El problema de Dios
Por Ignacio T. Granados Herrera
Impertérrito el teólogo se niega a la contradicción
y se contradice, porque así son las paradojas del Dios que adora; no —repite—, Dios
no puede no existir, y no es eso una negación de su omnipotencia. En efecto, no
es gratuito que el problema de Dios perdiera relevancia; de hecho no fue nunca el
problema de Dios, sino el de su comprensión por la soberbia que lo postulaba. La
seguridad del teólogo descansa en la hierática belleza de la metafísica, que sin
embargo camufla y no niega el drama en que se organizan las naturalezas; finta que
pierde al teólogo, con la no vista obviedad de que el objeto de su meditación es
sobrenatural. Nuevamente en efecto, la sobrenaturalidad de Dios es esa sobreposición
en que es la determinación última y poderosa de lo natural; cómo entonces someterlo
a esa regla que depende de él y no a la inversa, sólo por la necesidad de una lógica
que desconoce en su potestad. La seguridad del teólogo es parmenídea, pero
desconoce que el Ser al que se refiere no es al poder incomprendido de Dios; porque
el Ser de Parménides, como el herácliteo, es uno de esos ensayos con los que el
fisiologismo trató de contraer lo cognoscible a lo físico.
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Claro que si impertérrito
es el teólogo, impertérrita es también la hortera que llevando pan a la mesa del
teólogo minuciosamente desconoce semejante complejidad; resaltando esa paradoja
en que la divinidad se adensa en su propia trascendencia. Al final, la venganza
de Zeus se diluye en la terquedad del fisiologista, que sirve sin embargo al teólogo
para su adoración; mientras la hortera va a la misa por otro concepto más práctico
y sutil en su utilitarismo, que en definitiva el problema de Dios es del
teólogo y no de Dios. Al final, la sutileza que incomprende aunque
intuye el teólogo sería el de esa misma suficiencia; tan magnífica y
grandilocuente que no hay metáfora que la pueda contener, y que por tanto es el
arrebato que sustrae a los místicos. Dios —ha susurrado el ángel al teólogo sin
que este pueda entenderlo— puede no existir, su inmarcesible voluntad sin
embargo es la de la existencia; que es por lo que lo que la ciencia comprende
como imposibilidad lo es sólo en la voluntad misma de Dios, que cuando juega a
contar los ángeles que cabe en un alfiler es un devastador de destinos por su
apoteosis.
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