Tuesday, January 14, 2025

Del tema racial en El Puente

Hay cierta ambigüedad política alrededor del fenómeno editorial del grupo El Puente, por su textura racializada; que no es natural, si en definitiva los negros que participaron de este tuvieron otros derroteros, no menos espléndidos. Igual los homosexuales que lo transitaron, y que salvo excepciones que confirman la regla, encontraron otros acomodos; bien que en la solapada forma de la laxitud moral en Cuba, tras su máscara de rigor católico, pero efectiva en todo caso.

Lo que todos sus miembros sí tenían en común era la marginalidad, ofensiva incluso de tan abierta e incluyente; recogiendo a todos los desechados por la nueva convencionalidad institucional, que fue el pecado revolucionario. Eso no es tan extraño, si como hija del liberalismo moderno, la revolución era funcionalmente conservadora; por el humanismo puritano en que nace, de las absurdas racionalizaciones de los ilustrados y no de una realidad práctica.

Eso tampoco es extraño, la naturaleza del liberalismo es moral, no práctica como la conservadora, porque es ideológica; y eso produce todas las contradicciones que lo imposibilitan, del desastre francés al haitiano, y de este al cubano. De ahí que El Puente fuera el remanso momentáneo en que confluyó todo lo que sobraba, hasta encontrar uso; explicando esa inorganicidad del fenómeno, que se limitaba a reaccionar al institucionalismo tradicional, pero reproduciéndolo.

Por eso, el problema con El Puente no es que fuera un lugar de negros, maricones o mujeres, sino de todos ellos; en esa expresión del potencial que se frustra en toda institucionalidad, respondiendo a su determinismo político. Por separado, hasta el extrañamiento de Manuel Granados era tolerable, pero no en un cuerpo orgánico; que de hecho era imposible, porque el fenómeno careció hasta de presupuesto estético, aparte del de la viabilidad económica.

Nadie se ha cuestionado a dónde podía llegar un proyecto sin gestión económica, dependiendo de un presupuesto; que provenía a la vez de la idealización de su gestor, fuera este abstracto como la revolución, o concreto como José Mario. En ambos casos, el fenómeno carece de alcance existencial, contando sólo con la posibilidad política, como trascendencia; y en la que vence el más fuerte y eso es legítimo, porque ninguno satisface una necesidad efectiva, sino sólo artificial.

El Puente aclara así uno de los conflictos más recurrentes del humanismo moderno, en la supuesta fuerza del débil; que consistiendo en una supremacía moral, es tan falsa que resulta insostenible, desaguando el ego lastimado de sus pobres. La lección de El Puente es que la salvación es individual, porque la dignidad reside en la persona, y es siempre existencial; ya que no hay trascendencia que sobreponga al Ser a su inmanencia, obligándolo a la modestia histórica, no al trascendentalismo.

El aspecto racial de esta cuestión es lo que resulta fabuloso, como una naturaleza que en ello deviene naturante; porque pudiendo recogerse en su marginalidad, puede emerger con personalidad propia, no del resentimiento. Los negros de El Puente, como no pueden hacerlo sus mujeres ni sus maricones, pueden acudir a su negritud; que como carácter más que función, adecúa la estructuralidad de la cultura, en un nuevo existencialismo.

Eso no lo puede hacer el feminismo, que es sólo una fuerza política como ideología, igual que la sexualidad; pero sí puede hacerlo la conciencia de Ser negro, porque es su inmanencia y no un inasible trascendental. De hecho, la potencia que late tras el problema racial no es de Justicia sino de realidad; es una cosmología y una práctica existencial, por la que se sabe que lo humano es pura sobrevivencia, y en eso comprensible.

Monday, January 13, 2025

De símbolo, apéndice a la CogiNganga

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Como tal, el símbolo es una figura recurrente a todo lenguaje, que en principio no es problemática en esta función; pero este sentido es distorsionado con el reordenamiento hermenéutico de la Modernidad, con el racionalismo positivo. El proceso, sería lento y complejo, como uno de los alcances del cartesianismo, consustancial a la razón positiva; hasta que el Romanticismo resuelve su naturaleza trascendentalista como representacional, sin valor cognitivo propio.

En la literatura y el arte en general, esta sería la tensión entre parnasianos y simbolistas, disolviendo el romanticismo; justo por la influencia del racionalismo francés, en su carácter elitista e intelectual, contra el popular de los románticos. Esto hace que las figuras, en tanto representaciones, carezcan de toda consistencia propia, perdiendo la función parabólica; por la que podían expresar la función simpática del acto de conocimiento, como reflexión de lo real con su interpretación.

De hecho, los fenómenos afectados en esta reflexividad son extrapositivos[1], incomprensibles al positivismo racional; quedando neutralizados —puesto que su valor es reflexivo— como fantasías, de valor simbólico y referencial. No es casual que todo eso forme ocurra dentro del período Neoclásico, como otro exceso propio del Barroco; que igual simplifica en su racionalización toda compresión del pasado, con su reordenamiento hermenéutico.

