En Fahrenheit 451, el título de la novela sería una metáfora sobre su
propio sentido crítico; aludiendo a la supuesta temperatura en que arde la inteligencia,
simbolizada en los libros. La imagen se hace recurrente y sagaz al pesimismo
con que se inaugura lo postmoderno, pero es difícilmente casual; probablemente inocente
en su eficacia, su exactitud impide cualquier casualidad en la intuición de
Bradbury. Que a los 451 grados Fahrenheit sea la temperatura a que arde la inteligencia
no es sólo un horror de precognición moral; sino que también, y más que todo, alude
a la función antropológica en que se resuelve el conocimiento, y eso es mucho
más grave. En definitiva, el valor del libro habría sido el establecimiento de
un referente externo para la reflexión, que así cobraba valor y alcance
crítico; y que es lo que explica el valor reflexivo del arte y la literatura,
representado en la objetualidad del libro. De ahí que toda la literatura poseyera
este valor reflexivo —distinto como se ha dicho de una función discursiva
propia de la filosofía— en su misma naturaleza formal; y no sólo la de carácter
didáctico o científico, sino incluso la de carácter dramático, como la epopeya,
que se resuelve en una dramaturgia; y que poseería este valor reflexivo más aún
que la de cualquier sentido expresamente didáctico y moral, por su eficacia
formal para la representación de conflictos existenciales.
Ilustrativamente, esa dinámica marcaría a la historia de la filosofía
como una dialéctica o fatalidad; cuando la práctica en que se resuelve como
cultura impide en forma recurrente el desarrollo político de sus tendencias
realistas; bien que por aquella casualidad inicial, en que el divino de
Estagiria se sustrajera a la contradicción ateniense, para ya marcar a la
historia con esta fatalidad suya; por la que el realismo no se instituye en el
ámbito romano como una escuela principal, y permite así al platonismo fijar la
dogmática cristiana desde la Patrística. Desde entonces, desde la cátedra
privilegiada de su función política, el Idealismo carecería de referentes
críticos efectivos; debiendo suplirlos desde su propio alcance en el exceso
absolutista, con propuestas seudorrealistas, como el Materialismo o la finta
Neorrealista de Jackes Maritain; sin que valgan de mucho los esfuerzos de los
santos Alberto o Tomás, o el de todos los jesuitas que les siguieron, ante la pasión
de pantocrática del último patriarca y primero entre los maniqueos.
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