánea; marcada por la apoteosis de la clase media como falsa aristocracia en su elitismo, que tiene que defender sus intereses de clase.

Curiosamente, la clase media se niega a la depauperación evidente que la revierte en proletariado, pero con la banalidad; ya que carece de poder productivo para sostener una emergencia consistente, como curas asombrados por el ateísmo. La comparación de Cattelan con la historia del rey desnudo no es una doxa moralista, sino apenas el registro de una realidad; que es inevitable, por la incapacidad de Occidente de acceder a su propia trascendencia metafísica, más allá de lo histórico.

Eso a su vez se deberá a la pérdida de los instrumentos hermenéuticos de su cultura, con la falsa apoteosis de la razón; proceso que se culmina en Descartes, pero que comienza desde Platón, con la institucionalidad de la filosofía. De ahí la paradoja de esta la crisis Cattelan, comenzada cuando el Surrealismo se vuelca a lo que llama “arte primitivo”; que es primario, al atenerse a su función reflexivo existencial en el utilitarismo religioso, pero no primitivo en su sofisticación.

Obsérvese que ese arte llamado primitivo no puede serlo, si de hecho se culmina en su función, como existencial; siendo así un arte completo, sólo que con un objeto propio en esa reflexividad, distinto del vacío gnoseológico de Occidente. De esta vaciedad sería que parta esa fascinación surrealista, que desde entonces sólo busca hacerse experiencial (performático); pero sin conseguirlo, porque ese experiencialismo es intelectualista y no existencial, perdiendo la base de su reflexividad.

El proceso es corrompido además por la otra determinación del mercado, que fuera la que comenzara su distorsión; al potenciar la capacidad de abstracción del razonamiento, imponiendo su naturaleza transaccional al lenguaje; con la inclusión de representación vocálica al alfabeto fenicio, con su derivación al vacío de poder micénico. Como se ve entonces, el proceso no es sólo complejo, sino que por fin llega a su estadio culminante, en esta crisis; que sólo se llama Cattelan por la nimia eventualidad en que se expresa, no porque él le añada alguna densidad teórica.


Monday, November 25, 2024

Frantz Fanon contra la Negritud, la máscara

Si Leopoldo Sedar Senghor es la figura capital a la Negritud, Frantz Fanon es la reacción que trata de hacerla revolucionaria; esfuerzo en el que termina por disolverla, porque precisamente ataca la excepcionalidad que le da sentido. La dinámica de Fanon en este sentido reproduce la del comunismo confeso, como en el caso del haitiano René Depestre; pero es más interesante que este, porque su anti-culturalismo es seudo culturalista, en su diagnóstico psicológico del problema político.

Para empezar, es imposible un anti-culturalismo que no participe del culturalismo que se critica, como su determinación; baste para la sospecha el elogio de Jean Paul Sartre, el blanco que racionaliza la poética de Senghor, subordinándoselo. Igual que con Senghor, Sartre se apodera de Fanon en el prólogo a Los condenados de la tierra, imponiendo su exégesis; que responde a ese falso universalismo de la determinación política, a la que reduce al Marxismo incluso desde lo económico.

De hecho, la crítica de Fanon a Senghor —sobre la idealización del pasado africano— es errónea e incomprensiva; pues aunque Irracionalista no es romántica, y aún el romanticismo no es historicista sino referencial en su reflexividad. Este tipo de reducción es recurrente, debido precisamente a esta incomprensión de ese objeto, en su extrapositividad; esclareciendo su incapacidad, tanto para comprender a lo real, como para proveer una solución viable a sus contradicciones.

Como en un acto de burlas (¿MogiNganga?), Fanon viste la máscara negra sobre el espíritu blanco del Marxismo; y da lecciones —bien que poniendo el cuerpo como praxis neocrística— de cómo los negros no deben ser negros sino proletarios. Desgraciadamente, Fanon no cuenta con la referencia del liberalismo inglés, que da alcance existencial a W.E.B. Du Bois; toda su vida es de una praxis pura, que no le permite asomarse a los paradójicos muros de la historia, sino sólo padecerla, a sus pies.