De ahí el vacío hermenéutico, a llenar con el valor convencional de la razón positiva, como determinación de lo real; desplazando en esta convencionalidad a la reflexión misma, que viabilizaba el objeto existencial en vez de político; y cuya función era referencial y no directamente determinante, al permitir el desarrollo individual, como potencia. Eso explica la recurrencia del símbolo, pero convencional y no existencialmente, como parte de los problemas suscitados por la Modernidad; que siempre son de alcance existencial, en tanto relativos a la reflexividad de lo real en tanto humano, como naturaleza.

Esta peculiaridad del simbolismo, permitirá el trascendentalismo metafísico, frente al histórico impuesto por la filosofía; pero esa tensión terminaría por agotar la capacidad reflexiva del arte, subordinándola a una función discursiva. Este proceso reproducirá en el arte el mismo fenómeno entrópico de la cultura, al organizarlo en esa función política; en detrimento de su potencial reflexivo, a favor de esa discursividad, en que justifica el determinismo político como trascendental.

Como alcance metafísico —en tanto transhistórico—, esta capacidad sería lo que se preserva en el llamado arte primitivo; que propio de las también llamadas culturas y religiones primitivas, aludiría a la función primaria de esa reflexividad; que contraria a la política —como doblemente derivada en su convencionalidad— es existencial. Esta sería entonces la calidad experiencial buscada por el arte postmoderno, tras la crisis que agota al moderno; en una frontera porosa y amplia, pero marcada por el simbolismo, como expresión del mismo proceso entrópico que es la postmodernidad.



[1] . Cf: Cn 2.20, la cuestión cuántica.

Sunday, January 5, 2025

Elogio de José Lezama Lima, el sublime

El espeso bistec que contrae su negro oro contra la porcelana, aporta sólo un espesor de treinta gramos de proteína; el resto, jugoso como es, es tan sólo el vuelo metafórico por el que puede identificarlo nuestro sistema nutricional; y también, por ese efímero valor, ha de reintegrarse al caos más rápidamente que esa proteína que aportaba. Tan escandaloso desperdicio de masa, es la prueba de ineficiencia que niega toda maestría de Dios; camuflando en placeres suntuosos la vulgar inmediatez de nuestras necesidades cotidianas, incluida la defecación.

No es sorprendente entonces que una ciencia sublime como la economía de salvación, acceda a llamarse escatología; emulando a la más prosaica, con que los médicos hurgan en nuestras eses, buscando nuestra economía existencial. Así mismo ha de entenderse la recurrencia del Barroco en Lezama Lima, escondiendo apenas unos gramos de concepto puro; mas distinto en ello del caldo de rehúso de escritores como Piñera o Sarduy, que hierven el mismo hueso del extrañamiento.

Hay sin embargo más extrañamiento en la paradoja aparente de Lezama Lima, como cuando casa a Pascal con Heráclito; porque con ello ha recorrido las exigencias de lo inteligente como memoria nutricional, para dejar dos gramos de Súbito; ese Elán de la comprensión sutil, que se arrastra órfica por los misterios, sin inmutarse por la grandeza de las misas católicas. Tampoco hay que excederse, que el catolicismo es también mistérico, aportando la economía sublime de lo escatológico; como una burla del empeño vulgar de los médicos, en esa búsqueda entre nuestras ese de lo mistérico… o a la inversa.

Ese misterio no pudo sobrepasar sin embargo las cimas del Simbolismo, aplastándolo desde el Barroco con su liturgia; y a esa altura en que se dobla el siglo XX, ya no queda originalidad como la de las primeras conmemoraciones cristianas; palideciendo en el patetismo a los mártires de la literatura nacional, ante el ruboroso Cristo que es Lezama Lima. Todos los otros estaban ocupados en triunfar, no consiguiéndolo, sino fundando su trascendencia en lo histórico; sólo él se revolvía, tan sutil en sus salsas que corrige el exceso —no salvífico— de Hegel, con una línea de Mallarmé.

Tampoco es que la masa popular pueda degustar tan elaborado plato, no importa las muecas con que lo aparenten; y que siempre los descubre, al no poder distinguirlo de una mediocridad grasosa, como la de ya se dijo quién. No es que eso sea importante, como no se ocupa el aristócrata de una justicia efectiva, que sabe que no existe; pero los arabescos tienen su sentido propio, como el de estas separaciones, que se pierden si alcanzan la grosería.

Cuando Coleridge habla de fe poética, está rebajando el canto angélico a símbolo, para que el populacho lo alimente; y puede que hasta lo crea, en esa incapacidad del esteticismo dieciochesco, tan vulgar en su seudo barroquismo. La poesía, como proyección trascendente de lo real, lo refleja en su inmanencia, y por eso no es simbólico nunca; pero para saberlo habría que acceder a ese lado oculto de la escatología, diciendo más allá cuando es más acá —¡pero es una reflexión!—.

Por eso Lezama prefiere explicarlo en Mallarmé, aunque —como el catecismo— sólo sirva para unos pocos; no para el vulgo, desinteresado de otra cosa que no sea esa ficción del trascendentalismo histórico, que desconoce el metafísico. No importa, todo es escatología, la ciencia única de lo real, que sólo salva lo que desecha, liberándolo de responsabilidad; es decir, no habría dos ciencias —una uránica y otra pandemós— sino sólo una, y esta es siempre pandemós; pero ese es el súbito que sorprende al iniciado, cuando entra en el círculo de fuego y los otros sólo lo ven arder.

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