Saturday, February 28, 2015

El problema de Dios

Impertérrito el teólogo se niega a la contradicción y se contradice, porque así son las paradojas del Dios que adora; no —repite—, Dios no puede no existir, y no es eso una negación de su omnipotencia. En efecto, no es gratuito que el problema de Dios perdiera relevancia; de hecho no fue nunca el problema de Dios sino el de su comprensión por la soberbia que lo postulaba. La seguridad del teólogo descansa en la hierática belleza de la metafísica, que sin embargo camufla y no niega el drama en que se organizan las naturalezas; finta que pierde al teólogo, con la no vista obviedad de que el objeto de su meditación es sobrenatural. Nuevamente en efecto, la sobrenaturalidad de Dios es esa sobreposición en que es la determinación última y poderosa de lo natural; ¿cómo entonces someterlo a esa regla que depende de él y no a la inversa, sólo por la necesidad de una lógica que desconoce en su potestad?


La seguridad del teólogo es parmenídea, pero desconoce que el Ser al que se refiere no es al poder incomprendido de Dios; porque el Ser de Parménides, como el herácliteo, es uno de esos ensayos con los que el fisiologismo trató de contraer lo cognoscible a lo físico. Claro que si impertérrito es el teólogo, impertérrita es también la hortera que llevando pan a la mesa del teólogo minuciosamente desconoce semejante complejidad; resaltando esa paradoja en que la divinidad se adensa en su propia trascendencia. Al final, la venganza de Zeus se diluye en la terquedad del fisiologista, que sirve sin embargo al teólogo para su adoración; mientras la hortera va a la misa por otro concepto más práctico y sutil en su utilitarismo, que en definitiva el problema de Dios es del teólogo y no de Dios.

Thursday, February 26, 2015

Digresión generacional en el culto a Jorge Dalton

La generación cubana que hoy se acerca con curioso temor a los sesenta tiene varias peculiaridades, casi todas mitos que desarrollaron en sus vidas; lo que es comprensible, si vivieron en una mitología, en la que el concepto de heroísmo era un objeto dramático suficiente y atractivo, capaz de sostener una estética. Esa sería  quizás la singularidad mayor, como efecto del tiempo y circunstancia que dio lugar a esa generación; la estética, que era sin embargo ambigua más que claramente épica, porque a diferencia de la epopeya clásica envolvía más sentimentalismo que estoicismo. Así esa generación es prolífera en cultos espurios y excesivos, casi siempre alrededor de una personalidad; cuyo carisma es sin embargo innegable, aunque no así los valores que se le atribuyen, como las facetas en que los hombres desmiembran la unificiencia de su dios en varios.

Tal es el caso de Lichi Diego, cuya mejor virtud probablemente sea haber sido el delfín —es un decir— de la familia Diego; lo que quizás no la diga mucho a nadie, hasta que uno completa el nombre y deja claro que se trata del entorno idílico del notabilísimo Eliseo de Jesús de Diego y Fernández-Cuervo. Se trata entonces de uno de los autores más emblemáticos de uno de los fenómenos literarios más emblemáticos de ese emblema que es la literatura cubana; es decir, se trata de una prosapia, que se concretó en un tipo con mucha suerte a los ojos de muchos que no vivieron los problemas que tuvo. Igual, castas siempre hubo, en Cuba y en todas partes, y la de la familia Diego con razón y causa; sin embargo, el culto de Lichi es otra cosa, una experiencia sostenida en la tradición mítica cubana, con mucho de carabalí —padre macho y sangrón— y una pizquita de madre patria. Es un culto en el que se recitan los mantras con que se nombra la divinidad, pero no musitándolos sino a puro grito y con palmadas en la espalda; y que sin orden necesario, rezan más o menos hombre-amigo-duro-noble-generoso-cúmbila-… y escritor empinga’o.

Eso es curioso, porque es cierto que Lichi Diego escribía como los dioses, sin por alguna razón la fuerza misteriosa de su padre; es decir, era uno más de esa generación over educated, con un destino manifiesto en la literatura, en su caso hasta por herencia y genética. Un analista perspicaz caería en la cuenta de que no fue tan prolífico en la poesía como en la novela, y nada del mazazo paterno con el cuento; como un signo que un poco borgeanamente significaría ese esfuerzo espurio por tratar ser intelectual, que es la manera más patente de no serlo. Esa es otra característica de esa generación cubana, que incluso sólo acentuaría lo que ya iba siendo una tradición de la cultura revolucionaria; que antes del mito de Lichi Diego tuvo el de Luis Rogelio Nogueras, y hasta en la franca oposición y disidencia ofreció el de Reinaldo Arenas, también excesivos pero sin la prosapia.

