Saturday, February 7, 2015

La temperatura a la que arde la inteligencia

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En Fahrenheit 451, el título de la novela sería una metáfora sobre su propio sentido crítico; aludiendo a la supuesta temperatura en que arde la inteligencia, simbolizada en los libros. La imagen se hace recurrente y sagaz al pesimismo con que se inaugura lo postmoderno, pero es difícilmente casual; probablemente inocente en su eficacia, su exactitud impide cualquier casualidad en la intuición de Bradbury. Que a los 451 grados Fahrenheit sea la temperatura a que arde la inteligencia no es sólo un horror de precognición moral; sino que también, y más que todo, alude a la función antropológica en que se resuelve el conocimiento, y eso es mucho más grave. En definitiva, el valor del libro habría sido el establecimiento de un referente externo para la reflexión, que así cobraba valor y alcance crítico; y que es lo que explica el valor reflexivo del arte y la literatura, representado en la objetualidad del libro. De ahí que toda la literatura poseyera este valor reflexivo —distinto como se ha dicho de una función discursiva propia de la filosofía— en su misma naturaleza formal; y no sólo la de carácter didáctico o científico, sino incluso la de carácter dramático, como la epopeya, que se resuelve en una dramaturgia; y que poseería este valor reflexivo más aún que la de cualquier sentido expresamente didáctico y moral, por su eficacia formal para la representación de conflictos existenciales.

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Ilustrativamente, esa dinámica marcaría a la historia de la filosofía como una dialéctica o fatalidad; cuando la práctica en que se resuelve como cultura impide en forma recurrente el desarrollo político de sus tendencias realistas; bien que por aquella casualidad inicial, en que el divino de Estagiria se sustrajera a la contradicción ateniense, para ya marcar a la historia con esta fatalidad suya; por la que el realismo no se instituye en el ámbito romano como una escuela principal, y permite así al platonismo fijar la dogmática cristiana desde la Patrística. Desde entonces, desde la cátedra privilegiada de su función política, el Idealismo carecería de referentes críticos efectivos; debiendo suplirlos desde su propio alcance en el exceso absolutista, con propuestas seudorrealistas, como el Materialismo o la finta Neorrealista de Jackes Maritain; sin que valgan de mucho los esfuerzos de los santos Alberto o Tomás, o el de todos los jesuitas que les siguieron, ante la pasión de pantocrática del último patriarca y primero entre los maniqueos.

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