Saturday, March 8, 2025

Digresiones de lo negro en Cuba II

En la negritud de sus culturas, Haití y Cuba comparten elementos más profundos que el símbolo del tocororo (Caco); que abanderara el levantamiento contra la intervención estadounidense, hasta el sacrificio de Charlemagne Péralte. Más grave que esa coincidencia, serían las proyecciones paralelas del Vudú-Masón y la Sociedad Abakuá en sus culturas; como infraestructuras en función de emergencia, que sostienen a la sociedad en sus conflictos político-existenciales.

Sólo que en el caso haitiano, el elemento masón alcanzaría a distorsionar esta capacidad de la religiosidad vudú; torciéndolo en esa emergencia, para mantener la misma tensión occidental contra la cultura, como política. Eso lo demostrarían las tempranas crisis de la república de Boyer, conduciendo al país al entramado norteamericano; mientras —con menos suerte— la reluctancia imperial de Desalines a Christopher, preparaba la alternativa negrista de Duvalier.

Ese no es el caso cubano, incluso si eventualmente —nadie sabe— lo masón y lo abakuá se abrazan en secreto; pues la super religión cubana, que superpone funciones en la práctica, permite este tipo de extraña comunicación. Esta superposición, de darse como en los otros casos, no llegaría a fundirlos en esa función cultural de Haití y el Vudú; dada la marginalidad, en que lo masón no ofrece ventajas políticas a lo abakuá, y no puede por tanto corromperlo.

Eso quizás se deba a la fundación tardía del abakuá (1830),como alternativa social del negro cubano en su precariedad; no atractivo —en esta naturaleza popular— al ilustracionismo masón, que en Cuba es afrancesado pero no francés. La iniciativa corre así por cuenta de la ilustración negra —no la blanca—, que puede hacer sus adecuaciones y condicionamientos; creando su emergencia en la realidad crítica de sus propias diatribas, como un universo referencial propio y singular.

Esto sería lo que salve al cosmos negro —como hermenéutica— en el abakuá, como el vudú campesino en Haití; que lejos de los centros metropolitanos, escapa a esa influencia idealismo que permea a lo masón, en su practicidad. Pero por lo mismo, esto traspasa esa facultad del Vudú masón haitiano al abakuá en Cuba, que reside en esa marginalidad; no en el convencionalismo, por el que la masonería mantiene el determinismo político sobre la cultura, como muestra el vudú campesino haitiano.

Esta es la dinámica tras la doblez política de la cultura cubana, más que el racismo del Capitán General O’Donnell; porque más allá de su estrategia puntual, el racismo cubano es mimético, propio de su burguesía pronorteamericana. La Negritud cubana, con su dificultad peculiar, tiene así el excepcionalismo de su propia naturaleza cultural como política; que le permite cerrar el ciclo de la Modernidad, en una síntesis de sus determinaciones trico y no dicotómicas, como trialéctica.

A esa dinámica responde la menor, de la dicotomía entre Morúa Delgado y Juan Gualberto Gómez, en la república; adensando el elemento tricotómico de la realidad, más allá de la simplificación dialéctica de su trascendentalismo histórico. Ese habría sido el error de Estenoz, arrastrando a Ivonet en la misma guerra que compartieron con Morúa y Gómez (1906); escindiéndose en esa función trascendentalista —pero no trascendental— de lo histórico, sin la base real de su inmanencia.

A esta base real de lo inmanente, sería a lo que se refiera esa contradicción de Morúa y Gómez, como dialéctica; que es eficiente, pero en la medida en que se da como el tercer elemento (trialéctico) en esa determinación, como transhistórico. El gesto inaugural —en tanto negro— correrá por cuenta de Gómez, garantizando que la igualdad no significa africanización.

El problema es que eso se ha enfrentado sólo desde una perspectiva política de la historia, que excluye lo cultural; dando lugar a las contradicciones patentes de esa expresión política, que no recoge el carácter mestizo de la cultura. De ahí que el proceso de negrización haya sido subrepticio, dándose en el espacio propio de la clase popular; con la preservación del cosmos —epistémico existencial— de la cultura negra, justo esa marginalidad política de lo abakuá.

Digresiones de lo negro en Cuba

Tratando el fenómeno Abakuá, Alejandro Fernández Calderón atribuye el racismo cubano a un atavismo colonial[1]; lo que es problemático, aún como lugar común de la ideología anticolonial, para la comprensión efectiva de esa sociedad; que legando nuestras estructuras culturales, requeriría de un acercamiento más adecuado, como determinación existencial. En efecto, la sociedad colonial cubana es la que propicia el mestizaje, no siempre bajo la violencia esclavista sino como estilo de vida; alimentado por la convivencia de blancos pobres en conventillos y barrios negros, incluyendo la mediación activa de asiáticos; pues a diferencia del racismo norteamericano, el ibérico era integrativo y no excluyente, con su consiguiente resultado.

