Monday, November 3, 2014

Carlos Victoria y la generosidad del crítico

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Cuando Antonio José Ponte en un momento de esplendor publicó El libro secreto de  los origenistas, se declaró a sí mismo celador antes que curador del museo; con eso dejaba claro que el parámetro al que sujetaba los inteligentes giros de su prosa era la mediocre mezquindad del desarrollo político de nuestra literatura. No es para criticárselo, si es con esas histerias con lo que se ganan las cabezas de playa sobre las que luego se edifica la elegante moderación; y en efecto, sólo después de vertida la sangre en las hecatombes es que los dioses acceden a mostrar el rostro, y aún así de soslayo. Carlos Velazco irrumpe en el panorama de nuestra crítica con esa misma parsimonia de los adivinos, que no ignoran la sangre de los sacrificios pero tampoco le prestan atención; es esa la elegancia con que efectivamente puede ir recolectando testimonios que reparen la historia destrozada, más efectivo en su calma reivindicación, por ser su interés puramente literario. Es de ese modo que una invitación suya a conocer a Carlos Victoria merece atención, está basada en su propio prestigio como investigador; con un alud de referencias que van desde la indagación —en conjunto con su esposa— con que  sigue los pasos del cronista Guillermo Cabrera Infante, en dos libros de los que el menor se lleva varios premios.

Velazco ya se había acercado a Carlos Victoria, cuando publica —también en conjunto con Elizabeth Mirabal— Chakras, historias de la Cuba dispersa; con el trabajo probablemente más completo y complejo de ese libro dedicado precisamente a Carlos Victoria, en una suerte de experimento que recuerda al Rashomón de Akira Kurosawa. Ahora, en un trabajo para la revista Conexos, extiende esta invitación a Carlos con una mesura y cautela que le sigue haciendo merecedor de admiración y respeto; no ya por las virtudes del tema o de la prosa, que al fin y al cabo ese es el oficio, sino incluso por la honestidad con que se acerca al personaje. Velazco llega a ser el primero que menciona abiertamente uno de los tópicos más maliciosamente soterrados de la literatura de Carlos Victoria; el de la coincidencia temática, y de título y tratamiento entre uno de sus cuentos más elogiados y otro del verdadero clásico cubano —que murió con menos bombo— que es Carlos Montenegro, El resbaloso. De hecho el resbaloso existió, es una leyenda popular camagüeyana sobre voyerismo delincuente (Ver), y Velazco nos recuerda que también fue tratado por Carpentier; lo que llama la atención es la incapacidad para haber tocado el asunto antes y claramente por el entorno del escritor, lo mismo en la ignorancia imposible que en la complicidad innecesaria.

Victoria en definitiva era un escritor mediocre, sin otra virtud que el carácter sombrío de sus historias; que podrían ser buenos referentes de la circunstancia socio política de su generación, y hasta válidas como indagación personal sobre sus propios traumas, pero sin que nada de eso tenga de suyo valor literario. Entiéndase, no se afirma que Carlos Victoria fuera un mal escritor sino que no era malo; eso es lo que no es un valor literario, y deriva la atención sobre la intensidad de su desgracia personal —presente en su literatura—, que tampoco es un valor literario. Nada de eso importa, es probable que a Velazco su propia realidad le haya vendido esta historia como la misma sublimidad de Reinaldo Arenas; en la necesidad de una generación venida a menos por la dilapidación —culpable o no— del patrimonio familiar, nada que su propia inteligencia no le permita dilucidar con el tiempo. Mientras tanto, eso sí, Velazco entrega una curaduría que vale la pena seguir de cerca; como desenrollando un ovillo afiligranado por todas las historias que en nuestro mundo han sido, y a la que sólo puede acceder el crítico con inteligente generosidad. No hay que olvidar que la mojigatería es hipócrita y sólo oculta la intención de los aprovechados en el convencionalismo; y Victoria fue de todo menos hipócrita en la dignidad de su pobreza, contrario a muchos de los que le alimentan el mito.

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