Puñal de Herman Hesse
Por Ignacio T. Granados Herrera
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Escondida en uno de los pasajes más farragosos
y bellos del Narciso y Golmundo, se esconde la herida que desangra a la
eficacia ontológica de Herman Hesse; y esta reside en su concepto gnoseológico,
que en tanto tal determina toda esa ontología suya, dirigiéndola a la
ineficacia siquiera con el error de grados que hace a este error imperceptible.
Hesse es la excelencia racional del pensamiento de Occidente en su contradicción,
y por ende no hace como el arquero zen; antes bien, como toda la extensión del
pensamiento occidental que representa, depende de la precisión del ojo y no de
la del brazo, es fáustico. El tajazo sangrante, que aún como que enseñaría la empuñadura
del cuchillo asesino, sería una sentencia del profesoral Narciso al terco
discípulo Golmundo; “no se piensa mediante imágenes —dice el profesor— sino con
conceptos y fórmulas, y justamente allí donde terminan las imágenes comienza la
filosofía”. Hesse ha reafirmado así la prepotencia moderna, que es por lo que
él es un simbolista y no un romántico; porque su fe está en esa filosofía que se
debate en el Humanismo, aún si tan contradictoriamente —como corresponde— él lo
representa con una imagen literaria.
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El conocimiento entonces comienza para Hesse en
la tradición fisiologista de Jonia, que es donde nace la fausticidad moderna
que contrae al símbolo a los románticos; y con ello, toda la tradición
antropomorfista que prepara en sus mitos la excelencia racional de los jónicos
es tan sólo un misterio, de valor moral; y con ello también de alcance
extremadamente relativo, dada su anterioridad a la salvación por Cristo, en la
misma cuerda de la ingenuidad católica del Dante. No que Hesse se confiese
católico sino que por él lo hace el razonamiento que sigue, al reducir el mito
a la inconsistencia de toda moral de antes del Cristo; que es por lo que el
Dante será ingenuo pero también muy consecuente, como conviene a todo
racionalista al pronunciarse frente a lo histórico. Claro que eso es
comprensible, en tanto paralelo al apogeo moderno, que no ha tenido tiempo de
ponderar el origen mismo de los jeroglifos en la pictografía y no en la
entonces inexistente escritura; mucho menos de establecer en la imagen la
naturaleza del concepto, como propiedad acumulativa de la percepción, que
combina las experiencias en un logaritmo por su alcance exponencial. En Hesse
pesa el origen del idealismo que se hizo literalmente glorioso hasta el
absoluto en Alemania, generando su propio referente crítico en el objetivismo;
pero que nace en aquella primariez con que Sócrates aceptó la contaminación
oriental de Pitágoras, para concluir que la intuición era conocimiento recordado
de una vida anterior, en uno de los giros más fabulosamente literarios de la
filosofía.
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Ni el mismo Aristóteles pudo contradecir la
realidad de aquella ficción flagrante, ni tampoco los santos Alberto y —el
divino—Tomás; nadie podría contra aquella supremacía moral con que Sócrates murmuraba
“mayéutica” a manos de sus asesinos para justificar la prepotencia de los
modernos más que la probidad de su juicio. Ese sería el impase que detiene y
corrompe al Humanismo de Occidente, como una venganza de la cruel paradoja la
de duros dedos; hasta que la expansión de Occidente fuera de sus límites ocurra
como un desparramamiento en que pierde su fuerza de estanque, y la imagen
renazca como una nueva Afrodita del pene cercenado por la revolución
intelectual de las Américas al padre que es Occidente. América, nueva Afrodita,
llora ambrosía en el cuerpo desmadejado de Eros, que le retorna sus misterios; Psique,
la naturaleza de esta modernidad que enamoró y perdió al dios, será redimida
por él —sentido oculto de la imagen mas no símbolo sino cifra y numeral—, como
si fuera América la Ceres experta que le extrae el puñal de Hesse al dios niño.
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