Faeton el terrible, o nuevo elogio de Oshún
Hay una lectura increíble que se esconde en la frustración
de Apolo, y es la tragedia de Faetón; el hijo del sol, encarnación obvia de la
razón positiva, nacida de la exactitud de la reflexión estética [Apolo]; que
puede incendiar la tierra [realidad] por el manejo irresponsable de sus
fuerzas, que son el carro de su padre. La historia incluye una ira de Apolo en
el dolor por sus hijos, muertos por la determinación suprema y sobrenatural de
Zeus; porque como Asclepio, Faetón significa el triunfo de la naturaleza
externa de las cosas en su racionalidad simplificadora, la superficialidad. No
Apolo el inconmensurable, pero sí sus hijos, todos son superficiales, como los
artistas, no las artes, que son sus madres.
De cierto, eso explicaría el detente poderoso con que el
inefable Zeus contiene constante a Febo; al que conserva junto a sí, pero al
que mutila los afectos con minuciosa crueldad, para que sólo reluzca. Faetón,
como Prometeo, no comprende —no le interesa comprender— el sentido profundo de
las fuerzas que maneja; sea la relación necesaria e inviolable entre la vida y
la muerte, sea el curso del sol, establecido incluso por los egipcios; sólo
Atenea detenta ese poder comprensivo, y árida rehúye los amores vulgares hasta
de Vulcano, en un elitismo ofensivo e implacable que conocería Gorgona. La
razón sólo triunfa de la mano de Afrodita, ¿cómo no lo vieron los terribles
padres neoclásicos?; imposible saberlo, cuando es obvia la paradoja de que la
menor no es menor —Esíodo es más creíble que Homero, porque organiza las
tradiciones, no sólo las recoge, y afirma que Afrodita es tía del Inmarcesible—
y triunfa, y es nuestra verdadera filiación trascendente. Afrodita, rechazada y
denunciada por el viejo orden en que se complementan Apolo y Atenea, se
sobrepone hasta a la disolución olímpica; desde que latinizada toma las armas
de Ares hasta cuando huye a la selva negra exiliada por el arribismo de los
cristianos, y allí se germaniza y nos guarda el burgo romántico.
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