Wednesday, July 15, 2015

Buscando a Caín

Por Ignacio T. Granados Herrera
Por alguna extraña razón, siempre que se pide un testimonio  sobre alguien la gente suele explayarse sobre sí misma; ese ese arenal de sus vidas lo que el demandante debe cernir hasta encontrar lo que busca, una pepita perdida ahí. Eso debe tener sentido, pero en todo caso hace del buscador un genio, que guiado por su olfato desecha la paja y va al grano; porque obcecado, el de buscador es un oficio que se alza sobre los oficios en que la gente pierde su originalidad, y la encuentra. Eso sería lo que quede demostrado en los trabajos de Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco sobre Guillermo Cabrera Infante, el genio de la investigación con olfato providencial; que se revela en ellos, no por la pesquisa misma sino por el mosaico con que devuelven el perfil perdido, y que reluce ahora en claro oscuros, por sobre las cicatrices del enjaezado. Mirabal y Velazco suena a agencia de detectives y a esquina de la Habana, que vienen siendo más o menos lo mismo; el lugar donde confluyen el rumor y la versión oficial, y lo mismo espontáneamente que a la fuerza… y de eso es de lo que se trata.

Hay un momento espectacular en Buscando a Caín, en que una de las hermanas Calvo —¡nada más y nada menos que Marta!— desmiente a la otra —¡nada más y nada menos que Idolidia!— en su testimonio sobre Cabrera Infante. El dramatismo que se logra en el contraste eleva el libro al nivel espectacular del cine musical norteamericano, que es un género tan capaz como la épica griega; con su tramoya como dioses que ascienden y descienden, y se enamoran y encolerizan por igual. Mirabal y Velazco no son entonces como el maestro de ceremonias que anuncia a los serios declamadores, sino que son los guionistas del drama; que guiados por la paradoja de duros dedos saben atenazar a sus personajes, como el coro que son del drama en el que se revela el verdadero héroe, cuya ausencia hace que su inmediatez sea más impresionante y dramática.

Buscando a Caín es el compendio que más espulgado les ganara a Mirabal y Velazco les valiera el premio UNEAC del 2009, por Tras los pasos del cronista; este primero fue editado por ediciones ICAIC en el 2012, y con una organización más maliciosa —cuasi cainesca— es mucho más jugoso. Se trata de esa sagrada informalidad que les permite jugar y lograr impacto dramático con sus cabriolas de reporteros; mientras que el otro es un tomo serio sobre una figura muy seria de la no menos seria cultura cubana, todo sumamente serio; y a quien saque el ácido humor de Cabrera Infante habrá que recordarle que —cubano al fin— volcaba su acidez sobre los otros, no sobre sí mismo, pues bastante a pecho que se tomaba. En todo caso, Cabrera Infante es una figura real de ese cuerpo complejo y a menudo caníbal que es la cultura cubana del período revolucionario; que no empieza ni termina en 1959 sino que en esa fecha tiene su punto de inflexión más grave, incidiendo igualmente en la vida de todos aquellos a los que afectaba. Ese sería el valor de este libro que exige calma y tiempo para su consumo, porque va de disfrute y no de noticieros ni calendarios.

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