Thursday, May 1, 2025

Potencia y Teleología: Realismo Trascendental y Trascendentalismo Peirceano

Si una tradición se acerca al realismo Trascendental, es el Trascendentalismo norteamericano, de Charles. S. Peirce; más aún que la aristotélico-tomista, de la que se deriva, o la Casuística, con la que se relaciona explícitamente. Esto, no sólo por sus fundamentos ontológicos, sino en su esfuerzo por reconstruir una comprensión práctica de lo real; es decir, que se sobreponga a toda predeterminación epistemológica en su propia objetividad, reconociendo la de lo real.

En este sentido, tanto Peirce como este realismo proponen una comprensión de la estructuralidad de lo real; aunque con presupuestos distintos, pues Peirce construye una teoría semiótica, en que la realidad se expresa en signos, relaciones y hábitos. Para el realismo trascendental, los signos forman parte de la expresión política, en su convencionalidad, como cultura; participan de la comprensión de lo real, pero no en lo real en sí —como epifenómeno—, sino apenas como efecto secundario.

Charles S. Peirce
Coincidentemente, su noción de terceridad plantea un principio de continuidad entre lo inmediato y lo efectivo; fundando su ontología de la mediación, en que el universo no sólo es inteligible, sino que se estructura en el hábito de razonar. De ahí que su synechism, como continuidad, no sea una hipótesis física o lógica, sino todo un postulado metafísico; en el que el Ser está entrelazado por relaciones constantes, con un valor teleológico (ágape) que guía la evolución de lo posible a su actualización.

Frente a eso, el Realismo Trascendental reconoce la estructura relacional en que se organiza el Ser, como ese Synechism; pero no reconoce ninguna finalidad intrínseca al mismo, y carece por tanto de teleología o fin trascendente (ágape). No hay amor como principio ontológico, ni progreso como necesidad estructural que impulse esa evolución; sino que lo que hay es Potencia, y no como posibilidad moral ni dirección, sino en el tejido mismo del caos primigenio; cuyas relaciones —aunque indeterminadas— son siempre funcionales, dando forma a esa estructuralidad de lo real.

Entropía política
En este esquema, el Ser no se desarrolla según una racionalidad superior, sino que emerge por reflexión estructural; al modo en que los campos de energía se pliegan sobre sí mismos, para generar formas, en la función de esas relaciones. Así, la conciencia no es un sujeto que conoce, sino un eje reflectivo, que convierte el caos funcional en experiencia; y en vez de una tercera instancia entre primeridad y segundidad, lo que hay es una relación entre fenómeno y epifenómeno.

Eso quiere decir que no hay duplicación o sombra, sino realización como reflejo del potencial (caótico), ya organizado; y esa relación estructural es continua pero no progresiva, como obedeciendo a un fin, sino a su propia realidad práctica. En esta diferencia se aclara también la afinidad, en que ambos sistemas niegan que la realidad sea producto del pensamiento; pues ambos postulan que lo real posee consistencia ontológica, previa a toda codificación cultural como reflexión.

Sin embargo, mientras Peirce postula al signo como mediación, este realismo lo disuelve en su condición relacional; pues la estructura no comunica sino que funciona, no significa sino que se refleja, y en esto se extiende como humana. Por eso, aunque el Realismo Trascendental es pragmático, no es pragamaticista, más cerca del utilitarismo casuístico; y en ese sentido, puede decirse que el Realismo Trascendental es más radicalmente realista que, por el sustrato trascendental de este; pues en la teleología de Peirce se percibe claramente un substrato trascendental pero del Idealismo, no del Realismo.

Esto es interesante, porque Peirce muestra una evolución crítica del Idealismo, que puede predecir el Realismo; en tanto esta corrección suya es más efectiva que el Materialismo —como seudo realista—, por su ontología. Así, Peirce no necesita del espíritu para que la materia sea inteligible, porque está en la materia misma ser inteligible; tampoco necesita ni de una semiosis infinita para que el Ser se manifieste, porque el Ser mismo provee esa semiosis.

