Thursday, May 8, 2025

Papa León XIV, el enigma de San Agustín

La Iglesia no elegiría papas sino que los exhumaría, de esas contradicciones que el tiempo olvida pero el Espíritu no perdona; y así, León XIV no habría sido electo sino activado, en la satisfacción de una necesidad. En principio, pareciera que el sistema se retrae hacia el nervio antiguo, agudo y apenas visible del agustinismo; un nombre sin gloria y sin escándalo, casi anodino de tan operativo, bajo el que sin embargo algo cruje.

En tiempos de descaracterización, ya nadie entiende la cuestión del carisma en las órdenes religiosas del catolicismo; pero no se trata de una unción, sino de una disciplina que forma el carácter, y marca un estilo de trabajo y vida. El papa León XIV es agustino de vocación, y eso es más importante que la legitimación que busca en León XIII; en definitiva, ni Juan Pablo II fue Juan Pablo I, ni Benedicto X fue Benedicto IX, sino que en ellos se justificaron; y León XIII era jesuita —no agustino—, explicando el intelectualismo teológico que quizás lo haga tan atractivo a este.

Podríamos no estar ante una restauración ni una reforma, sino una suerte de repliegue, que potencia una inflexión; como el giro imperceptible de un péndulo, que cruza su punto muerto y va hacia otra vuelta del mismo bucle. Hay algo profundamente agustiniano en eso, y no por devoción teológica, sino por estructura mental y propósito; como el Agustín de Hipona que fue su magister, pero no como santo del recogimiento, sino estratega del alma.

Agustín no subió a las alturas del éxtasis, sino que trazó las líneas entre lo humano y lo divino, con pulso legal; derrotó al mitraísmo con argumentos, al pelagianismo con doctrina, y al donatismo con política, administrando la gracia. Su revolución fue en eso funcional y eficiente, colocando al obispo en el centro de la economía de la salvación; y desde entonces, la gracia no se da directamente, sino que se administra desde el substancialismo de Dios.

León XIV hereda ese modelo, no salva ni moraliza, ni mucho menos enciende concilios con problemas del más allá; su perfil sugiere la reactivación de una eclesiología en que la Iglesia no habla más fuerte, sino se rearticula. Además de eso, León XIV lleva el pragmatismo de la iglesia norteamericana, que no conoció el exceso del Barroco; sino que se forma a la defensiva, contra la sobriedad calvinista de un protestantismo por principio, como naturaleza.

El obispo Prevost fue misionero en Perú, pero como canciller y director de seminario, cuando la teología de la liberación; eso quiere decir que era parte de la jerarquía y no de la revolución, de una orden además que mantuvo su distancia. Después de eso, llegaría a encabezar su orden en Roma, a donde no se llega a golpe de ingenuidad sino de destreza; que es en definitiva lo que se necesita para navegar las turbulencias vaticanas, con más pescadores que peces.

A primera vista podría parecer un tecnócrata, pero no hay que dejarse engañar por esa sobriedad, que no es estética; los agustinos no son tecnócratas sino cínicos, y saben que la estructura de la fe no es el entusiasmo, sino la resistencia. En ese sentido, León XIV podría no ser un gestor, sino un calibrador, como San Agustín, que culmina la patrística; y que no funda una escuela, pero deja una herencia mucho más profunda, fundando una hermenéutica del alma.

Eso fue lo que recogió Santo Domingo, el catedrático de San Agustín, que adopta su hábito y hace doctrina de su intuición; y si el agustinismo administra la gracia, el tomismo la interpreta, y en ese tránsito se juega el destino de la Iglesia. León XIV entonces, tal vez no inaugure una era, pero —como San Agustín— podría ser el suelo en que algo nuevo brote; podría no ser recordado como fundador sino detonador, de presencia callada y racionalidad estructural, pero imponente.

Su sobriedad litúrgica podría estar preparando la matriz de una nueva síntesis, como la que cerró la patrística; y que operada por el santo de Hipona, diera ligar a la escolástica, y con ello al humanismo moderno. En tiempos donde todo busca mostrarse, tal vez el mayor gesto político sea el del silencio en la imposición de la calma; y León XIV quizás no sea el rostro de una nueva Iglesia, sino que tan sólo borre el tumulto anterior, limpiando el lienzo con paciencia.