Eso no es una perspectiva romántica de la cultura esclavista cubana, al estilo del racismo benigno de su burguesía; sino el reconocimiento de sus diferencias funcionales, que determinan la singularidad del desarrollo político. Ahí es que debe enfatizarse el carácter burgués de ese racismo, mimetizado en su subcultura pronorteamericana; asustada del crecimiento de una clase media cada vez más mestizada, y con pretensiones políticas propias.

Esto ocurre hacia el último siglo del período colonial, pero justo con la formación de esa burguesía, en la sacarocracia; que impulsa el independentismo, como determinación económica de lo político —no a la inversa—, desde la invasión inglesa. Por eso, en todo caso, el racismo cubano no es un atavismo colonial, incluso si la colonia desarrolla su base política; sino que este es comunicado, desde la naciente burguesía criolla a su clase media, en ese mimetismo seudo aristocrático suyo.

Tampoco hay que confundirse, el racismo benigno puede ser más nocivo que el virulento del sur norteamericano; al condicionar al negro, como objeto pasivo de la sociedad, privándolo de sus propios recursos reflexivo-existenciales. Esto puede no ser culpable, en tanto subconsciente, producto de las distorsiones culturales de su propia clase política; y un ejemplo estaría en la comparación persistente de la liturgia afrocubana —desde Fernando Ortiz— con la representación teatral[2]; un lugar común, que parte de la racionalización de la reflexividad de la cultura, en función de la representación simbólica.

Eso, que distorsiona la comprensión cultura, en el elitismo intelectual desde Platón, neutraliza ahora su corrección; que corriendo por la clase popular, depende del carácter atómico de la estructura social, para realizarse en el individuo; pero es cohibido en el trascendentalismo histórico, que subordina toda individualidad, en el cuerpo social. Su importancia estaría entonces en la contradicción, no directa sino relativa y sesgada, de la especialización racial como de clase; redundando en una cultura también especial, en la que confluyen negros y blancos, en el universo religioso negro.

Eso, por ejemplo, no fue posible en Estados Unidos ni en Haití, con sus respectivos desarrollos de sentido inverso; y frente a los que el mestizaje cubano es una posibilidad existencial, de alcance incluso universal y humanista. Para eso sin embargo, hay que adecuar los referentes históricos, en sus determinaciones sobre la cultura; cuya expresión se frustra políticamente, justo por esta dificultad del trascendentalismo histórico, que aún subordina a lo negro.

La contradicción se deberá entonces a esa sujeción del negro al mito fundacional de la nación, que es de su burguesía; y traspasada a la clase media en las turbulencias del período republicano, y con esta a la ideología revolucionaria; atribuyendo a la estructura colonial sus propios vicios, camuflados en el falso clasismo de su expresión política. De hecho, es el carácter seudo burgués de esa clase media blanca, la que perpetúa este racismo, ya a veces ni tan benigno; cuando aquella burguesía original ya era seudo aristocrática, haciendo de la inconsistencia el vicio mayor de nuestra cultura.



[1]. Cf: La Sociedad abakua, los hijos de Ekpe, Editorial Ciencias Sociales, Cuba 2017, pp. 17-21

[2]. Cf: Op. cit., p 30 ss.

Monday, March 3, 2025

El evangelio de San Andrés

Una de las figuras más enigmáticas, controversiales y atractivas de todo el Cristianismo, es la de Judas Iscariote; que como apóstol de Jesús, cumple la más extraña de las misiones en el plan de salvación, con la entrega del Mesías. Eso, por supuesto, forma parte del mito fundacional de esa religión, como base a su vez de la cultura Occidental; y ese será también el caso de Andrés Petit, como apóstol de la cultura afrocubana, a la que habría abierto su negritud.

Como el caso de Judas, el de Petit incluye el trasiego de monedas de oro, a cambio de acceso al secreto salvífico; que en el cristianismo consiste en la ejecución misma de Jesús, y aquí se refiere a la integración del blanco cubano. Esto es muy interesante, porque no se trata de la integración del negro en una cultura blanca, sino a la inversa; pero en un movimiento que diluiría la profundidad cosmológica de esa cultura negra, en su adecuación de la otra.

En definitiva, como naturaleza, el mestizaje es incluso una fatalidad en Cuba, sólo frustrada en su expresión política; pero no como realidad, que es lo frustrado en esa expresión, acaparada por su seudo aristocrática clase media. De ahí la efectividad de esa transacción de Petit, permitiendo la integración definitiva del blanco en lo negro; que no es que no fuera traicionera, sino que esa es su función, en la ambigüedad propia de todo lo real. Otra cosa habría sido mantener la escinción política, por la que el blanco no accedería nunca a esa negra profundidad; con esa vigilancia de la seudo aristocracia —no de la burguesía—, con sus convenciones políticas sobre el Bien y el Mal.

En esto, si la integración del blanco conduce al desplazamiento del negro, tocará al negro su corrección; para lo que requiere ese acceso directo, que consiste en la conciliación de ambas cosmologías, en lo existencial. Eso es un fascinante, porque se resuelve en la potencia absoluta de la cultura como existencial, sin gastarse en lo político; también en definitiva, el determinismo religioso de eso político no es menos perverso que el económico, sólo más dúctil; permitiendo el atomismo de lo social, que el económico diluye en su solución política, por el poder de su corporativismo.

