De las traducciones y el Gaspar de la noche
Con la aguda erudición que le fuera propia, Jorge Luis Borges recordaría que una página de Góngora goza de la perfección de la que
carece una de Cervantes; pero que así mismo, esa perfección de Góngora no
alcanza la trascendencia de la imperfección de Cervantes, que le permite a este
—como impide al otro su perfección— sobrevivir hasta la sevicia de traductores y
editores. En todo caso, recuerda el conflicto de toda traducción, como
recomendando la mesura del equilibrista racional; porque en un caso —siempre según Borges— traducir
el espíritu es una intención tan enorme y fantasmal que bien puede quedar como
inofensiva; mientras que en el otro, traducir la letra, es una precisión tan
extravagante que no hay riesgo de que se ensaye. No obstante hay que recordar
que el mismo Borges era un escritor, y que su mejor ensayística está en un libro titulado Ficciones; porque en definitiva, el equilibrio racional es tan imposible que no
sobrepasa las cotas ficticias de la mera abstracción. El espíritu del acto mismo será lo que prime
entonces, dependiendo de la sensibilidad del lector que consume el libro lo que
determine la preferencia; pero aunque según este criterio no sea lícito argumentar
a favor de una u otra forma, igual las diferencias sí tienen sentido y es por
ello que aportan dramatismo a la experiencia.
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Al fin y al cabo, la pretensión
de literalidad busca transmitir la experiencia misma que constituyó a la obra;
la de liberalidad se contenta con el supuesto sentido de esa obra, como si este
fuera distinto de esta forma misma. Es decir, que Cervantes sea más accesible que
Góngora no lo hará mejor; y descreer de la especialidad gongorina por su
elitismo en favor de un populismo cervantista es tan hipócrita como un acto
político, careciendo de sentido como el ejercicio intelectual que es su consumo;
y que siendo a su vez un acto distinto del de producirlos, tiene por tanto un
sentido distinto que el de la industria —en la que los escritores son productores— que busca manipular al público con la
imposición de las modas como un sentido de profundidad. Eso sería lo que haga
relevante esta dicotomía ante la traducción de un clásico como el Gaspar de la noche, hoy por hoy una
suerte de libro de los libros; que semejante a Las mil y una noches introduce una estética completamente nueva, y
por ello se asienta como canon y referencia sobre la literatura. Como ante una
edición de Cervantes Vs Góngora, se puede traducir el Gaspar buscando la reproducción de su forma o la mera transmisión
de su sentido; sólo que —parafraseando al mismo Borges— el sentido no existe,
lo que llamamos sentido no es más que la compleja maquinaria de la formalidad.
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El funcionalismo de la estética postmoderna no sería
más que la decadencia del formalismo moderno, que no era funcionalista; lo que
no es una contradicción sino que se refiere a la pérdida del sentido de esa
sensibilidad cultural que fue la Modernidad en su envejecimiento. Es por eso
que un gongorismo repentino refresca el esperpento en que habría devenido ese
funcionalismo postmoderno; muy a pesar de que el mismo Borges sentenciara
dogmático que todo estilo se hace barroco en su decadencia, lo cual es una reducción
extrema. Al final, asomarse al arte desde posiciones de principios —que son
abstractas— carecería de sentido; las formas reflexivas que son las artes en
sus objetos propios rebotarían ante la preconcepción del estudioso estricto, desconociéndolas
en su sentido original; que sería por lo que el asombro habría sido transmitido
por la forma y no por el contenido, porque al final los contenidos son sólo los
mismos continentes y no otra cosa distinta, que sería sólo una abstracción
atribuida.
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