Wednesday, October 8, 2014

Samuel Feijóo en su propia grandeza

Si la experiencia de editar un libro sobre Samuel Feijóo nos expone a la frescura y la riqueza de su tan singular intelecto, la de insistir en su celebración nos expone a otras contradicciones; por las que se revela su propio peso, en tanto figura incluso angular de un momento también angular de la cultura cubana, y por ello con la capacidad de trazar perspectivas aún en su muerte. Se trata de la reacción tan visceral que puede provocar, dada la innegable intensidad de su activismo político; teniendo en cuenta que gozó del reconocimiento normal a esta extrema singularidad suya, en un panorama de represión incluso vulgar, del que de alguna manera participó. No hay que justificarlo, ni tampoco es probable que lo necesite, pues al fin y al cabo hijo fue de su tiempo; y esa inserción suya en ese tiempo suyo le habría de granjear naturalmente el resquemor de los que de modo injusto serían marginados por ese régimen vulgar del que participó y en el que se reconoció.

Feijóo no tiene el carácter pasivo del mero funcionario al que accedió Onelio Jorge Cardoso, por ejemplo; fue una luminaria con capacidad para generar y organizar sistemas, con los que apoyaría o no aquello que entendiera. No obstante, y sin ánimos de contemporización, ya está dicho que difícilmente necesite de justificación; porque fue como fue, y consecuente con ello, no disminuye en nada su estatura cultural, aunque sí resalta su compleja humanidad. Claro, habría que acceder a algún realismo y reconocer que humanidad no es una naturaleza idílica y conciliadora; sino que por el contrario, es un complejo y capaz de atrocidades enormes, en medio de la más beatífica contemplación. Aún así habrá que reconocer la distancia entre ideólogos y verdugos, que sin disminuir la culpa diferencia los roles; con lo que también agudiza las perspectivas y la capacidad de error, que siempre es individual.

Feijóo no era un santo, como tampoco lo fueron las víctimas que se blanden de ese tan injusto tiempo humano que vivió; dígase la arrogancia revolucionaria venida a menos de Heberto Padilla, la otra arrogancia zorruna e intelectualoide de Guillermo Cabrera Infante, el victimismo resentido de José Lezama Lima —bendito sea su nombre por los siglos de los siglos— o la histeria inconsecuente de un inflado Reinaldo Arenas. Frente a todos ellos, la pléyade oficial no desmerece ni por un punto, ni siquiera por ese de su relación con el sistema; sobre todo si se tiene en cuenta que el resentimiento de los otros reside en que fueron rechazados por el sistema y no en que ellos mismos lo rechazaran, no importa la experiencia puntual en que eso ocurriera.

Ese es el tipo de contradicción que aún hace atractivo —por lo dramático— el acercamiento a ese tópico de la cultura cubana, sobre todo la literaria; que pareciera una gran pasarela, en la que las modelos de la última generación se ponen zancadillas agitando sus contratos con las casas de moda que representan; que si Lezama como Dior o Arenas como Carolina Herrera, Cabrera Infante como Oscar de la Renta… y así ad infinitum. Da igual, de todas formas ya pasaron los tiempos en que esas rencillas producían críticas enjundiosas; los tiempos son los de la mezquindad, acarreados por la superproducción de sujetos estéticos sin verdadero interés ni objeto… sólo en la pasarela. Curiosamente, uno de los dramas que sufriera el auto denominado sensible zarapico de Villa Clara, sería el ajuste de la esfera académica en una dirección más técnica; como si ya se previera lo que este exceso artificial de carreras humanistas podría provocar en la redeterminación de las culturas, y que le hiciera renacer de una revista en otra más amplia y menos funcional, más suya, como su propia grandeza.

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