¿Acerca de la cultura del libro?
Desde
hace poco tiempo, las redes interesadas en literatura son sacudidas por un artículo originalmente aparecido en el número de primavera de la Virginia Quaterly Review del 2013; el artículo está firmado por Richard Nash, y es traducido por Marcos Pérez Sánchez, y es muy interesante por su optimismo aparentemente sano y comedido; lo que referente a la decadencia o
no de la cultura del libro es ya una ganancia, visto que todos los criterios
sobre la misma son radicales. El artículo afirma que la cultura del libro en
esencia no corre peligro, dado que no se contradice con el desarrollo
tecnológico; por el contrario, afirma, el libro y su correspondiente cultura
han estado a la cabeza del desarrollo tecnológico, incluso imponiéndolo muchas
veces. Como ejemplo, el artículo cita el caso de los supermercados y su sistema
de estanterías de autoservicio y pre-empacado; que puede ser una afirmación un
poco excesiva, pero que sin dudas refleja la capacidad del libro para estar a
tono con el momento, como resultado lógico de la tecnología.
Esa
sería la leve contradicción de las afirmaciones de dicho artículo, que el libro
reflejaría la época como su producto natural; y que por lo mismo, una vez
superada esa época por el desarrollo exponencial de esa misma tecnología, el
libro puede resultar tan obsoleto como la tecnología a la que responde. En
efecto, el artículo padecería del reduccionismo típico del culturalismo
norteamericano; esto es, la linealidad de la lógica aparente, que no comprende nunca la
exponencialidad de los desarrollos en ese movimiento diacrónico de la
dialéctica, que es espiral. Es decir, el artículo, a pesar de su serenidad
aparente, es también de un optimismo enfermizo, que le hace pecar de
insuficiente, por lo mismo que fallaron la teoría del socialismo y la del
neo-liberalismo capitalista. La falacia del artículo de Nash estriba en su
creencia de que el mercado mismo de la cultura genera cultura, que es una
falacia del capitalismo corporativo; ya que si bien eso se cumple en principio,
no tarda en corromperse al distorsionar las relaciones económicas del proceso
de producción de arte con la vanidad de los entes comprometidos. Por supuesto,
en esa misma falacia se esconde la otra básica del Capitalismo, que cree que el
dinero es el único valor transaccional de los sistemas económicos; cuando la
vanidad y la sensación de poder logran a menudo centrar la transacción como su
objeto, ya desde la ambigüedad con que se relacionan en principio con el dinero;
pero del que no tardan en disociarse como un valor singular y distinto, gracias
a las dinámicas mismas del mercado. Así, contra la teoría de la creación
continua de cultura se alzaría la realidad de su banalización constante y más
veloz que su nivel de creación; a través de esos círculos concéntricos que se
forman alrededor del autor —como figura económica él mismo—, que de ser sobredimensionado
por la maquinaria mercantil pasa imperceptiblemente de ser adulado a ser
emulado.
Es aquí donde la misma dinámica del comercio
atentaría contra los procesos artificiales de creación de cultura, con la
saturación de oferta; que redunda necesariamente en una desvalorización económica
del producto, incluido ese sentido no tangible del valor moral con que se
satisface la vanidad. Al final, la manipulación del mercado por la creación de
los imperios empresariales se volcaría contra la consistencia de esos mercados
mismos; como se ha podido apreciar en el desarrollo de las redes sociales,
capaces de diluir el talento —que es la capacidad de crear contenidos— en la
banalidad de la recompensa inmediata… y efímera. Peor aún, cuando en su propia
negativa a lidiar con la precariedad de su situación, los creadores se sujetan
a las burocracias gubernamentales con subsidios y protecciones
institucionalistas; lo que no es una condición privativa del libro como objeto
cultural o tecnología sino de esa cultura misma en la que se produjo y alcanzó
una apoteosis, abriendo la interrogante por el nivel de singularidad a que da
lugar en su decadencia.
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