Esa dinámica esconde sutilezas, en la otra ambigüedad política de la clase media, actuando como seudo aristocracia; que en ello manipula a la clase popular, en su propia competencia —de intereses políticos—contra la burguesía. Es ahí donde el determinismo económico debilita la estructura cultural, desplazando su alcance existencial con el político; sólo salvable por la consistencia de esa clase popular, en la emergencia religiosa, pero sobrepuesta a la religión.

A esa paradoja responde el carácter misterioso y controversial de los apóstoles incomprensibles, como Judas y Petit; y es por eso que se resuelve en la regla singular del Mayombe (Monte) como Kimbisa, en los trasiegos litúrgicos del Fambá. No bastaba —en lo trasatlántico— el sacrificio de Sikán, hacía falta también el de su proyección etnológica (Abakuá); creciendo en una reinterpretación criolla del cosmos, que es la cultura como realidad, en su valor estrictamente humano.


Sunday, March 2, 2025

La sociedad Abakuá y el estigma de la criminalidad (reseña)

Como exceso de la tradición idealista, desde el absolutismo hegeliano, el Materialismo Histórico apunta a una necesidad; que es la de un ajuste crítico, desde las referencias históricas de lo real, a lo que es entonces el desarrollo dialéctico. Por supuesto, en eso mismo el Materialismo Histórico será insuficiente, encerrado en el bucle lógico de la dialéctica; pero es un primer estadio, en dirección a un realismo en esa comprensión de lo histórico, desde una determinación transhistórica.

Por supuesto, la presión del pensamiento dialéctico dificulta aquí la eficacia analítica con sus falsas dicotomías; como la de la objetividad o subjetividad de los valores, no comprendidos en su objetividad relativa. Aquí resalta el reconocimiento del carácter alternativo de las convenciones religiosas, al llamado “nivel micro”; que no es sino esa consistencia de lo social en lo individual, como potestad de las personas concretas.

En este sentido, se trata de explicar la función religiosa por su importancia social, como un fenómeno político; legitimando al Abakuá, conocido por su marginalidad, en el mismo trascendentalismo del mito fundacional; no ya política sino sociológicamente, dada la crisis del determinismo político, resuelto ahora como religioso. Esto es lo que hace valioso el trabajo de Ramón Torres Zayas y Odalis Pérez Martínez, en La sociedad Abakuá y el estigma de la criminalidad; incluso con el tributo a la incomprensión benigna —y aun así admirable— de ese racismo sublimado, de Fernando Ortiz a Lydia Cabrera.

El libro bordea estas dificultades, propias de su entorno político, sentando las bases para un desarrollo posterior; cuando creadas sus propias referencias críticas, el pensamiento negro emerja en su suficiencia, también política. Hay también en este libro minucias discutibles, como la nota marginal sobre del concepto de sincretismo; pero que en vez de digresivas, hacen el acercamiento más enjundioso, provocando esos tan necesarios referentes críticos.

Entre otras cosas, Zayas y Martínez, describen la contracción de la religión a lo privado como una contradicción; ya que en su institucionalidad, esta práctica provee regulaciones importantes a la organización de la sociedad. Sería sin embargo esto, como aquella objetividad relativa, lo que resuelva el carácter atómico de la sociedad, en el individuo; como ya se habría visto, en la vigilancia institucional de estas mismas religiones —y el Catolicismo— sobre la hechicería.

Pero es importante ahí este reconocimiento mismo del fenómeno, en esa ambigüedad, que relativiza la contradicción; explicando la falsa contradicción de lo individual y lo colectivo, que justifica en el trascendentalismo la coerción individual. En verdad, el libro avanza un ajuste importante del fundamento materialista en la comprensión de este fenómeno; y en este sentido, se aclara la función super estructural de la religión —como la describe el Marxismo—, pero como infraestructura.

Esta es una de las sutilezas que complican la comprensión marxista de lo real, por su dependencia del Idealismo; haciendo que este libro sea importante, al circunvalar los problemas prácticos y concretos de este acercamiento. Estos parecen así pasos pequeños —el libro es de hecho pequeño—, pero definitivos en ese valor referencial; siendo significativo que se den en función de la cultura negra, sin distorsionarlo como objeto propio de la cubana.

En este sentido y bien temprano en el libro, los autores consiguen una crítica de la crítica de la religión en Cuba; establecer una base epistemológica, tan necesaria para un acercamiento objetivo —en lo posible— al fenómeno. Se trata por tanto de un acercamiento novedoso, aún si reivindicacionista, dado que no romantiza la marginalidad; sino que se aclara el vínculo con el crimen, como correlacional —dada la marginalidad— pero no causal.

