Mística Bantú
Eso explicaría la extraña derivación inhumana del
misticismo clásico, que deviene en una experiencia subjetiva; tan
existencialmente disfuncional como el inmanentismo que crítica, en esa
disonancia cultural de Occidente. Esto llega al paroxismo de la esquizofrenia, por
ese dualismo de sus contradicciones, desde la falsa paz del cristianismo; y contra
todo eso, explicándolo además en su propio carácter mistérico, el misticismo
congo bulle de pragmatismo; que no es sólo sensual sino sensible, y en eso
capaz de una redeterminación efectiva de lo real, en su carácter reflexivo.
No es casual que la explosión primordial —de origen
católico— postulada por la ciencia, figure un infierno ígneo; cuyo enfriamiento
progresivo es el que da paso al universo, que es el cosmos como lo conocemos en
la naturaleza. Tampoco que ese desarrollo prevea los tensos equilibrios en que
florece esta vida, como conciencia de sí; en la reflectividad con que puede
reorganizar estas determinaciones, en tanto formales, con un sentido propio.
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También, contrario al origen católico del llamado Big-Bang, el universo se forma por la reunión de estas posibilidades; que como potencia se despreocupa del origen y su causa, para centrarse en la practicidad de su existencia. Por supuesto, esto explica el desarrollo del pensamiento científico en Occidente, y no en las llamadas comunidades primitivas; pero también el costo existencial de su orden político, como lo que se revierte con el neo trascendentalismo científico-religioso. Es aquí entonces donde cobra sentido la persistencia de la cosmología conga, en su compleja primariez funcional; desde la que corrige de los excesos onto antropológicos de esa tradición occidental, con su misticismo.
El cosmograma que resume la cosmología conga, ofrece aún la
perspectiva que da sentido a la geografía ptolemaica; estableciendo el
geocentrismo como la naturaleza antropológica de lo real, al sólo ser
comprensible como humano. Esto no niega la objetividad propia de lo real, sino
que la hace relativa, terminando la dicotomía absurda con lo subjetivo; que es
imposible, pues la positividad —como consistencia— es unidireccional, y no
admite una negación sistemática.
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En efecto, aquí la tierra no es sólo el centro del universo
sino también su planeta más viejo, originando su realidad; en esa objetividad
relativa que se niega a lo subjetivo, y por la que lo real tiene ese valor antropológico.
Si se observa, esto alude hasta a la creación, en que Adam nombra las cosas,
estableciendo su funcionalidad; demostrando que el problema todo de Occidente
es hermenéutico, y en ello es de la Razón, como de racionalidad.
Por supuesto, el problema de la Razón tiene su apoteosis
en la era moderna, pero el origen en la perversión platónica; con aquella
inversión uránica del sentido pandemos, en el elitismo político que todo lo
permea desde entonces. Gracias a eso, el único acceso a una trascendencia era a
costa de su efectividad, con la negación de lo inmanente; en una maldición sólo
rota por la persistencia conga, susurrando absurdos al oído de Jarrys, el
surrealista genial.
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