 

Thursday, May 1, 2025

Potencia y Teleología: Realismo Trascendental y Trascendentalismo Peirceano

Si una tradición se acerca al realismo Trascendental, es el Trascendentalismo norteamericano, de Charles. S. Peirce; más aún que la aristotélico-tomista, de la que se deriva, o la Casuística, con la que se relaciona explícitamente. Esto, no sólo por sus fundamentos ontológicos, sino en su esfuerzo por reconstruir una comprensión práctica de lo real; es decir, que se sobreponga a toda predeterminación epistemológica en su propia objetividad, reconociendo la de lo real.

En este sentido, tanto Peirce como este realismo proponen una comprensión de la estructuralidad de lo real; aunque con presupuestos distintos, pues Peirce construye una teoría semiótica, en que la realidad se expresa en signos, relaciones y hábitos. Para el realismo trascendental, los signos forman parte de la expresión política, en su convencionalidad, como cultura; participan de la comprensión de lo real, pero no en lo real en sí —como epifenómeno—, sino apenas como efecto secundario.

Charles S. Peirce
Coincidentemente, su noción de terceridad plantea un principio de continuidad entre lo inmediato y lo efectivo; fundando su ontología de la mediación, en que el universo no sólo es inteligible, sino que se estructura en el hábito de razonar. De ahí que su synechism, como continuidad, no sea una hipótesis física o lógica, sino todo un postulado metafísico; en el que el Ser está entrelazado por relaciones constantes, con un valor teleológico (ágape) que guía la evolución de lo posible a su actualización.

Frente a eso, el Realismo Trascendental reconoce la estructura relacional en que se organiza el Ser, como ese Synechism; pero no reconoce ninguna finalidad intrínseca al mismo, y carece por tanto de teleología o fin trascendente (ágape). No hay amor como principio ontológico, ni progreso como necesidad estructural que impulse esa evolución; sino que lo que hay es Potencia, y no como posibilidad moral ni dirección, sino en el tejido mismo del caos primigenio; cuyas relaciones —aunque indeterminadas— son siempre funcionales, dando forma a esa estructuralidad de lo real.

Entropía política
En este esquema, el Ser no se desarrolla según una racionalidad superior, sino que emerge por reflexión estructural; al modo en que los campos de energía se pliegan sobre sí mismos, para generar formas, en la función de esas relaciones. Así, la conciencia no es un sujeto que conoce, sino un eje reflectivo, que convierte el caos funcional en experiencia; y en vez de una tercera instancia entre primeridad y segundidad, lo que hay es una relación entre fenómeno y epifenómeno.

Eso quiere decir que no hay duplicación o sombra, sino realización como reflejo del potencial (caótico), ya organizado; y esa relación estructural es continua pero no progresiva, como obedeciendo a un fin, sino a su propia realidad práctica. En esta diferencia se aclara también la afinidad, en que ambos sistemas niegan que la realidad sea producto del pensamiento; pues ambos postulan que lo real posee consistencia ontológica, previa a toda codificación cultural como reflexión.

Sin embargo, mientras Peirce postula al signo como mediación, este realismo lo disuelve en su condición relacional; pues la estructura no comunica sino que funciona, no significa sino que se refleja, y en esto se extiende como humana. Por eso, aunque el Realismo Trascendental es pragmático, no es pragamaticista, más cerca del utilitarismo casuístico; y en ese sentido, puede decirse que el Realismo Trascendental es más radicalmente realista que, por el sustrato trascendental de este; pues en la teleología de Peirce se percibe claramente un substrato trascendental pero del Idealismo, no del Realismo.

Esto es interesante, porque Peirce muestra una evolución crítica del Idealismo, que puede predecir el Realismo; en tanto esta corrección suya es más efectiva que el Materialismo —como seudo realista—, por su ontología. Así, Peirce no necesita del espíritu para que la materia sea inteligible, porque está en la materia misma ser inteligible; tampoco necesita ni de una semiosis infinita para que el Ser se manifieste, porque el Ser mismo provee esa semiosis.