Esto permite la exposición de las funciones lógicas de esa estructuralidad cultural, en su emergencia política; permitiendo un espacio incluso institucional, para la reflexión de lo negro por lo negro, en el que desarrollar su comprensión. Como ejemplo, los autores avanzan un análisis soteriológico, que equipara el sacrificio hiper cruento (humano) al cristiano; como la base de una realidad trascendente, organizada en el sentido existencial de la religión, como político.

Como defecto, muy secundario, el análisis dificulta su fluidez con esa convencionalidad del academicismo cubano; con términos innecesariamente áridos, como “problemática” por “problema”, sólo salvados por el interés de su objeto. Sin dudas, una edición contemporánea, fuera de ese ámbito del academicismo cubano, lo beneficiaría; pero esto es por lo pronto un acercamiento suficiente, dentro de lo que se puede hacer en esa circunstancia.

Thursday, February 27, 2025

Ontología cubana, carta de afecto y respeto al Dr. Antonio Torres Zayas

 
¿Sería
la patria igual de no haber sido
por la sangre?
¿Sería la misma sin la música del
Grave corazón de Africa?
Eliseo Diego


Cualquier tradición de ontología es más efectiva si de origen africano que occidental, por su realismo práctico; que la adecua constante en su comprensión progresiva de la realidad, antes que en el dogma de una abstracción. Esto es importante, como determinación hermenéutica de esa comprensión de lo real, que resuelve como ontología; con una eficiencia que es existencial, en su determinación a su vez de lo real en cuanto humano, como cultura.

De ahí el defecto intrínseco de la antropología cubana, en su comprensión del fenómeno negro en su cultura; como un vicio infligido en su misma fundación, por ese ascendiente idealista de la burguesía cubana, en su blancor. El problema viene entonces desde el determinismo político de la historia en Cuba, no ya con Ortiz sino con Delmonte; condicionando al negro a su humanismo Ilustrado, con contradicciones como la de Plácido y Manzano alrededor suyo.

Por eso la centralidad del blanco en la cultura cubana, lastrando la proyección política de su mestizaje popular; y con ello la concreción definitiva en una identidad, que provea una ontología existencial y no política. Por eso también entonces, que la expresión artística —como política— responda a esa misma ineficacia reflexiva; como cuando Eliseo Diego justifica la existencia del negro en esa trascendencia histórica de la patria, en el gesto ya habitual.

Primero, habría que preguntarse en la estupefacción, quién es Diego para sancionar esta constancia del negro en Cuba; bien que divino en su poesía, no está hecha esta de realidad, sino que asienta su belleza en lo formal, como reflexivo; pero es en ello banal, como toda pretensión humana, sobre todo cuando trata de sancionar a otro humano. Diego no hace sino expresar esa dinámica cultural, por la que es el blanco y no el negro es quien habla por el negro; reteniendo y manejando los recursos para ello, desde aquellos tiempos del polémico Delmontismo.

Ese determinismo es ineficiente, justo por el ascendiente idealista, que distorsiona a todo Occidente desde Platón; y al que sólo el pragmatismo africano puede adecuar, compensando el exceso que le diera lugar desde el cataclismo minoico. El problema es lo político, que siendo sólo expresión —de la cultura como praxis existencial— deviene determinación; comunicando estas distorsiones a toda su comprensión de lo real, en abstracciones como la del Bien común, en su imperativo kantiano.

La cuestión con esto, es que desconoce la naturaleza atómica de la sociedad, como proyección propia del individuo; que retiene su potestad, condicionando lo real a la satisfacción de sus necesidades, efectivas en lo existencial, no políticas. De hecho, contra un romanticismo africanista, este es el mismo problema de la tradición religiosa contra la hechicería; como potestad del individuo, en la sobreposición de sus necesidades —en tanto existenciales— a las políticas; no sólo en la vigilancia inquisitorial de los católicos, sino también en la no menos letal de asociaciones como las de ogbonis.

Como expresión política —de esa praxis existencial de la cultura—, el arte reflejará esta dualidad en su madurez; como en el existencialismo de Georgina Herrera, que no se justifica en el trascendentalismo histórico de la patria. Dada la peculiaridad de las presiones políticas, en ese entorno de la cultura cubana, esa madurez no es posible a todos; reteniendo en muchos la cadena de esa justificación trascendental, impuesta desde el Delmontismo a toda identidad.

No obstante, el cimarronaje no es una realidad paralela, impuesta a la convencional como su trascendencia; ya que como principio —incluso ontológico— la trascendencia es sólo una condición propia de lo inmanente. Eso explica la proyección social —y no a la inversa— del individuo, sólo individualista en su coerción al colectivismo; pero más importante en esta estructura de lo real como cultura, alimentando el cimarronaje en su falencia inmanencial. En efecto, el cimarronaje es la vuelta al origen en el caos inicial del Monte, al que se precipita lo real en su falencia; cuando sus estructuras colapsan en el Idealismo por su ineficacia política, liberando la humanidad que apresan.

