Carlos Victoria y la generosidad del crítico
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Cuando Antonio José Ponte en un momento de esplendor
publicó El libro secreto de los origenistas, se declaró a sí mismo
celador antes que curador del museo; con eso dejaba claro que el parámetro al
que sujetaba los inteligentes giros de su prosa era la mediocre mezquindad del
desarrollo político de nuestra literatura. No es para criticárselo, si es con
esas histerias con lo que se ganan las cabezas de playa sobre las que luego se
edifica la elegante moderación; y en efecto, sólo después de vertida la sangre
en las hecatombes es que los dioses acceden a mostrar el rostro, y aún así de
soslayo. Carlos Velazco irrumpe en el panorama de nuestra crítica con esa misma
parsimonia de los adivinos, que no ignoran la sangre de los sacrificios pero
tampoco le prestan atención; es esa la elegancia con que efectivamente puede ir
recolectando testimonios que reparen la historia destrozada, más efectivo en su
calma reivindicación, por ser su interés puramente literario. Es de ese modo
que una invitación suya a conocer a Carlos Victoria merece atención, está
basada en su propio prestigio como investigador; con un alud de referencias que
van desde la indagación —en conjunto con su esposa— con que sigue los pasos del cronista Guillermo Cabrera
Infante, en dos libros de los que el menor se lleva varios premios.
Velazco ya se había acercado a Carlos Victoria,
cuando publica —también en conjunto con Elizabeth Mirabal— Chakras, historias de la Cuba dispersa; con el trabajo
probablemente más completo y complejo de ese libro dedicado precisamente a
Carlos Victoria, en una suerte de experimento que recuerda al Rashomón de Akira Kurosawa. Ahora, en un
trabajo para la revista Conexos,
extiende esta invitación a Carlos con una mesura y cautela que le sigue
haciendo merecedor de admiración y respeto; no ya por las virtudes del tema o
de la prosa, que al fin y al cabo ese es el oficio, sino incluso por la
honestidad con que se acerca al personaje. Velazco llega a ser el primero que
menciona abiertamente uno de los tópicos más maliciosamente soterrados de la literatura de
Carlos Victoria; el de la coincidencia temática, y de título y tratamiento
entre uno de sus cuentos más elogiados y otro del verdadero clásico cubano —que
murió con menos bombo— que es Carlos Montenegro, El resbaloso.
De hecho el resbaloso existió, es una leyenda popular camagüeyana sobre
voyerismo delincuente (Ver), y Velazco nos recuerda que también fue tratado por
Carpentier; lo que llama la atención es la incapacidad para haber tocado el
asunto antes y claramente por el entorno del escritor, lo mismo en la
ignorancia imposible que en la complicidad innecesaria.
Victoria en definitiva era un escritor
mediocre, sin otra virtud que el carácter sombrío de sus historias; que podrían
ser buenos referentes de la circunstancia socio política de su generación, y
hasta válidas como indagación personal sobre sus propios traumas, pero sin que
nada de eso tenga de suyo valor literario. Entiéndase, no se afirma que Carlos
Victoria fuera un mal escritor sino que no era malo; eso es lo que no es un
valor literario, y deriva la atención sobre la intensidad de su desgracia
personal —presente en su literatura—, que tampoco es un valor literario. Nada
de eso importa, es probable que a Velazco su propia realidad le haya vendido esta historia como
la misma sublimidad de Reinaldo Arenas; en la necesidad de una generación venida a
menos por la dilapidación —culpable o no— del patrimonio familiar, nada que su
propia inteligencia no le permita dilucidar con el tiempo. Mientras tanto, eso
sí, Velazco entrega una curaduría que vale la pena seguir de cerca; como desenrollando
un ovillo afiligranado por todas las historias que en nuestro mundo han sido, y
a la que sólo puede acceder el crítico con inteligente generosidad. No hay que
olvidar que la mojigatería es hipócrita y sólo oculta la intención de los
aprovechados en el convencionalismo; y Victoria fue de todo menos hipócrita en
la dignidad de su pobreza, contrario a muchos de los que le alimentan el mito.
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