A Peirce le basta con la estructura, como proyección funcional de la potencia, en la que esta desarrolla sus probabilidades; pero contrario a su Pragmatismo, aunque sí hay continuidad entre los fenómenos, no es por evolución teleológica; sino por la condición misma de lo real, como relación entre el fenómeno y el epifenómeno, en su potencia subyacente. La política, la ética y la cultura, entonces, no son para el Realismo Trascendental etapas de un desarrollo humano; sino estructuras derivadas de su misma potencia caótica, realizadas en función de su propia lógica relacional.


 

Tuesday, April 29, 2025

Whigman Montoya y la historia de El Lyceum y Lawn Tennis Club

W.E.B. Du Bois es una de las mentes más brillantes de la sociología, pero no puede evitar el sesgo ideológico; por eso, sus investigaciones cuentan con cuerpos gloriosos, pero sobre bases endebles que tiene que superar. Eso es inevitable, la intuición es una forma de prejuicio, y la investigación el juicio a que da lugar en su superación; y algo así ocurre con este libro de Whigman Montoya, como tesis de maestría en los ambientes políticos universitarios.

Por eso, como en la mayoría de los casos, el interés aquí permanece pospuesto a la justificación de su objeto; que en este caso feliz es corta, como requisito indispensable que no se puede eliminar, en la base del libro. Desde ahí, esta investigación se dirige a uno de los fenómenos más curiosos e ilustrativos de la Cuba republicana; explicando, como tejido que surge de las manos expertas de los ancianos, las raras tramas de la cultura nacional.

Entre las sorpresas del libro, y sacudiéndose apenas la introducción, está la riqueza —y violencia— política del país; con un rosario en la segunda década del siglo XX, en el que destaca el feminismo, no la cuestión racial y el comunismo. De cierto, pareciera que el feminismo cobra relevancia con el desplazamiento del conflicto racial en la crisis de 2912; pero ya ese mismo año aparece el Partido Sufragista, con la fusión de tres anteriores, que ilustran su activismo.

De esto trata la creación del Lyceum de la Habana en 1928, que es el objeto al que este libro llega entusiasmado; enmarcado además históricamente, en la culminación del cambio desde el siglo XIX y la Primera Guerra Mundial. Como curiosidad importante hasta lo referencial, su vínculo con el Grupo Minorista, tan importante para la cultura nacional; y que subordinando la cultura —en su especialidad intelectual— a su expresión política, explicaría muchos problemas.

Puede decirse que la investigación logra afincarse tan pronto como la página veinticinco, terminando su introducción; al describir el espíritu del fenómeno que la interesa, con una cita de apariencia banal pero densa, de Jorge Mañach. En esta naturaleza compleja, sería que radique la importancia de este libro, siquiera actualizando nuestros conflictos; como una pausa necesaria, desde la que entender esa realidad sin la intemperancia de los juicios morales, con inteligencia.

Uno de esos fenómenos, que el libro sólo roza pero destaca elementos importantes, es el de la integración racial; en un testimonio, en que se reconoce que las mujeres negras no entraron al Lyceum hasta muy tarde. El guiño es a la inconsistencia del elitismo intelectual, que monopoliza la cultura en su administración; confundiendo sus intereses de clase media con los populares, en su propia contradicción con la burguesía.

Por supuesto, las mujeres negras no integraron el Lyceum, porque este carecía de interés existencial en su cultura; su especialidad intelectual le prevenía de una comprensión efectiva de lo real, fuera de ese intelectualismo. Sólo el ejercicio práctico del arte plástico, por su formalismo, accedía a esa expresión genuina de lo popular; que aun así torcía con sus subordinaciones ideológicas, como es lo propio del intelectualismo moderno.

Incluso en la ilustración de ese conflicto marginal, este libro es importante, como cuestionamiento de esa realidad; desde el que podría comprenderse a esta misma como la cultura, en ese fenómeno complejo y precioso de sus asociaciones. Whigman Montoya ha satisfecho con su gesto una necesidad capital, que es la comprensión de nuestra realidad; abriendo una de las ventanas a su paisaje, descuidado y hermoso como un jardín antiguo en el que aún se puede caminar.


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