Eso significa que el Monte está en el espacio interior del negro, que accede al mismo en su experiencia existencial; y que en la confluencia progresiva, va conformando ese espacio como colectivo, armónico en el atomismo potestativo. De ahí la emergencia de una Negritud coherente, emanando —como todo cimarronaje— de su dificultad existencial; no de abstracciones convencionales, como el Bien, la Patria o la Dignidad, sino del bien concreto de la existencia misma.

Wednesday, February 26, 2025

Canción de cuna a Nancy Morejón

El amor es no una experiencia sublime sino dura, como naturaleza en que te encuentras con los tuyos; no con otros, a quienes puedes reconocer la existencia, pero que van y vienen, con sus pecados y virtudes. A diferencia de los otros, los de uno no tienen pecados ni virtudes, sino un espacio en el que encontrarse con uno; como Nancy Morejón, la segunda mujer más bella del mundo, una diosa negra fuerte, parada sobre lo real.

El retrato más exacto de Nancy, quizás sea un paneo casual de aquel mea culpa de Heberto Padilla; en el que arrimada a Rogelio Martínez Furé, asistía a aquel circo de blancos, al que tendría que sobrevivir. La exactitud del retrato reside en ese silencio, de mirada asombrada y neutra, de esfinge que se hace de piedra; porque la realidad le mostraba lo que puede hacerle a cualquiera, y peor si no tiene escapes, como Padilla.

Desde entonces, mientras la mujer más bella del mundo reinaba en la periferia, esta se estabilizaba en el centro; consciente de la cuerda que transitaba, y en la que podía sacrificar la trascendencia —esa banalidad—, pero vivir. En Cuba, y peor aún en la institucionalidad cultural cubana, no se puede tener todo, hay que escoger; y quien es negro como Morejón, sabe que la trascendencia es una ficción banal, sea artística, histórica o política.

La trascendencia es apenas una condición de la inmanencia, no otra substancia paralela a esta, y de ahí su futilidad; un lujo que pueden gastarse los blancos, con esa desidia con que derrochan recursos existenciales. Ese no es el caso de los negros, ni siquiera en la situación excepcional de Morejón, en esa estructura de blancos; y a la que aspiraron que muchos de los que la critican, enceguecidos por las sirenas del trascendentalismo.

A Morejón le critican muchas cosas, pero se le ignoran las otras que acarrea con un estoicismo heroico; es un blanco fácil, como negra difícil que no legitima otra cosa que su derecho a vivir. El estoicismo es sin embargo la poética sublime de los santos, que saben que nunca serán comprendidos, pero persisten; soportan ofensas que sólo muestran la debilidad de los ofensores, que les anteponen sublimidades políticas.

Al final, todo ese trascendentalismo no es sino la propia pretensión de trascendencia, que es imposible; en ese patetismo de estos trascendentalistas, estrellándose contra su espléndida inmanencia de mujer poderosa y negra. La Negritud es esa hondura en la que el Ser descansa de esa grosería de Occidente, aunque sea pasando por mongo; como el negro viejo a la vera del camino, que sabe todos los senderos que se ocultan, pero sólo te mira con ojos vidriosos.

Sólo los que aman saben en qué consiste el amor, ese lenguaje extraño a los extraños, pero no a los propios; y el amor no es sublime —pero eso ya se dijo— sino duro, como una canción de cuna que un hijo canta a su tía. El hijo no espera respuesta, sabe que su tía está muda, no sólo por la edad sino sobre todo por el estoicismo; pero igual su canción de cuna es íntima y unidireccional, no una ópera en que lucir esas performances de lo político.

Sunday, February 23, 2025

El pragmatismo ontológico de origen africano, del epílogo a MogiNganga

Es curioso el paralelismo de las cosmogonías griega y africana, aunque por confluencia antes que influencia directa; como en la rivalidad de Olokun y Obatalá por el control del mundo en Ifé, como de Poseidón y Atenea por Atenas. En el caso griego, Atenea vence a Poseidón probando su utilidad, concediendo al pueblo la potestad del juicio; en el caso yoruba, el juicio es de las mismas divinidades en su suficiencia, y lo gana Obatalá por su inteligencia, no su utilidad. La Yemallá de la tradición popular —recogida por Rómulo Lachatañeré— sintetiza este conflicto como existencial; como la Yembó original, una campesina estéril que recibe la fertilidad de Obbatalá, con su adopción de Shangó[1].

En este sentido, la figura histórica de Shangó es la del tirano impopular, condenado por sus excesos al suicidio; que debe acometer por mano de su esposa —como naturaleza—, dado su propio alcance como expresión política. Esto no sería un símbolo de valor moral —como desde el trascendentalismo histórico—, sino una dinámica existencial; por la que en su realización, como expresión política, el ser humano no puede sobreponerse a su naturaleza; actuando en función de sus intereses, primero individuales y en ello de clase, corrompiendo ese trascendentalismo.

