Sunday, February 1, 2015

El viajero inmóvil, Tomás Piard/ 2008

Lezama Lima es, con mucho, una de las figuras más intrigantes del panteón literario cubano; no por cierto la más grande o abarcadora, pero sí la que más atención draga, por lo extraño. Nada más lógico, entonces, que un filme dedicado a recrearlo en el centenario de su nacimiento, como esta película de Tomás Piard; sólo que como parte de su culto, el filme inevitablemente reproducirá los vicios y reducciones que lo rodean y sostienen; y sí, El viajero inmóvil peca de varios énfasis gratuitos, resaltados por sus pocas virtudes, y unas omisiones escandalosas a su propósito. 

Entre las virtudes se encuentra la fotografía de lujo, y una pretensión de amaneramiento que nos aleja del basto realismo habitual; pero ese mismo amaneramiento se hace controversial y dudoso, excediendo lo estético para caer en la franca loquería. Como joya, la fotografía cuenta con el perfil de Eslinda Núñez (Rialta) en su edad de mayor belleza plástica, la que buscó Humberto Solá en Amada; pero la dádiva se pierde en un interés documental poco dramático, que a menudo se hace hierático como una cantata rusa, algo así como el fantasma de Soy Cuba. Ese quizás sea el mayor vicio del filme, que a su vez lo incorpora del culto ya exacerbado al Maestro; y que a la recreación de escenas de sus novelas, une la inserción absurda de sus teóricos vernáculos en pleno discurso. 


La película tiene la intención obvia de hacerse de culto ella misma, y con tanta presión y exigencia se hace insufrible; y no sólo eso sino hasta risible y lastimosa, con unas caracterizaciones que identifican al panteón griego con un attrezzo de puesta escolar. El vicio del amaneramiento, que no manierismo, llega a postular al filme como una reivindicación gay para ese estamento que es la intelectualidad cubana; apoyándose en un énfasis de lo sexual que, si bien es importante en la novela, es más cerebral en esta que el mero exhibicionismo de la película. 

Lo cubano en el arte nunca le ha temido al desnudo, pero tampoco se caracteriza por la franca impudicia; de donde que sea más chocante la proliferación de frontales gratuitos, puestos para epatar con pura mariconería. Lo estético es una sensibilidad especial, con la que el artista intelectualiza su percepción, y eso es siempre individual; pero signar una obra ajena y ya clásica por una preferencia personal es por lo menos burdo, y muy poco inteligente.

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A ese desacierto se suma el de la egolatría, por la que no se entiende bien qué hace tanto crítico departiendo con la familia Lezama, como no sea pegar la gorra dando perro muerto; porque de otro modo es más incomprensible aún la omisión, ya de por sí escandalosa, de tangentes más especiosas del mundo lezamiano, incluyendo la derivación orientalista de sus últimos momentos. Tan grave como eso, un oscuro y claramente instrumental exergo de Octavio Paz, sirve para omnipresentar a una monja; que cuesta creer que sea la pobre Sor Juana Inés de la Cruz presa de ese desparpajo caribeño, por más que se presente como intelectual. 

La imagen se presta al irrespeto por todas partes, viendo a esa pobre monja titubear en el paso por entre tanta lascivia; que uno imagina entonces el espíritu del Maestro revisando este estropicio, en la más retorcida pero eficiente entonces de las imágenes de Piard (la piardada). El cine cubano contemporáneo sentó una aristocracia estética con su primera generación, de eso no hay dudas; pero como en toda aristocracia, ya la segunda y de ahí en adelante está completamente degenerada; y parafraseando a la pobre Sor Juana, podría decirse de esa película deseada que es “Esta, la peor de todas”.

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