De ahí su entusiasmo poético con el segundo verso de La internacional, que todavía conmueve hasta a sus víctimas; más aún a una sensibilidad revolucionaria y práctica, no intelectual, que se agota en la experiencia del más puro existir. El error está en darle connotación intelectual, al gemido del esclavo que no logra cimarronearse, creyendo en el contra mayoral; ese Sartre de Marxismo ladino —no teórico sino político—, como monje que hilvana sutilezas teológicas sobre la virginidad mariana.

Los libros de Fanon son así sólo manuales de teología revolucionaria, su referencia es la moral y no la inteligencia; y nada puede la Negritud ante eso, porque no se trata de una realidad sino de una necesidad, supuesta en tanto formal. La Negritud en cambio es otra extensión, no necesaria sino posible en su propia formalidad, que por eso no es constrictiva; en vez de al dogmatismo racional, responde al probabilismo irracionalista, no a la psiquis sino a la poesía, como poética.

Fanon tiene sin embargo un valor capital, potenciando la densidad hermenéutica, aún necesaria, al contradecirla; una función que se torna más amable en ese seudo culturalismo anti culturalista suyo, en vez de la aridez política de Depestre. Después de todo, Fanon no discursa a los condenados de la tierra sino a sí mismo, como otro más entre ellos, esperanzado; mientras Depestre participa de ese elitismo de la burguesía mestiza haitiana, sin el nivel de praxis que exhibe Fanon.

Saturday, November 23, 2024

Léopold Sédar Senghor, ou la contraction herméneutique de la culture occidentale

Dans l'esprit de la civilisation, Sédar Senghor souligne l'importance politique de l'art, mais en tant que fonction culturelle; non pas au sens discursif de W.E.B. Du Bois[1], mais de la qualité analogique de la réflexion esthétique, en tant que fonction existentielle. Bien sûr, ce n'est qu'en principe, et nécessite l'ajustement qui le rend fonctionnel, dans un sens gnoséologique plutôt que politique; dans une systématisation, dans laquelle il perd déjà cette spécialité analogique, mais il s'organise dans une herméneutique conventionnelle.

C'est ce que résout la pensée religieuse, dans son principe pratique, organisé dans un corps mythologique; par lequel il représente dans ses drames cosmiques une compréhension du réel, en relation avec la culture spécifique en question. Cette particularité serait alors commune à toutes les cultures, résolvant la projection de l'humain comme réel, dans son expression politique; mais aussi susceptible de distorsion, en raison de la superposition éventuelle de cette expression politique, comme ça détermination; et que se passerait-il avec le développement inévitable de cette expression, à la base de sa pratique existentielle, comme religieuse.

La contradiction n'est pas paradoxale mais apparente, en raison de la nature diachronique des processus de ces cultures ; cette affectation diffère d'une culture à l'autre, avec des collisions successives, selon leurs rapports entre eux. Dans le cas de l'Occident, le problème ne serait pas dans son monothéisme final, qui reflète —mais ne détermine pas— cette superposition; mais viendrait de l'autre développement de la philosophie, également particulier, en tant que spécialité de leur culture.

Le problème de cette particularité résiderait dans la fonction politique que cette pratique philosophique acquiert; en remplaçant la fonction religieuse, avec des conventions comme le pouvoir, dans une herméneutique abstractionniste, qui permet son isolement économique. Cela aurait causé la surdimensionnement politique du pouvoir, en tant que problème de cette culture, plus que dans toute autre; car dans les autres il lui manquerait cette nature abstraite, qui permet sa manipulation idéologique, comme centre de son ontologie.

