Germán Guerra, la espléndida madurez de la imagen
Por Ignacio T. Granados Herrera
El autor de Nadie ante el espejo
es sin dudas el mismo de Metal, sólo
que con más años; suficientes al menos para lograr este balance, que lo lleva
desde la estridencia a la calma gentil. Por medio están el Libro de silencio y Oficio de
tinieblas, que apuntan a esta serenidad, pero son todavía el impulso y no
el arribo; porque en ambos casos se trata de los apoyos en que el hombre se
despoja del discurso, fascinado con la imagen posible. Nadie ante el espejo es el libro donde comienza esta madurez de la
imagen, pura en sí misma, sin discurso; logro doble, que trasluce el éxtasis final
en que se comprende la vida y sus misterios, y se la transita.
Todos los poemas no tienen el mismo esplendor, ni todas las imágenes la
misma fuerza; más allá de que eso sea o no normal, respondería a la precariedad
de los tiempos, que se han tragado toda trascendencia. Lo sorprendente es este
tesón, en que el autor persiste, e incluso clarifica un objeto que es propio en
lo estético; y Guerra carga en este libro la digna voluntad con que se realiza
a sí mismo, apelando a la belleza como salvación, en su más profundo sentido
existencial.
Esa fuerza es la que sostiene a este libro, como una apuesta sobria en su
oficio y donaire; y se las arregla —lo que no es fácil— para usar palabras como
“esperanto” y “Maiakovsky” sin que le destrocen la imagen, grácil y frágil a
pesar de ello. Como curiosidad, el juego eventual con la poesía gráfica se hace
sutil en sus alcances; como en el poema Hexagrama
sin nombre, que bien pudo llamarse Hsiâ Kwo (Pequeñas
cosas), porque no sólo es el que reproduce, sino que además llega a
significarlo. En esos juegos, puede que por error, subvierte las reglas del
haiku, y sale digno del entuerto; dejando claro que hasta en disciplinas
estrictas es el poema como un cuerpo el que decide su destino, y no una
tradición burocrática en definitiva.
Por supuesto, el libro abunda en exergos y referencias, que dan cuenta del origen
libresco de un marco generacional; pero no depende de estos y se alza por sí
mismo, que es el mejor reconocimiento a todos esos a los que quiere remitirnos.
Aún, en bucle de absoluta ontología, una de esas referencias es a sí mismo, con la imagen de panes y peces, es todavía
gentil; que es el tipo de gesto en que demuestra esa madurez y dominio, como
para darse el lujo de ese juego consigo mismo.
Panes y los peces es figura recurrente para Guerra, y es así su determinación;
con un valor crístico, que marca el rumbo de este libro, y se hace sólido más
allá de la suerte individual de sus poemas. Los
nombres de la sombra es probablemente el mejor de los poemas, por lo hondo;
es el más simple y tierno, el de la angustia, en que el poeta se sabe “axis
mundi” y el horror que eso significa. Es un poema en prosa, que desecha toda
pretensión intelectual, y sólo tiene el aliento para sostenerse; pero este es
más fuerte que el mejor exoesqueleto que haya fabricado el mar, porque es la
vida para sumergirse.
El libro tiene tres cuerpos, de los que el segundo es el más espléndido,
pero en el tercero el libro descifra el enigma de su nombre; con un díptico,
que es en el que se reconoce esta escritura del que está de vuelta y sabe a dónde
vuelve, con un verso existencial. No es el mejor poema en ningún sentido, pero
sí el que explica de qué va todo en este drama; porque al final, eso es lo que
establece el libro, el drama que torna a la vida en ars poética, confirmando todo el misticismo del mundo.
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