Es por eso que su naturaleza, en el culmen de sus contradicciones, produce su crisis estructural en lo político; pero siendo existencial en este sentido crítico, por la contradicción de su inmanencia, en ese trascendentalismo. Como figura histórica, asimilado a Yakutá, Shangó reordena así el sentido del panteón, inaugurando lo político; cuyo potencial reside entonces en Oggún, en tensión con el cual se desarrolla el drama cósmico, a través de Yemallá.

Como Shangó —pero a diferencia de Oggún— Yemallá es una figura histórica, asimilada a la divinidad de Olokun; refiriéndose al fin de la era de los erumales[2], más conceptual que la cosmogonía griega al concluir la era titánica con Zeus. Como ejemplo, las personalidades asociadas a Shangó lo son también a la política, o al menos a su pretensión; pero son en ello mismo trágicas y controvertidas, tendientes a la violencia y la frustración existencial de esta realización.

En una explicación del ejemplo, un mitos primordial de Shangó explica su tragedia, semejante a la de Heracles; al provocar la desgracia de su casa, con la manipulación descuidada de sus poderes sobre el rayo, provocándole la locura. Nótese que, con Shangó como figura histórica fundando la expresión política de lo real, esto nace a su vez del agua; reproduciendo la dinámica de la cosmogonía bantú, aunque no de forma consecuente sino confluyente en el paralelismo.

Eso apuntaría a una practicidad, no surgiendo de la nada sino de lo informe, como el Caos griego antes de Urano; cuya primera connotación actual está en lo salvaje, el Monte (Mayombe) como el espíritu (¿Elán?) que se expresa en lo real. Como espacio de valor efectivo y no simbólico, esto es la ciudad trascendente de la literatura, en su función referencial; desde la Jerusalén celeste (Ap. 21, 1-2) a la Ciudad de Dios, que va desde el Idealismo platónico al humanismo de Tomás Moro.

En esa misma función, pero simbólica (política) más que eferente (existencial), pasaría en la literatura contemporánea; en el trascendentalismo del llamado Realismo Mágico, desde Santa Mónica de los venados, Macondo y Nueva Venecia. No obstante, contrario a esos casos anteriores, ese espacio no es una abstracción (Eidos) que culmina lo real; sino su potencia, a la que lo real acude en busca de sus referencias, que son existenciales y no políticas como aquellas.

 


[1] . Cf: Rómulo Lachatañeré, Op. cit. Nótese que, contrario al origen mestizo y popular de Lachatañeré, la etnografía cubana es obra mayormente de blancos de origen burgués.

[2] . Erumale significa resplandor en lengua yoruba, explicando el emanacionismo de esta cosmología, con los erumales provenientes de la absolutividad de Dios, mientras los orishas (Igbamoles) provienen de la Igba (güira) que forman Obatalá y Oduduwa.

Saturday, February 22, 2025

Contra el pensamiento moderno

La idea de que el capitalismo moderno surge del industrialismo inglés, elude su sostenimiento por la cultura; que en expansión desde el descubrimiento del llamado Nuevo Mundo, inundaba al mercado de objetos suntuarios. Esta expansión, previa a la revolución tecnológica, sería la que determine los hábitos de consumo, estimulando la industrialización[1]; como una cultura no sólo consumista, sino dependiente además de ese consumismo, en la artificialidad de su organización económica.

Como un fenómeno cultural, con una expresión política propia, esto sería lo que distorsione a la cultura moderna; ya en crisis por su propia contradicción hermenéutica, con la especialización política de su clase media como intelectual. Ni el capitalismo ni la burguesía serían fenómenos modernos, definiendo a la cultura occidental desde la antigüedad; cuando la expansión del comercio fenicio fuera de su marco regulatorio propio, reconformara la estratificación política griega.

Será entonces la especialización intelectual de la clase media, con el comercialismo moderno, lo que provoque la crisis; y esto provendrá a su vez de los conflictos políticos —no económicos— de la transición al bajo Medioevo, con el renacimiento carolingio. Ese renacimiento carolingio, sería de hecho una extensión del merovingio, pero careciendo de una clase media; que sólo aparece con Luis VI en el siglo XII, en su estrategia contra la expansión del imperio angevino; y por eso toma sus referencias de ese período carolingio, como instancia más cercana de su legitimidad política[2].

Ni siquiera la Modernidad, con la caída de Granada y el descubrimiento del Nuevo Mundo, sería un renacimiento original; sino un reordenamiento, que explica la persistencia postmoderna de la estructura política del Feudalismo medieval; incluida la adscripción a la gleba (tierra), por la que los ciudadanos no pueden moverse libremente entre los países. Todo esto implica que el pensamiento moderno se habría desarrollado como una obra de pura ficción política; hermenéuticamente condicionado, por su dependencia económica, tanto a la aristocracia como a la corona; explicando el período como un desorden progresivo, antes que como orden cultural propiamente dicho.

De ahí que la crisis en que culmina la Modernidad en el siglo XIX, no sea exactamente política sino antropológica; sobrepasando en este carácter la del imperio romano —que sobrevivió en el bizantino— y la de la Grecia arcaica; para resolverse en una postmodernidad, que sólo marca el establecimiento de un nuevo orden, como el de los germanos en Roma. Para comprender este fenómeno, es preciso entonces sobreponerse a su determinación, que es hermenéutica; no económica, porque la economía sólo posibilita su realización histórica, en una expresión política, pero no la determina.

