El problema de Dios
Impertérrito el teólogo se niega a la contradicción y se contradice, porque
así son las paradojas del Dios que adora; no —repite—, Dios no puede no existir,
y no es eso una negación de su omnipotencia. En efecto, no es gratuito que el problema
de Dios perdiera relevancia; de hecho no fue nunca el problema de Dios sino el de
su comprensión por la soberbia que lo postulaba. La seguridad del teólogo descansa
en la hierática belleza de la metafísica, que sin embargo camufla y no niega el
drama en que se organizan las naturalezas; finta que pierde al teólogo, con la no
vista obviedad de que el objeto de su meditación es sobrenatural. Nuevamente en
efecto, la sobrenaturalidad de Dios es esa sobreposición en que es la determinación
última y poderosa de lo natural; ¿cómo entonces someterlo a esa regla que depende
de él y no a la inversa, sólo por la necesidad de una lógica que desconoce en su
potestad?
La seguridad del teólogo es parmenídea, pero desconoce que el Ser al que
se refiere no es al poder incomprendido de Dios; porque el Ser de Parménides, como
el herácliteo, es uno de esos ensayos con los que el fisiologismo trató de contraer
lo cognoscible a lo físico. Claro que si impertérrito es el teólogo, impertérrita
es también la hortera que llevando pan a la mesa del teólogo minuciosamente desconoce
semejante complejidad; resaltando esa paradoja en que la divinidad se adensa en
su propia trascendencia. Al final, la venganza de Zeus se diluye en la terquedad
del fisiologista, que sirve sin embargo al teólogo para su adoración; mientras la
hortera va a la misa por otro concepto más práctico y sutil en su utilitarismo,
que en definitiva el problema de Dios es del teólogo y no de Dios.
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