Friday, October 3, 2014

Del Japón

Entre los muchos efectos estéticos que pueblan la ceremonia del té, sobresale el del misterio (yugen); proponiendo esa teatralidad por la que se acentúa el dramatismo de la puesta en escena, y con ello su belleza; que es un estado de sublimación emocional, y por tanto apela más a la percepción del objeto que al objeto mismo. Anclado en este efecto del misterio —lo mistérico— está el otro, el de la temporalidad y la imperfección (wabi-sabi); que supone que el objeto es más atractivo cuanto más efímero, y con algún elemento de imperfección que acentuaría este otro dramatismo de su temporalidad inevitable. Es habitual el contraste entre la cultura japonesa y la occidental, que la mira con curiosidad y atraída por el ya lugar común de su misterio; que no por repetitivo deja de ser efectivo, con ceremonias como esta del té, en cuya repetida levedad se recoge toda la intensidad emocional del mundo.

No obstante, no es tan marcado el contraste, si en el origen la cultura occidental se mueve por los mismos principios; como cuando los sumerios —según comentario— concuerdan en que la perfección conduce a la muerte, incluso si es porque en cuanto apoteosis es así final y estática en su imperfectibilidad. Es decir, la estética sumeria que subyace en los genes de Occidente coincide con la japonesa en su invocación mistérica; en ambos casos se trata de la experiencia del sujeto ante el esplendor del objeto, en lo que parece una exaltación del sujeto sometido al mismo en su contemplación.

No será gratuito entonces que la ceremonia del té figure entre los ritos de reconciliación para los japoneses, con esa dignidad en que no es sólo una chinería; es como un recordatorio al decadente Oeste de que en su origen están las claves de su pervivencia, y que una simple introspección (¿ontología?) podría bastar para su recuperación acelerada. Después de todo, la ceremonia del Té es una tradición venerable, que se ha incrustado vengativa en la occidentalización del Oriente; retraída como una contracción —en la Cábala, cuando Dios se contrajo fue para hacer posible su propia realización sobrenatural con la creación de la naturaleza, y fue Titsum—, semejante a esas recapitulaciones fecundas como cuando Sócrates y San Agustín culminan la sofística y la patrística.

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