Romance de cortesanía
Ella, la
más bella mujer del universo, mi dama, se vela en modestia y advierte que puedo
estar creando un monstruo con tanta alabanza; no sabe que se trata de alimentar
precisamente ese orgullo que la haga altiva, pues no hay vida tan dulce como la
muerte de amor que te ahoga sin misericordia en el ensueño de sus brazos etéreos.
Mi dama no sabe que un piropo es sólo una florecilla, y que entre todos sólo se teje la guirnalda que enmarcará su gracioso rostro; haciéndolas palidecer ya
ante la imposibilidad de alcanzarla en su hermosura, y que es ese imperio
poderoso suyo la única tierra en que puede uno vivir. Mi dama protesta de esta
insistencia en que la ensueño, como si aún perteneciera ella a esta tierra
vulgar; como si no fuera ya un hada que consigue el milagro de que yo respire
en esos suspiros con que la pretendo, porque ya fuera de ella sólo existe el
cosmos como vacío y oquedad.
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Dante se
glorió de que en el instante último, Beatriz desvió su mirada de la
contemplación divina para posarla en él una vez más; ni tan alto premio es mi
aspiración, sólo el de poder contemplarla yo —¿qué puede ella verme a mí?— por
siempre a sus pies, de duro mármol suavizado por el cincel constante. Así doy
inicio con esta ofrenda al año de jubileo que le dedico con la traducción del
Roman de la rose, sólo para que su nombre sea perpetuo en las hojas de ese
libro; inscrito en él como el beso del rocío sobre la verde hoja del plátano,
que refresca en su muda misericordia al jutío y al mono por igual.
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