Excepción —que siempre la hay— la de Jorge Dalton, puede que porque su experiencia fuera también más genuina; primero, por gozar de esa otra prosapia del prestigio intelectual de su padre, el poeta salvadoreño y mártir revolucionario Roque Dalton; pero además, porque eso lo insertaba más exactamente en ese contexto de épica revolucionaria y enaltecimiento romántico, que encuentra en la juventud su mejor expresión. Jorge Dalton, a diferencia del resto del santoral de esa generación cubana, aportaría esa singularidad de su propia ascendencia; junto a otra cosmología, como su procedencia del fuerte mundo indígena continental, que a los cubanos nos abruma un poco por sus dimensiones hasta poéticas. Jorge, también, y a diferencia del resto, optó por el cine y la televisión, lejos de los conflictos de sospecha por el género en los otros; quizás porque era más auténtico o lo era su experiencia, que así habrá sido también más controvertida y con un dramatismo distinto.

Monday, February 16, 2015

Mr. Nobody y el arte novísimo de la complejidad

En una ironía atribuida a Mark Twain, este afirmaba que la música de Wagner era mejor de lo que sonaba; proponiendo en la agudeza una perspectiva que ralentizara la percepción de aquella locura germánica, para justo poder apreciarle la belleza. Algo así es lo que cabría decir de Mr. Nobody, teniendo en cuenta que es a este tiempo lo que fue 2001 Space odissey al nuestro; que es o fue otro tiempo, una modernidad que se niega a morir pero asiste perpleja a su propio funeral. Eso se debe a que esta película responde a otra sensibilidad, y nos daría algunas pistas de a dónde se dirige el arte actual; que no es ese conceptismo con el que la modernidad se niega a morir, sino esta otra novedad de la comprensión de lo trascendente en la nimia inmanencia misma de las cosas. Mr. Nobody Pi, de Darren Aronofsky, es igual aunque con pésima dramaturgia, también es de 1998— es así más que una propuesta de ciencia ficción, arte en el sentido más abierto y general de la expresión; el único posible para referirse a algo tan nuevo como la ficción científica, que es exactamente de lo que se trata, con esa inversión dramática de los términos; porque no se trata de explorar las posibilidades de la ciencia a través de la ficción, sino las de la ficción a través de la ciencia.
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Eso explica incluso la gratuidad de sus tramas, absolutamente innecesarias y con ello anti discursivas; permitiendo la retracción del proceso reflexivo propio de esa naturaleza formal del arte a la propiedad misma de la reflexión, manteniendo el discurso en su irrelevancia natural. De hecho, eso pone en perspectiva este problema de la postmodernidad, como proceso de decadencia natural de las artes; que ocurriría por medio de su irrelevancia creciente, a medida que se hace discursivo. Como obra es genial, superior —por ejemplo— a cualquier ópera de Wagner; porque las óperas de Wagner, indefectiblemente modernas —quizás lo mejor de la Modernidad— están ancladas en el dramatismo de lo histórico, aún si se dirige al fundamento mítico de eso histórico. Al mover su objeto hacia la ficción científica, Mr. Nobody se niega a toda atribución sobre lo real cono supuestamente necesario; y así permite que eso real se desenrolle a sí mismo, revelando sus propias necesidades, que es lo que impediría el discurso como imposición artificial de sentido a lo real.
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La complejidad de la trama consiste en la realidad del multiverso, pero como un revoltijo imposible de continuos espacio temporales; que superpuestos y mezclados entre sí reflexionan (reflejan) las infinitas posibilidades de un drama inicial y relativamente menor. Este complejo reflexivo se resuelve con la adición posterior de la posibilidad del llamado big crunch; recordando que la hermosa gratuidad es el recurso más socorrido en este filme, que hacia su tercer tercio amontona escenas tan espectaculares como de sentido paralelo y/o nulo; hasta terminar en un final aparentemente meloso, en el que el big crunch decide detenerse sin más en un momento específico de uno de esos universos en específico. La pegajosa melosidad de esta solución sería aparente, porque en verdad postularía a la trama como una reflexión en sí; en una recuperación de la suficiencia de la ficción en sí como objeto dramático, que así se revierte en un planteamiento ontológico antes —¡gracias a Dios!— que en una lección de vida; de esas tan habituales al arte contemporáneo, y que lo harían tan aburrido en la trasnochada modernidad de su postmodernismo.
Mr. Nobody es así un drama soberbiamente gratuito —como la realidad misma— que por ello puede comprender a lo real sin distorsionarlo; y aún a eso añade la experiencia misma de esa reflexión suya como una catarsis cognitiva —¡eso existe!—, por la que su comprensión sólo ocurre a nivel intuitivo, esquivando hasta en eso la distorsión inevitable a toda racionalización.  En efecto, hasta en eso es superior a Wagner, en el sentido de su mayor —y ciertamente gratuita— complejidad; que es en lo que incluso Wagner es una racionalización que en su exceso distorsiona la realidad, como una dificultad recurrente al arte moderno que se supera en este novísimo.

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