De la muerte de Dios
Por Ignacio T. Granados Herrera
Con la misma certeza que los iluminados, Nietzsche
postuló la muerte de Dios, pero a diferencia de estos su presupuesto era moral
y no metafísico; pues para que ese presupuesto fuera metafísico y no únicamente
referencial, Nietzsche tendría que haber creído en esa sobrenaturalidad en que
Dios es inmortal. También en efecto, y como para explicarlo, se trataba del
siglo XIX, en que comenzó su cúspide el capitalismo moderno con la revolución industrial;
en un auge desde el que derivaría la naturaleza del mismo en un corporativismo
progresivo, que significará la decadencia de esa misma modernidad.
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Eso no es
discutible, el auge moderno vendría ocurriendo desde el apogeo intelectualista
del siglo XVII; es decir, ya llevaría dos siglos, durante los que permearía
toda la época, hasta su expresión estética en la cultura Pop, que curiosamente
sería la más elitista, justo por enaltecer con su intelectualismo… lo popular. Ese tipo de retorcedura sería lo que marque
como indubitable esta decadencia, que es distinta del decadentismo en que se
camufla; pues dicho decadentismo tendría un valor estilístico propio, mientras
la decadencia se refiere más a la falta de consistencia del objeto, no a un amaneramiento
suyo. Es en ese marco que habría que entender el desarrollo del Pop como última
propuesta propiamente formal en el arte, en consonancia con el presupuesto
moral de Nietzsche; pues en tanto referencia moral y no suceso metafísico, la muerte de Dios significaría la de toda
trascendencia en la determinación de lo humano.
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Será entonces también en ese marco que habría
que entender los juegos del Surrealismo y las vanguardias en general, como
neurosis lógica al infante huérfano; y por ello retorcer el rizo con que los
vanguardistas se dieron a la epaté con sus narcisismos, disimulado en retórica
ontologista, para dar pie a esa decadencia feroz que disfrazaron como
decadentismo. Así, que Duchamps reconociera haberle hecho daño al arte con su
majadería no lo redimiría aunque sí lo explique, como parte natural de su tiempo;
después de todo se trataba del más puro oportunismo, y no en el mero sentido de
oportunidad, sino en ese otro moral que mezcla arrogancia con narcisismo para
entregarlo atado de pies y manos a su marchant. Esa sería la impronta del arte
postmoderno, que sería por lo que es decadente y no decadentista; después de todo,
si el arte es la expresión estética de un tiempo, este es el de ese interregno
en que Dios está muerto como toda posibilidad de trascendencia.
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