À titre d'exemple, l'ontologie occidentale se résout toujours autour du problème de l'Être; au point d'en fournir la nomenclature pour sa réflexion, à partir de la deuxième génération du ancien physiologisme. C'est le problème de la contradiction héraclitéo-parménide, à partir de la préoccupation du réel de sa première génération; qui de Thalès de Milet à Anaxagore et Anaximène, il a traité du réel comme de la tradition mythologique, comme une totalité.

Mais l'être n'est pas isolable, pas même dans sa condition individuelle, ce qui rend cette nomenclature problématique; au point de confondre les premières écoles du réalisme arabe, en essayant d'ordonner la détermination de la substance d'Aristote; dont sa propre condition est la simultanéité, même dans l'autre condition diachronique de ces déterminations. Cela est néanmoins compatible avec l'exceptionnalisme quantique, réconciliant même les doutes d'Einstein dans un déterminisme modéré; traiter le réel non plus dans l'abstraction conventionnelle d'une nature, comme une extension, mais comme une condition des phénomènes, dans leur réalisation ponctuelle.

En tant que corps de référence cosmologique, la mythologie avait un sens pratique et existentiel, et non conceptuel; organisé en représentations, semblables  —comme systématique— à celle de la détermination de la substance par Aristote; dont le réalisme était une contraction de l'efficacité de la mythologie, par opposition à l'abstractionnisme idéaliste de Platon. Ce sera ce qui affectera la base religieuse occidentale, conditionnant son probabilisme réaliste par le déterminisme politique; résolue par réflexe avec son rationalisme herméneutique, peu importe s'il est finalement et nécessairement contredit par des éruptions culturalistes, comme le Romantisme et l'Irrationalisme.

C'est de cela qu'il s'agit dans la contraction de Senghor avec la Négritude, comme probablement la crise finale de cette tradition; auquel il participe, dans son parallélisme à l'émergence herméneutique de la science, comme d'un physiologisme postmoderne. Pour cette raison, sa reconnaissance de la fonction spéciale de l'art noir n'a pas le sens platonicien qu'il a chez W.E.B. Du Bois; mais il permet la conciliation avec son efficacité ontologique, en fournissant le cadre herméneutique dont il a besoin dans son existentialisme. Du Bois est donc le Hegel de l'ontologie noire, ce qui la rend immanential, et Cornel West le Heidegger qui l'explique; Senghor est alors le Marx qui lui donne une portée politique, au sens anthropologique du l'Haïtien Jean Prince-Mars; tout eux dans cette contraction, qui culmine la tradition herméneutique de l'Occident, dans la Nouvelle Pensée Noire.

 



[1] . cf : De la pensée esthétique dans W.E.B. Du Bois et la Renaissance de Harlem, dans De la traversée du Niagara à la nouvelle pensée noire, Kindle 2021.

Leopoldo Sedar Senghor, o la contracción hermenéutica de la cultura occidental

En el espíritu de la civilización, Sedar Senghor recalca la importancia política del arte, pero en función cultural; no en el sentido discursivo de W.E.B. Du Bois[1], sino de la calidad analógica de la reflexión estética en función existencial. Por supuesto, eso es sólo de principio, y requiere el ajuste que le haga funcional, en un sentido gnoseológico antes que político; en una sistematización, en la que ya pierde esa especialidad analógica, pero la organiza en una hermenéutica convencional.

Esto es lo que resuelve el pensamiento religioso, en su principio práctico, organizado en un cuerpo mitológico; por el que representa en sus dramas cósmicos una comprensión de lo real, en relación con la cultura específica de que se trate. Esa peculiaridad sería entonces común a todas las culturas, resolviendo la proyección de lo humano como real, en su expresión política; pero también susceptible de distorsión, por la sobreposición eventual de esa expresión política, como determinación; y que ocurriría con el desarrollo inevitable de esta expresión, en la base de su práctica existencial, como religiosa.

