El tambor y el laúd
Cuenta la
tradición que el teatro surgió de las procesiones pánicas, cuando los himnos
procesionales accedieron al intercambio dramático entre el cantor y el coro; lo
que se habría facilitado por el carácter percutivo que primaba en su música,
apoyada en los tambores, aunque se auxiliara con el lirismo aún primario de las
siringas. No por gusto entonces la novela pastoril sería relegada por la epopeya
y la tragedia, dado que su sensualidad era el reflejo de otro cosmos; como en
la poesía misma, la lírica reflejaba un cosmos femenino y burgués, sensual y por
ende doméstico, subordinado. Sólo que es esta subordinación la que desarrolla
una receptividad, y donde reside la fuerza demoledora del Tao; en el ser
pasivo, cuya debilidad lo protege del riesgo y es así la custodia de toda
posteridad, el cáliz en que Dios deposita el semen eucarístico (humus
spermatikós).
Probablemente
un milenio después de ese surgimiento de
la tragedia, una biznieta de Mahoma inauguraría
la nueva cultura; en un juicio singular, la Sukaya Bin Hussein recibe la
maravilla persa del laúd, cuya obscenidad morfológica desterrará la sobriedad
religiosa del tamboril, y dará inicio a la poesía árabe. Está claro que esta
última afirmación es excesiva, pero no si reduce las complejidades
antropológicas a una representación de valor referencial; en la que podría
reconocerse la evolución propia de los fenómenos en tanto formales, no de forma
puntual pero sí sistémica. Después de todo, cerca de un milenio después de esta
ocasión, volverá a repetirse la escena como un minué exhaustivamente ensayado; pero
más vertiginoso cada vez, en las vueltas de ese vals cuya única variación
consiste en la velocidad de sus figuras y que llaman dialéctica de lo histórico;
cuando los negros esclavos de los Estados Unidos utilicen el ritmo de sus
cantos de trabajo para refugiarse en Dios, pero más tarde accedan al lirismo
que los refleje a sí mismos, en su sensualidad.
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