Por fray Erasmo de la Cruz, O.F.M.P
La magnificencia espiritual y la majestad
literaria que envuelve a los místicos desenfocarían muy bien su impacto real;
que siendo sobre su entorno sería sobre todo y primeramente político, no individual.
En eso residiría la primera contradicción, como fundamento que cuestionaría hasta
su propia integridad espiritual; ya que siendo individual esa experiencia
trascendente de comunión, su imposición al prójimo es necesariamente abusiva y
violatoria de esa individualidad del prójimo, como se ve en el ímpetu
reformista que suele ser propio de estas experiencias. Esto por tanto no trata
de las críticas habituales y ya tópicas sobre la estabilidad mental de los
místicos; sino que incluso asumiendo esa experiencia de los mismos como
legítima y positiva, la cuestiona en relación con la comunidad, a la que afecta
también en su comunión. Primeramente puede identificarse el comportamiento del
santón iluminado con el del revolucionario moderno, ya desde lo voluntarioso;
en tanto su experiencia es una crítica incluso violenta de la corrupción
sistemática, inevitable a todo desarrollo institucional.
A partir de ahí se comprende entonces esa
equivalencia, como un fenómeno político, de la reforma del místico y la
revolución social; como una reacción más o menos virulenta ante el desarrollo
natural, en un intento de restaurar los pactos fundacionales sobre los que se
estableció la comunidad. Este fundamentalismo incluso retrógrado ya es
sorprendente en las revoluciones políticas, que suelen auto calificarse de
progresistas; y queda más definitivamente ensombrecido en el caso de los
místicos, por el aire épico (literario) que revisten sus gestas existenciales,
sobre todo como una catarsis moral. Quien vea aún el esplendor literario
(épico) del fundamentalismo religioso puede remitirse a los conflictos actuales
con el extremismo árabe; que igual que el catolicismo medieval, es rico en
epopeyas existenciales, poesía y crueldades de todo tipo contra toda forma de individualidad.
Eso explica que fueran las órdenes religiosas —más
exactamente los frailes dominicos— las que impusieran las prácticas inquisitoriales,
de las que el Santo Oficio fue un intento por racionalizar la barbarie; y que
responde al sentido común con el que Roma reclamó el monopolio de la violencia,
para que esta tuviera ese mínimo de racionalidad —a esas alturas imposible— sujetándola
a la colegiatura de los tribunales y la legislación canóniga. Para mejores
ejemplos, valga recordar que el más emblemático de los inquisidores no era un
sacerdote diocesano sino un fraile religioso (dominico); y no sólo eso, sino
que el tristemente célebre Tomás de Torquemada era también casualmente español,
confesor de la reina Isabel para más INRI. En el caso específico del santoral
católico, la situación es tan radical que se vuelve pintoresca y absurda por lo
paradójica; como en los casos de los santos Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, cuya
experiencia trascendente los llevó a la reforma radical de la orden en la que
habían profesado, afectando al resto de los hermanos con su suprematismo
disciplinario.
Fundada en el siglo XII, la Orden del Carmelo
surge junto con las mendicantes pero con un carisma contemplativo que la
dedicaba a la oración; a la altura del Renacimiento, cuando la integran los
futuros santos teresa de Jesús y Juan de la Cruz, ese carisma se haya
corrompido en la secularización inevitable de la modernidad que la rodeaba. Esa
contradicción era también típica y recurrente de la época, que es la de la
política cultural de la Contrarreforma
española, dificultando la evolución a la Modernidad; deberá recordarse que la
Contrarreforma misma es una reacción institucional ante el avance la Reforma
luterana, que era contra el institucionalismo tradicional; pero respecto al
cual la iglesia diocesana o clero secular funcionaba como una mediación,
frustrada por el fundamentalismo evangélico de las órdenes religiosas. La
Reforma luterana es una revisión fundamentalista del desarrollo político de la
iglesia, pero justo como manifestación de sus contradicciones; dadas por su
extemporaneidad como institución política, que es lo que niega la
Contrarreforma, alegando su pertinencia institucional por su carácter
transhistórico, en un sentido por tanto igualmente o más conservador aún.
Ese panorama es sumamente complejo por la
multitud de intereses que confluyen en dicha crisis, y que es eminentemente
política; hasta el punto de que traza una frontera cultural, dividiendo Europa a
la altura de los Pirineos, al sellar una evolución comenzada con la distinta conversión
de los bárbaros al cristianismo arriano y católico respectivamente. En ese
espectro, el poder secular de los príncipes lucha por desembarazarse de la
tutela religiosa, apelando al desarrollo de la sociedad civil; en un desarrollo
que sólo alcanza su apoteosis gracias al capitalismo italiano, y su
potenciación del individualismo moderno. Eso sería lo que le permita a Lutero enfrentarse
a la autoridad institucional, dada la suficiencia de su individualidad en medio
del atomismo político germánico; la corona española en cambio, recién unificada
en vísperas del siglo XVI, apela justo a esa tutela religiosa perpetuando en la
Modernidad el institucionalismo medieval; pero eso en contra de la misma
tendencia de la Iglesia, cuyo sentido metropolitano y cosmopolita le hace
comprender la ineluctabilidad del individualismo moderno, sumida ella misma en
ese auge del capitalismo italiano; pero en contra del arrebato de las órdenes
religiosas, como una facción disidente y fundamentalista, que recurre al
extremismo en busca del modelo ideal en la estructura política medieval, con
sus místicos a la cabeza.