Luis Manuel Alcántara, el arte por venir
Los niveles de educación son tan altos hoy día, que es muy difícil para un
artista tener una formación autodidacta; sin embargo, más le valdría conseguirla
hasta como su mejor especialización, para sobrevivir al desastre del
convencionalismo postmoderno. Ese, por raro que pueda parecer, es el caso de Luis
Manuel Alcántara, gracias precisamente a su marginalidad; que no es menos
difícil que una formación autodidacta hoy día y por las mismas razones, pero
que a él se la garantiza su precariedad política.
Por supuesto, el artista vive en la turbamulta de su tiempo, y cuando
escoge lo hace con el olfato, intuitivamente; tampoco conoce el mundo más allá
de la postmodernidad, que lo acapara todo en su encerrona. A su favor,
Alcántara blande esa precariedad política, que así le garantiza la relación
directa con la realidad; incluso si mantiene —tiene que mantener— sus
referencias en conceptuales y post conceptuales, como un católico antes de Descartes.
Su mismo arte sufre presiones desde lo formal, dada esa procedencia suya del
día en la calle, no de la abstracción escolástica; por eso, aún si mantiene esa
referencia conceptualista, de todas formas el silbido de su trajín diario le
recuerda dónde está la realidad. Su mejor práctica, después de todo, no fue el
asombro de los surrealistas ante la representatividad naif de los pueblos
primitivos; sino la demanda de esa primariez, que le encargaba objetos para su
culto, y que así él conoce funcional y no abstractamente.
El problema del mundo es el mimetismo, en que trata de alargar la apoteosis
moderna, ya sin sentido; se puede salvar en la medida en que abandone ese
mimetismo, con una praxis singular y propia en su excepcionalidad. Eso es lo
que no ha alcanzado Alcántara, pero como su mejor momento, que está por venir en
forma de madurez existencial; ya está bien que sea consciente de los límites de
esa intelectualización excesiva, que se olvida que sólo se puede deconstruir lo
que de hecho existe.
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Aterra el paralelismo con la encrucijada existencial en que murió el
apóstol, sacrificado como arte a la urgencia política; pero a diferencia suya,
Alcántara no es un poeta sino un plástico, y no proviene de la sublimación
moral de los idealistas. A este lo formó la calle, que es el escudo de Aquiles
con que puede pretender los muros altos de Troya que son la esencia del arte
cubano; es al menos una promesa en esa precariedad, que parece forjada por los
dioses como su mejor apuesta.
El arte cubano parecía condenado a esa muerte de la modernidad, con los
órganos de su cultura inflamados por la esclerosis; pero la realidad no conoce
huecos, se extiende y reproduce por división celular, y de todo cadáver nacen
flores. Esa excelencia intelectual que encierra al arte en Cuba rechaza la
marginalidad de Alcántara, preservándola en su pureza salvaje; algún día
descubrirá que el terror de los románticos no era la razón sino su sinsentido, y
que eso no lo resolvieron las vanguardias.
De hecho, es por esa falencia que las vanguardias son el nuevo clasicismo
dogmático, con sus exigencias intelectuales; a las que es imposible elevar la
densa realidad, so pena de perderla en el esfuerzo, como ocurre hasta ahora. Quien
tiene un pie en cada mundo no lo hace por gusto, al menos intuye que uno de
ellos es insuficiente; aunque todavía deba hacer equilibrios para mantener el otro
pie en el otro, porque como lo que viene le falta todavía esa consistencia… que
le dará él.
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