De ahí que toda renovación de la estructura provenga siempre de su base popular, étnicamente definida en una identidad; porque esta identidad será la que provea los referentes propios de sus necesidades, como existenciales en vez de políticas. Esto se revertirá, reconformando esa hermenéutica, en su marco político como orden en desintegración, por su disfuncionalidad; pero sin su determinación, dada la marginalidad, por la que habría recurrido a su identidad antes que a la convención política.

Nada de esto lo puede entender el pensamiento moderno, porque su naturaleza es dialéctica y no trialéctica; y en eso puede comprender la historia, pero no su determinación, que es transhistórica como condición de lo real. De ahí esa insuficiencia, desde la que todas sus proyecciones son contradictorias pero en dicotomías, no tricotomías; por su incomprensión de la naturaleza transhistórica de lo real, estructurado en su inmanencia, no en su trascendencia.



[1] . Se refiere no solo al oro y la plata, que facilitó el mercantilismo inundando los mercados, sino a los bienes de consumo; que como el tabaco, el alcohol y el azúcar, no son tan importantes a la existencia como la lana inglesa, a la que desplazan.

[2] . Se refiere a la formación de ciudades bajo protección real —con una estructura burocrática— dentro de los feudos bajo jurisdicción angevina; referido a la entidad formada por el condado de Anjou y los ducados de Aquitania y Normandía, propiedad de la corona inglesa. De esta funcionalidad, se entiende el carácter seudo aristocrático de la clase media; en tanto su desplazamiento funcional de esa aristocracia, proveyendo al estado el nuevo capital de la ideología, con su especialización intelectual.

Wednesday, February 19, 2025

Juan Carlos Mirabal, muerte y resurrección de Rimbaud

Con la arrogancia habitual a esas transiciones inconscientes, Rimbaud se preciaba de tener el discurso perfecto; que según él, sólo la perfección formal de Verlaine conseguiría expresar, en una plenitud de la poesía. Rimbaud ignoraba, como se ignora aún —porque aún es la postmodernidad que inauguraba—, que no existe el discurso; porque todo es forma y esta es su significado mismo, como inmanencia de su carácter reflexivo, en tanto formal.

El pecado simbolista no sería la belleza, perfeccionada con los parnasianos, en el ascendiente común al Romanticismo; sino la soberbia, por la que esta reflexividad fue ya imposible desde entonces, en su afán de discurso. Excepto en el caso increíble de Juan Carlos Mirabal, que yergue el cristal de sus imágenes, en la reconciliación; no porque sea inteligente —que lo es— sino en la falta de pretensiones, que es la condición de la inteligencia.

El poder poético de Mirabal consiste precisamente en su fe en la forma, que puede así significarse en sí misma; de modo que esta no pelea con esa torpeza en que los hombres creen tener algo que decir, en vez de reflexionar. Mirabal en cambio no parece asumir la poesía como deber, que es la perversión absurda de la felicidad; sino como una condición propia, que así permite expresarse a la realidad, en la concreción de su propia experiencia.

Eso explicaría la noble calidad existencial de estas imágenes, levantándose poderosas como un espejo mágico; que es la función de toda imagen —violada por el conceptismo obtuso—, en su naturaleza reflexiva, especular. El gesto mismo de esa nobleza es tan bello que garantiza la belleza formal, extendida al objeto como naturaleza; no en la casualidad de unas imágenes más o menos felices, sino en la experiencia que brinda, consecuente en su existencialismo.

Los teóricos, que confunden el trascendentalismo histórico con el metafísico, creerán que saben de qué habla; y explicarán un discurso de ellos mismos, que proyectan en él para justificarse en sus pretensiones y vaciedad. Los lectores de poesía, sentirán en cambio que han leído poesía, y eso les será dado en la comprensión; que es de su propia existencia, reflejada en esa pulcritud de cristales en que se alzan las imágenes de Mirabal.

La muerte de Rimbaud no vino de la mano de Mirabal, demasiado alto para ese sacrilegio del asesinato sacrificial; sino de la vulgaridad de los himnos revolucionarios a que dio lugar, como su incendiario descenso al infierno. Por eso, el asesinato de Rimbaud por sus seguidores, como el de Orfeo por las ninfas, limpia el espacio para Mirabal; que pedestal de nueva poesía, desconoce la representación simbólica, en el hermoso realismo de su existencialidad.

El arte, como expresión de la cultura en su reflexión de lo real, responde a sus mismos desarrollos y determinaciones; el límite no sería gratuito, sino otra determinación estructural, como las otras con las que colisiona. Es por eso por lo que el arte moderno no puede sobrepasar su apogeo, de los siglos XVII y XVIII; incubando la postmodernidad en la crisis del siglo XIX, para desarrollarla en su expresión, a todo lo largo del siglo XX.