La contradicción no es paradójica sino aparente, por el carácter diacrónico de los múltiples procesos de esas culturas; difiriendo esa afectación de una cultura a la otra, con las sucesivas colisiones, a medida que se relacionan entre sí. En el caso de Occidente, el problema no estaría en su monoteísmo final, que refleja —pero no determina— esa sobreposición; sino que provendría del otro desarrollo, también peculiar, de la filosofía como una especialidad de su cultura.

El problema con esta peculiaridad sería en la función política que adquiere esa práctica filosófica, al suplir la religiosa; con convenciones como el poder, en una hermenéutica de carácter abstraccionista, que permite su aislamiento económico. Esto habría provocado la sobredimensión política del poder, como un problema de esa cultura, más que en cualquier otra; ya que en las otras carecería de esta naturaleza abstracta, que permite su manipulación ideológica, como centro de su ontología.

Como ejemplo, puede verse que la ontología occidental se resuelve siempre alrededor del problema del Ser; hasta el punto de proveer la nomenclatura para su reflexión, desde la segunda generación del fisiologismo. Este es el problema de la contradicción herácliteo parmenídea, desde la preocupación por lo real de su primera generación; que de Tales de Mileto a Anaxágoras y Anaxímenes, se ocupaba de lo real como la tradición mitológica, como totalidad.

El Ser sin embargo no es aislable, ni siquiera en su condición individual, haciendo que esa nomenclatura sea problemática; al punto de confundir a las tempranas escuelas del realismo árabe, tratando de ordenar la determinación de la substancia de Aristóteles; cuya propia condición es la simultaneidad, incluso en la otra condición diacrónica de estas determinaciones. Esta es no obstante compatible con el excepcionalismo cuántico, conciliando hasta las dudas de Einstein en un determinismo moderado; tratando a lo real no ya en la abstracción convencional de una naturaleza, como extensión, sino como condición de los fenómenos, en su realización puntual.

A su vez, como cuerpo de referencia cosmológica, la mitología tenía sentido práctico y existencial, no conceptual; organizada en representaciones, semejantes —en lo sistemático— a la de esa determinación de la substancia de Aristóteles; cuyo realismo era una contracción a la eficiencia de la mitología, en oposición al abstraccionismo idealista de Platón. Esto será lo que afecte a la base religiosa occidental, condicionando su probabilismo realista con el determinismo; resuelto reflexivamente con su racionalismo hermenéutico, no importa si eventual y necesariamente contradicho por erupciones culturalistas.

De esto es de lo que trata la contracción de Senghor con la Negritud, como crisis probablemente final de esa tradición; de la que participa, en su paralelismo a la emergencia hermenéutica de la ciencia, como de un fisiologismo postmoderno. Por eso, su reconocimiento de la función especial del arte negro carece del sentido platónico que tiene en W.E.B. Du Bois; pero permite la conciliación con su eficiencia ontológica, al proveer el marco hermenéutico que necesita en su existencialismo. Du Bois es así el Hegel de la ontología negra, haciéndola inmanencialista, y Cornel West el Heidegger que lo explica; Senghor es entonces el Marx que le da alcance político, desde el sentido antropológico del haitiano Jean Prince Mars; todos en esta contracción, que culmina la tradición hermenéutica de occidente, en el Nuevo Pensamiento Negro.



[1] . Cf: Del pensamiento estético en W.E.B. Du Bois y el Renacimiento de Harlem, en Del cruce del Niágara al Nuevo Pensamiento Negro, Kindle 2021.

Friday, November 1, 2024

De la cuestión del estilo y de lo postmoderno

Para Jacobo Londres

Con su eficacia habitual, Machado afirmó por boca de Mairena que no hay tal cosa como la originalidad del estilo; de diez cosas originales que se intentan —decía más o menos— nueve no sirven, y la décima termina por no ser original. Eso sería suficiente para desmoronar esos muros teóricos postmodernos, que buscan el raro animal que es el estilo; con más escándalo cuanto más escandalosa la cultura en que se da, sea la cubana con Carpentier y Lezama Lima, o la argentina con Borges.