A Peirce le basta con la estructura, como proyección funcional de la potencia, en la que esta desarrolla sus probabilidades; pero contrario a su Pragmatismo, aunque sí hay continuidad entre los fenómenos, no es por evolución teleológica; sino por la condición misma de lo real, como relación entre el fenómeno y el epifenómeno, en su potencia subyacente. La política, la ética y la cultura, entonces, no son para el Realismo Trascendental etapas de un desarrollo humano; sino estructuras derivadas de su misma potencia caótica, realizadas en función de su propia lógica relacional.


 

Tuesday, April 29, 2025

Whigman Montoya y la historia de El Lyceum y Lawn Tennis Club

W.E.B. Du Bois es una de las mentes más brillantes de la sociología, pero no puede evitar el sesgo ideológico; por eso, sus investigaciones cuentan con cuerpos gloriosos, pero sobre bases endebles que tiene que superar. Eso es inevitable, la intuición es una forma de prejuicio, y la investigación el juicio a que da lugar en su superación; y algo así ocurre con este libro de Whigman Montoya, como tesis de maestría en los ambientes políticos universitarios.

Por eso, como en la mayoría de los casos, el interés aquí permanece pospuesto a la justificación de su objeto; que en este caso feliz es corta, como requisito indispensable que no se puede eliminar, en la base del libro. Desde ahí, esta investigación se dirige a uno de los fenómenos más curiosos e ilustrativos de la Cuba republicana; explicando, como tejido que surge de las manos expertas de los ancianos, las raras tramas de la cultura nacional.

Entre las sorpresas del libro, y sacudiéndose apenas la introducción, está la riqueza —y violencia— política del país; con un rosario en la segunda década del siglo XX, en el que destaca el feminismo, no la cuestión racial y el comunismo. De cierto, pareciera que el feminismo cobra relevancia con el desplazamiento del conflicto racial en la crisis de 2912; pero ya ese mismo año aparece el Partido Sufragista, con la fusión de tres anteriores, que ilustran su activismo.

De esto trata la creación del Lyceum de la Habana en 1928, que es el objeto al que este libro llega entusiasmado; enmarcado además históricamente, en la culminación del cambio desde el siglo XIX y la Primera Guerra Mundial. Como curiosidad importante hasta lo referencial, su vínculo con el Grupo Minorista, tan importante para la cultura nacional; y que subordinando la cultura —en su especialidad intelectual— a su expresión política, explicaría muchos problemas.

Puede decirse que la investigación logra afincarse tan pronto como la página veinticinco, terminando su introducción; al describir el espíritu del fenómeno que la interesa, con una cita de apariencia banal pero densa, de Jorge Mañach. En esta naturaleza compleja, sería que radique la importancia de este libro, siquiera actualizando nuestros conflictos; como una pausa necesaria, desde la que entender esa realidad sin la intemperancia de los juicios morales, con inteligencia.

Uno de esos fenómenos, que el libro sólo roza pero destaca elementos importantes, es el de la integración racial; en un testimonio, en que se reconoce que las mujeres negras no entraron al Lyceum hasta muy tarde. El guiño es a la inconsistencia del elitismo intelectual, que monopoliza la cultura en su administración; confundiendo sus intereses de clase media con los populares, en su propia contradicción con la burguesía.

Por supuesto, las mujeres negras no integraron el Lyceum, porque este carecía de interés existencial en su cultura; su especialidad intelectual le prevenía de una comprensión efectiva de lo real, fuera de ese intelectualismo. Sólo el ejercicio práctico del arte plástico, por su formalismo, accedía a esa expresión genuina de lo popular; que aun así torcía con sus subordinaciones ideológicas, como es lo propio del intelectualismo moderno.

Incluso en la ilustración de ese conflicto marginal, este libro es importante, como cuestionamiento de esa realidad; desde el que podría comprenderse a esta misma como la cultura, en ese fenómeno complejo y precioso de sus asociaciones. Whigman Montoya ha satisfecho con su gesto una necesidad capital, que es la comprensión de nuestra realidad; abriendo una de las ventanas a su paisaje, descuidado y hermoso como un jardín antiguo en el que aún se puede caminar.


