La partida (The last match) en el cine cubano
Al cine de Ernesto Daranas se lo
disputan las partes en pugna, lo mismo criticándole su estética decadentista
que alabándole por asumir lo que no asume el periodismo cubano; y ambas
visiones están obviamente equivocadas, al no responder en ningún caso a un
presupuesto estético sino a una necesidad política. No obstante, su
singularidad sí sería una dimensión efectiva de lo político, en tanto liberación
en que puede realizarse por fin el cine cubano; copado hasta ese nivel de la
crisis económica nacional por la suficiencia y el triunfalismo intelectual del
neorrealismo italiano, con el que triunfó Gutiérrez Alea en el enfrentamiento
con que se creó el ICAIC. Recapitulando esa historia, se trata del enfrentamiento
primero, en que Alfredo Guevara consiguió prevalecer; gracias a lo cual triunfó
la tendencia del neorrealismo italiano de Gutiérrez Alea sobre la de la nueva
ola francesa del grupo de Cabrera Infante, ambas aprovechando la coyuntura
riquísima de la epopeya revolucionaria como telón de fondo. Desde entonces, el
cine cubano parecía asombrar con su relativamente alto nivel crítico ante los
problemas del país; que sin embargo se reducía a una apología documental, en la
que además los problemas eran producidos por la nueva burguesía que eran los
burócratas —así en abstracto— y nunca la imposible obstinación o torpeza revolucionaria.
Semejante esquema inmovilista se
mantuvo con la misma estabilidad del presupuesto del ICAIC como organismo
político, pagado por el Comité Central del PCC; es decir, hasta que la debacle
del campo socialista obligó a las instituciones a buscar el patrocinio de
empresas extranjeras, en coproducciones que arrastraron el cine nacional a su
decadencia final. Es ahí cuando una circunstancia singular como la Escuela del
Nuevo Cine Latinoamericano da lugar en el espectro nacional a un director
foráneo, que dará el pistoletazo de salida a una nueva dramaturgia; desde que
Benito Zambrano asentara el ícono de Habana Blues, sobre el que ya Daranas
puede comenzar lo que parece ser una trilogía espesa y en proceso, con Los
dioses rotos y Conducta. Es en ese marco, después de todo eso, que puede
hablarse de La partida, de Antonio Hens; que español como Zambrano, parece
fijar ese nuevo rumbo de una cinematografía a la que sólo muy genéricamente se
le podría vincular con la nueva ola, si a algo.
En realidad, La partida va más allá
de una estética determinada, y si se puede hablar de aquella nueva ola es
porque explora el dramatismo más existencial; pero después de todo eso es lo
propio del arte, y sobre todo si se trata de una postmodernidad que ya se
sacude lo de modernismo decadente para encontrar su propio rostro. Es decir, en
este filme no recurre ni siquiera la depauperación social de lo cubano; lo que
gracias a Dios lo hará inservible para los que lo reducen todo al discurso y la
necesidad política, y le permitirá centrarse en su propio objeto. De eso es de
lo que se trata aquí, por fin una ficción que en esto tiene la facultad de
reflejar la realidad sin las cortapisas de lo ético; pero conmoviendo y
dirigiéndose a la aristotélica catarsis a través de la tragedia más genuina de
su dramaturgia, con sus riquísimos caracteres. Para eso se vale de muchos
efectos que hacen del cine un arte, con deficiencias —como caracteres no
resueltos en su secundariedad— que no le quitan lo grandioso; en una propuesta
como no se veía desde aquella extrañeza que fue la teatralidad de María Antonia
(Sergio Giral, 1990) en medio de aquellos discursos neorrealistas; y que no por
gusto era como esta una historia de marginalidad hasta en la estética, anclada
para más ficción en un mito religioso.
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