El siglo XXI se presta así, como una isla de Esqueria a un Mirabal como Odiseo fatigado, que no sabe dónde está; pero es respaldado por Atenea, aunque no curiosamente por Apolo, negado a la defenestración de Troya, que es la Modernidad. No hay que inquietarse, ambos son sólo proyecciones de Zeus, que los potencia en la experiencia crística del poeta; y es quien decreta la muerte de Rimbaud y su resurrección, en esta certeza apolínea de las imágenes de Mirabal.


Wednesday, February 5, 2025

La función del ascendiente bantú en Cuba

El ascendiente bantú de la cultura en Cuba es interesante, por aspectos como el de su institucionalidad religiosa; que no sería original sino adquirida, aunque en la estructuración misma de esa cultura, con sus condiciones específicas. Es en ese sentido que el complejo misticismo congo resulta importante, para establecer estas referencias políticas; no sólo en prácticas propiamente religiosas, como las del llamado Palo —por ejemplo—, con ese ascendiente directo; sino hasta las más estrictamente socio políticas, como las de la Sociedad Abakuá, por su carácter alternativo y emergente.

Está claro que el ascendiente de esta sociedad es bantú, pero de su expansión a través del Camerún hacia Nigeria; en una serie de traspasos, en que la estructura original sufre ajustes, fuera de su regulación política en el contexto original. Curiosamente, este es el proceso de desarrollo de la economía occidental, desde la expansión fenicia al vacío político micénico; en que, fuera de su marco regulatorio original, consigue desplazar a la religión en su determinación política de la sociedad.

Contrario a esa expansión del comercio fenicio, este desarrollo sin embargo se hace alternativo y emergente; adquiriendo con ello iguales connotaciones políticas, pero como capacidad para disrumpir el orden, en vez de fundarlo. Esto es relativo, en tanto el fenómeno africano original terminaría fundando el orden político de la sociedad; pero reteniendo su naturaleza alternativa y emergente, paralela a ese orden, incluso su fundado y legitimado por el mismo.

Desde aquí, la religión retendrá en Africa la misma capacidad política que la economía en el Occidente arcaico; sólo que en un equilibrio más precario, que la obligaría a una mayor flexibilidad funcional, sin su carácter absoluto. Esto, por ejemplo, explicaría la susceptibilidad religiosa africana a esta expansión occidental, a través del cristianismo; que siendo el específicamente moderno en el caso bantú, está marcado por su ideología humanista, y sus consiguientes conflictos políticos.

Ejemplo de esto, sería el cambio de misiones cristianas en el Congo, del marianismo jesuita al amarianismo capuchino; que resultaría en formaciones sincréticas complejas, como el antonionismo de Kimpa Vita, con peso especial en la política; aunque no ya como determinación de la sociedad, sino de su trauma, como es típico de la cultura occidental. El resultado final, sería la importancia de la religiosidad africana, en la reorganización hermenéutica de esta cultura occidental; gracias a esta flexibilidad, por la que mantiene su función existencial, con el mismo sentido hermenéutico de la economía en Occidente.

Recuérdese que, en el caso occidental, es ese desarrollo del comercio el que desplaza a la institucionalidad religiosa; cuando esta es la que provee el marco hermenéutico en que se resuelve la cultura, y que ahora es provisto por la filosofía. Esta es la manera en que la economía termina determinando políticamente a la sociedad, con el elitismo intelectual; por el que la filosofía provee justo la justificación trascendente de la política, como su determinación de lo real.

La emergencia de este determinismo, en el caso cubano, sería más Abakuá más que de las otras prácticas religiosas; aunque estas mantengan su ascendiente popular sobre la renovación de la estructura, pero sin alcance político; al resolverse en la potestad del espacio privado, excedido por el carácter social Abakuá, en el mutualismo disciplinario. No obstante, los elementos básicos de esa religiosidad son activos en esta sociedad, alcanzando así la expresión política; como en el caso de las dignidades litúrgicas, reconocibles en el sistema cosmológico del misticismo congo.

Este sería el caso del makongo abakuá, como —más allá del falso cognado— el mukongo de ese sistema místico; en una derivación propia de esa expansión bantú a través del Camerún, con la cadena Efut-Efor-Ibibio. No hay que equivocarse, la base hermenéutica de la cultura occidental sería igual de eficiente en su sentido existencial; pero habría sido distorsionada, precisamente con el desplazamiento de ese determinismo religioso por el económico; alcanzando la apoteosis de ese desarrollo con el Idealismo platónico, sobre la conclusión socrática del período sofístico.

La emergencia bantú, en desastres críticos como el de Haití o Cuba, no sería sino el ajuste de esta distorsión estructural; que siendo hermenéutica retendría su eficiencia existencial, ocurriendo en la base popular como su expresión política. Lo importante aquí es la debilidad progresiva del espectro hermenéutico occidental, en esta expresión de su cultura; explicando esta emergencia en tanto potencial —no como poder p efectivo— en ese ajuste, existencial en vez de político.

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