Curioso que monstruosidades intelectuales como Octavio Paz y Alfonso Reyes en México, carezcan de esa especialidad; que como Vargas Llosa en Perú, retraen la prosa al funcionalismo básico, para liberar una inteligencia absoluta. En cualquier caso, los magos del estilo parecen tenerlo más por defecto inevitable que como efecto consciente u objetivo; desde la torpeza verbal de Carpentier al horror sintáctico de Lezama Lima, parecen más bien impotentes y apresurados; siempre a la saga de esa misma inteligencia, que les es innegable pero carece de generosidad en sus exigencias.

Caso aparte, el meticuloso de Jorge Luis Borges, que —como el décimo intento de Machado— es poco original; porque es apenas una devota extensión de Lugones, con la suerte de que a la prosa de Lugones pocos la conocen como a la de Borges. No es que no se conozca a Lugones sino a su prosa, genial y perdida en esa poesía preciosista y banal de los Modernistas; contra los que tuvieron que rebelarse los postmodernos —especialmente las mujeres— para poner un poco de Dasein. Como digresión, no deja de ser curioso que nuestra identidad política provenga de aquellos tiempos inflamados del Modernismo; como un defecto que el más férreo postmodernismo no ha podido corregir, de tanta exaltación poética que contenía.

Tampoco es que Borges no tenga alguna originalidad, sino que esta —como la de Lezama— es temática y no sintáctica; y reside en el cambio de objeto, que él hace metafísico y profundamente filosófico antes que meramente dramático. Menos se trata de que ese objeto no sea existencial en Borges y Lezama Lima, sino que su existencialidad es diferida; porque el objeto que los ocupa es metafísico, a diferencia de todos los otros, más preocupados por lo inmediato de lo real.

De ahí la extrañeza de la burla borgiana a Lugones, cuya maestría sintáctica copiaría como beata que reza misterios; igual que la del fervor de Lezama, pretendiendo ese esfuerzo metafísico de Borges, como en su Juego de las decapitaciones; cuando cuenta con su propia figuración, tan espesa sino más que las del argentino, revolviendo clásicos y místicos. Por ejemplo, la metáfora estridente no es un estilo en Lezama Lima, sino el objeto mismo y absoluto de su literatura; que se desarrolla como una reflexión analógica, en vez de la mero ejemplo de intelectualidad a que lo rebaja el catolicismo pacato de los Vitier.

La fijación en el estilo es entonces esa moderación beata de la religión, en la seudo religiosidad del arte postmoderno; como una crisis que le hace precario e insostenible en su inconsistencia, frente a la fuerza artesanal de los antiguos. El estilo ha sido siempre tan secundario, que los maestros se alargaban en la informidad de los gremios artesanales; atentos sólo a la objetividad de sus destrezas, y no porque el genio intelectual no fuera importante, sino porque era lo importante.

En el estilo se expresa el genio, como en la agudeza insabora de Octavio Paz y Vargas Llosa, volviendo sobre llovidos; y es entonces superficial que alguien quiera copiar las torpezas de sus genios, confundiéndolos a ellos con estas. No es que esté mal ser Lezamiano o Borgiano, como reclamaba la frustración de Gombrowicz, sino que es bueno serlo; pero serlo es comprender esa profundidad que expresan, no quedarse en la superficialidad en que se expresan.

Criticar la densidad lezamiana en vez de su torpeza ortográfica, es no merecer la grandeza que se te muestra; lo que tampoco debe ser preocupante, como apenas otra anécdota de la realidad, sino una melquisédica confirmación obispal. El estilo es la pirueta en que se agota el bailarín, haciendo lo mejor que puede para expresar la intención del guionista; claro que el ballet, como la literatura y el arte en general, fallecen en ese delirio de superficialidad que arroba al público, sin sentido.


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