Friday, June 12, 2015

De la muerte de Dios

Por Ignacio T. Granados Herrera
Con la misma certeza que los iluminados, Nietzsche postuló la muerte de Dios, pero a diferencia de estos su presupuesto era moral y no metafísico; pues para que ese presupuesto fuera metafísico y no únicamente referencial, Nietzsche tendría que haber creído en esa sobrenaturalidad en que Dios es inmortal. También en efecto, y como para explicarlo, se trataba del siglo XIX, en que comenzó su cúspide el capitalismo moderno con la revolución industrial; en un auge desde el que derivaría la naturaleza del mismo en un corporativismo progresivo, que significará la decadencia de esa misma modernidad. 

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Eso no es discutible, el auge moderno vendría ocurriendo desde el apogeo intelectualista del siglo XVII; es decir, ya llevaría dos siglos, durante los que permearía toda la época, hasta su expresión estética en la cultura Pop, que curiosamente sería la más elitista, justo por enaltecer con su intelectualismo… lo popular. Ese tipo de retorcedura sería lo que marque como indubitable esta decadencia, que es distinta del decadentismo en que se camufla; pues dicho decadentismo tendría un valor estilístico propio, mientras la decadencia se refiere más a la falta de consistencia del objeto, no a un amaneramiento suyo. Es en ese marco que habría que entender el desarrollo del Pop como última propuesta propiamente formal en el arte, en consonancia con el presupuesto moral de Nietzsche; pues en tanto referencia moral y no suceso metafísico,  la muerte de Dios significaría la de toda trascendencia en la determinación de lo humano.

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Será entonces también en ese marco que habría que entender los juegos del Surrealismo y las vanguardias en general, como neurosis lógica al infante huérfano; y por ello retorcer el rizo con que los vanguardistas se dieron a la epaté con sus narcisismos, disimulado en retórica ontologista, para dar pie a esa decadencia feroz que disfrazaron como decadentismo. Así, que Duchamps reconociera haberle hecho daño al arte con su majadería no lo redimiría aunque sí lo explique, como parte natural de su tiempo; después de todo se trataba del más puro oportunismo, y no en el mero sentido de oportunidad, sino en ese otro moral que mezcla arrogancia con narcisismo para entregarlo atado de pies y manos a su marchant. Esa sería la impronta del arte postmoderno, que sería por lo que es decadente y no decadentista; después de todo, si el arte es la expresión estética de un tiempo, este es el de ese interregno en que Dios está muerto como toda posibilidad de trascendencia. 

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