Monday, March 30, 2015

Acerca de la novela latinoamericana

Por Ignacio T. Granados Herrera
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La crítica literaria suele suplir su falta recurrente de objeto con propuestas vagas, como esa de la existencia de una novela específicamente latinoamericana; en una preocupación más propia de la violencia y el cinismo economicista de la academia norteamericana que del tenue humanismo europeo, pero por lo mismo más apremiante. Ya es habitual esa tendencia del intelectualismo académico norteamericano a temas con que mediatizar la realidad, incluso si esa realidad es la de la ficción literaria; que como toda otra extensión, ha de someterse al arbitrio y clasificación, justificando sabáticos, sueldos y especializaciones. Lo cierto es que siendo Latinoamérica una extensión de Occidente ha de tener perfil propio, pero es difícil que supla una forma ya innecesaria; como esa de la novela moderna, agotada entre la nueva novela francesa y el realismo crítico —que es también francés—, que maduran en la excelencia narrativa norteamericana.

De cierto, Latinoamérica tiene perfil propio desde mucho antes de que Faulkner trazara los rasgos maestros del sur estadounidense; y aun así es difícil desprender una escritura absolutamente original latinoamericana, incluso si se acude a los monumentos que supuestamente la iniciaran en la épica del Espejo de paciencia y la Tula (Cuba), el Inca Garcilaso (Chile), o Sor Juana Inés de la Cruz
(México). En cada una de estas la derivación no radicaría en la forma —que respondería a la tradición más estrictamente europea— sino en algún giro idiomático o algún exotismo objetual; pero nunca en unos objetos dramáticos propios, que así habrían determinado en su originalidad estructural una forma novísima y exclusiva de esas tierras, que no habrían podido intercambiar sus autores con la maternal Europa. En ese sentido, el verdadero monumento a una literatura latinoamericana podría residir en La historia verdadera de la conquista de Nueva España (Bernal Díaz del Castillo) y su drama arquetípico de la Malinche; que subsistiría hasta en el ciclo literario de la revolución mexicana, como un engarce con la Historia de la nueva España de Fray Bartolomé de las Casas, y ese drama suyo de indios con el que justificar la importación de negros y la codicia holandesa; o más adelante aún el Diario de Campaña, en el que el cubano José Martí se sueña modernistamente general épico y muere en una apoteosis que elevará lo literario a esos niveles místicos en que la patria es un misterio seudo religioso.

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Menos glamorosa, y en ello más creíble, esta literatura latinoamericana sería lo que encuentre su madurez precisamente en la traducción de Faulkner que hiciera el magíster de la Plata; Borges, que cambia la dramaturgia de Las palmeras salvajes para imponerle una lógica extraña (¿redeterminación?) al crudo pragmatismo moderno del norteamericano. En últimas, podría concluirse con más lógica también que la literatura de latinoamericana yace en las actas de los tribunales de Indias; de donde podrían haberla sacado sus escritores, como Tolstoi y Balzac con las suyas, pero no lo hicieron.

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