Wednesday, August 19, 2020

Luis Manuel Alcántara, el arte por venir


Los niveles de educación son tan altos hoy día, que es muy difícil para un artista tener una formación autodidacta; sin embargo, más le valdría conseguirla hasta como su mejor especialización, para sobrevivir al desastre del convencionalismo postmoderno. Ese, por raro que pueda parecer, es el caso de Luis Manuel Alcántara, gracias precisamente a su marginalidad; que no es menos difícil que una formación autodidacta hoy día y por las mismas razones, pero que a él se la garantiza su precariedad política.

Por supuesto, el artista vive en la turbamulta de su tiempo, y cuando escoge lo hace con el olfato, intuitivamente; tampoco conoce el mundo más allá de la postmodernidad, que lo acapara todo en su encerrona. A su favor, Alcántara blande esa precariedad política, que así le garantiza la relación directa con la realidad; incluso si mantiene —tiene que mantener— sus referencias en conceptuales y post conceptuales, como un católico antes de Descartes.

Su mismo arte sufre presiones desde lo formal, dada esa procedencia suya del día en la calle, no de la abstracción escolástica; por eso, aún si mantiene esa referencia conceptualista, de todas formas el silbido de su trajín diario le recuerda dónde está la realidad. Su mejor práctica, después de todo, no fue el asombro de los surrealistas ante la representatividad naif de los pueblos primitivos; sino la demanda de esa primariez, que le encargaba objetos para su culto, y que así él conoce funcional y no abstractamente.

El problema del mundo es el mimetismo, en que trata de alargar la apoteosis moderna, ya sin sentido; se puede salvar en la medida en que abandone ese mimetismo, con una praxis singular y propia en su excepcionalidad. Eso es lo que no ha alcanzado Alcántara, pero como su mejor momento, que está por venir en forma de madurez existencial; ya está bien que sea consciente de los límites de esa intelectualización excesiva, que se olvida que sólo se puede deconstruir lo que de hecho existe.

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Hay que tener en cuenta que, si el artista no ha alcanzado esa madurez, es porque precisamente está alimentándola; es la dura confrontación contra el sistema político lo que le hace acudir a esos referentes, no algo que le puedan decir formalmente. La preocupación es entonces moral y no estética, aunque se traduzca en una performance de valor estético; que es la relación a invertir, cuando pueda sobreponerse a la dificultad que así de fuerte lo cujea en esas lides existenciales.

Aterra el paralelismo con la encrucijada existencial en que murió el apóstol, sacrificado como arte a la urgencia política; pero a diferencia suya, Alcántara no es un poeta sino un plástico, y no proviene de la sublimación moral de los idealistas. A este lo formó la calle, que es el escudo de Aquiles con que puede pretender los muros altos de Troya que son la esencia del arte cubano; es al menos una promesa en esa precariedad, que parece forjada por los dioses como su mejor apuesta.

El arte cubano parecía condenado a esa muerte de la modernidad, con los órganos de su cultura inflamados por la esclerosis; pero la realidad no conoce huecos, se extiende y reproduce por división celular, y de todo cadáver nacen flores. Esa excelencia intelectual que encierra al arte en Cuba rechaza la marginalidad de Alcántara, preservándola en su pureza salvaje; algún día descubrirá que el terror de los románticos no era la razón sino su sinsentido, y que eso no lo resolvieron las vanguardias.

De hecho, es por esa falencia que las vanguardias son el nuevo clasicismo dogmático, con sus exigencias intelectuales; a las que es imposible elevar la densa realidad, so pena de perderla en el esfuerzo, como ocurre hasta ahora. Quien tiene un pie en cada mundo no lo hace por gusto, al menos intuye que uno de ellos es insuficiente; aunque todavía deba hacer equilibrios para mantener el otro pie en el otro, porque como lo que viene le falta todavía esa consistencia… que le dará él.

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