El siglo XIX culminaría la
transición —comenzada en el XVIII— al Neoclásico, que parece sólo otro exceso
del Barroco; al menos en ese formalismo excesivo, por el que la realidad se simplifica
como objeto reflexivo, en su racionalización. El problema habría estado en esa
pretensión de racionalidad evidente y positividad, como marca de la época; secuestrada
por sus élites intelectuales, y alejada así de sus posibilidades propias, bajo
el dogma humanista.
Nada más distante de lo real que
este sentido androcéntrico, necesario no obstante en su artificialidad; para
dar sentido a la cultura, como realidad de valor específicamente humano y
distinto en ello de la realidad en cuanto tal. El esfuerzo, que es final en
tanto apoteósico, sería sin embargo todavía primario, surgido con el neolítico;
urgido en esto de sucesivas correcciones, en los también sucesivos excesos en
que se desarrolla paulatinamente, como todo lo real.
En esta transición, el simbolismo
sucedería al romanticismo, reduciendo la capacidad analógica de la imagen; devenida
en una función discursiva, que la sobrepone a la extra positivad del sentido
propio con el racional. De ahí que el mismo esfuerzo de Delacroix con La
libertad guiando al pueblo, explique La balsa del Medusa de Géricault;
sólo que, más racional el primero en su función discursiva, será más eficiente
el segundo, con su apego al naturalismo romántico.
La diferencia radicaría en la
espontaneidad del gesto, que —como la intuición surrealista del automatismo—
busca la expresión pura; mientras que la acción simbolista, intelectualmente
elaborada, atribuye un sentido convencional antes que expresar uno propio de
las cosas. Más allá del propósito de Géricault y la anécdota de su carácter, la
tragedia del cuadro explicaría así su realidad; que no es la personal, porque
no está pintando un objeto personal, sino una época, que es lo que sucumbe
allí.
El medusa no sólo no era una
empresa capitalista (industrial) en sentido estricto, sino de ese modo perverso
que es el corporativismo; y esta diferencia sería la que ha justificado los
horrores del corporativismo socialista —en tanto no capitalista—, al punto de
la sublimación moral. La reducción es así maniquea, planteándose entre uno Bien
y un Mal que son de suyo convencionales; y esquiva el problema real de las
posibilidades existenciales de lo humano, más allá del dogma neocristiano del
humanismo
Es así que Géricault se alza sobre
Delacroix, cuando este arma el mito de la igualdad fraterna y libre con su
cuadro; que es una alegoría moral, no una realidad concreta como el naufragio
terrible del Medusa, que así sólo refleja. A su vez, como objeto real —en tanto
suceso histórico—, el naufragio del Medusa es más complejo de lo que puede
parecer; de ahí que posea facultades analógicas, en su reflexión de los
principios relacionales en que se realiza lo real como fenómeno.
En este sentido, el naufragio del
Medusa es atractivo para el espíritu romántico, por su extremo dramatismo; pero
siendo este, a su vez, la violencia propia de la época, reflejada en la
representación, de valor analógico. La Francia en que ocurre es la de la
restauración borbónica, que no es un proyecto orgánico y no va a ninguna parte;
la revolución es así forzada, y por eso debe recurrir a sublimaciones morales, como
todas las revoluciones desde entonces. La emergencia revolucionaria es ambigua
e inconsistente, vinculando este crisis a la de la Marcha de las pescaderas; en
un movimiento confirmado con la elaboración ideológica de Delacroix, al legitimar
los sucesos de 1830 con los de 1789.
La misma marcha de las pescaderas,
con todo y su dramatismo simbólico, es sólo el fruto de la manipulación; con el
informe del ministro de finanzas sobre los gastos de la corona, que esquivaba
las partidas de la guerra estadounidense. No es extraño que como tradición, la
ideología armada sobre esto conduzca a tragedias como la del Medusa; incluso si
ocurre en medio de la restauración, porque es esa inconsistencia suya —de la
que la revolución es sólo un efecto— la que perdura en la república moderna.
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