Sunday, April 27, 2025

La inflexión de Marcel Duchamp

Nacido en Francia 1887, Marcel Duchamp es sin dudas la inflexión con que el arte pasa de moderno a contemporáneo; lo que se ve en las paradojas del desarrollo que lo trasciende a él mismo, volviendo dogma su anti dogmatismo. Esa sola contradicción bastaría para probar la inconsistencia de todo el arte contemporáneo, que cuelga de sus hombros; como última expresión, al fin y al cabo, de esa naturaleza contradictoria e inestable que es Europa desde Westfalia (1648).

Lo que está ocurriendo en la segunda mitad del siglo XIX, es la disolución de la Modernidad en lo contemporáneo; explicando esas filiaciones del mismo Duchamp con el Dada, al tiempo que el Simbolismo derrota al parnasianismo. En Cuba, Carlos Enríquez, sobrepasado por su propia teluridad, se preciaba de que el arte plástico se hacía subjetivo; sólo que Duchamp, con su excelencia técnica, carecía de la violencia existencial del experiencialista (¿Dasein?) Enríquez; al punto de que este puede adecuarse en un criollismo temático, mientras que el francés sólo puede intelectualizarse en el concepto.

Es así cómo influye el contexto, con el llamado Nuevo Mundo en la potencia de Occidente, ante la vetustez europea; que es el problema de Duchamp, recipiente de una tradición de artesanía familiar, retraída ante el avance de la fotografía. Duchamp es un artesano, empujado a la intelectualidad por la creciente falta de sentido de su oficio para la clase media; que como las artes en general, rinde a la filosofía política el formalismo, vacío ya del potencial económico de esa clase.

Recuérdese que, siquiera potencialmente, el arte suplía las necesidades reflexivo existenciales de la cultura; constreñidas por la filosofía desde el empujón cartesiano, ya paroxístico de Spinoza a Kant y de este a Hegel. Ese suplemento era necesario, porque la complejidad de su objeto lo hacía inaccesible, en la impopularidad teológica; pero desparramado desde el mismo año uno del 1900, cuando Plank postula la discreción cuántica, y pone en crisis la física clásica.

La física, como inmanencia propia de lo real en su naturaleza, es el objeto reflexivo del arte en su carácter formal; y esta es pues la crisis resuelta por Duchamp, transitando desde el pragmatismo artesanal al extremo formalismo cubista; a donde llega luego de una estación fauvista, en la que probablemente sea su estapa más prolífica. Eso sin embargo es en una huida de la vaciedad, que lo obliga al falso refugio del intelectualismo, no una posibilidad; y lo problemático es ese intelectualismo postmoderno, como objeto de consumo, producido por y para la clase media; con el que esta justifica su injustificable inmanencia, interfiriendo en la continuidad funcional de la burguesía y el proletariado.

Es difícil afirmar qué ocurre dentro de la cabeza de nadie, pero la parábola de Duchamp se agota en el urinario; que no da lugar a nada nuevo o creativo en él desde entonces, sirviendo como punto final de su experiencia vital. Todo el conceptualismo posterior cuelga de ese artefacto, pero como desde el pomo de una puerta abierta al vacío; que sería la decepción de un artesano, obligado a una intelectualidad tan profusa como ajena, en el comercialismo.

De ahí esos sin sentidos de los contemporáneos, tratando de congraciarse con la burguesía con discursos humanistas; pero tan patéticos en el esfuerzo —de bufón ya viejo— que ni siquiera puede ver que se trata de una falsa burguesía; porque es sólo la alta clase media, que los mira con desdén, como ellos miraron a los artesanos en su intelectualismo. De nada de eso se puede acusar a Duchamp, cuya inflexión es la del tiempo, pero cuando este es más  grande que él; aplastando su inmanencia de pintor con el esplendor transhistórico, como una cubeta de vacío sobre la posteridad.


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