La modernidad surge con una herencia trascendentalista, heredada desde el
cristianismo consolidado por Carlomagno; este es por tanto un principio que
organiza lo real como humano en la cultura, partiendo de un absoluto superior.
Esta herencia se traduciría sin embargo en dos humanismos distintos, uno
político (francés) y otro económico (inglés); manteniéndose así como marco
general de referencia, que provoca y soluciona todas las contradicciones
políticas.
En Francia, esta centralidad del catolicismo produjo un humanismo político
positivo, en el sentido de teleología; por la que el absolutismo de Luis XIV
ofrece una figura antropológica clara, del hombre definido por la referencia al
soberano. La Ilustración secularizó este principio, proyectándolo en el
ciudadano como sujeto en función universal, por su racionalidad; por la que incluso
entre revoluciones y crisis, la política afirmaba un marco de cohesión trascendente,
como instrumento de unidad.
Inglaterra desarrollaría por el contrario un humanismo económico, y negativo
en tanto no teleológico sino práctico; fundado en el mercantilismo y la Reforma,
que así seculariza ese trascendentalismo, pero desplazándolo al mercado. Entre Adam
Smith y Weber, lejos de describir un sistema puramente empírico, se eleva la
economía a principio universal; por el que el mercado funciona como una
providencia secular, pero en el mismo sentido teleológico de la teología.
La consecuencia es contradictoria, pues la abstracción mercantil disuelve
la cohesión política y fragmenta la sociedad; que resulta en una monarquía
constitucional, con tradición parlamentaria, liberalismo económico y
corporaciones. La libertad individual se convierte así en mito legitimador,
mientras que la autoridad real se desplaza a estructuras privadas; en una lógica
que se radicaliza en Norteamérica, donde el capitalismo es fundacional pero no
burgués ni urbano.

El capitalismo norteamericano surge de corporaciones mercantiles, que
administran las colonias, recursos y expansión; y desde el inicio, el principio
de organización política es corporativo, y en ello trascendente y así absolutista.
La libertad se mide en propiedad y poder de consumo, y el autoritarismo
estructural se concentra en entidades privadas; porque el poder de consumo no
es libertad en sentido práctico, sino sólo formalmente, de principios y
simbólico. El neoliberalismo moderno profundiza esa tendencia, convirtiendo a la
corporación en sujeto absoluto de la vida; que se resuelve social y económicamente,
pero respondiendo a esta trascendencia clásica del gobierno central.

China ofrece un contraste radical, resolviéndose interrumpidamente hacia la
madurez política, desde Qin Shi Huang; en una apoteosis en que la política
define la madurez de la cultura, y la unidad del Estado organiza la totalidad
social. De ahí que las crisis políticas chinas sean siempre internas, produciéndose
dentro de este marco cultural definido; la economía es subordinada al principio
como político, y el trascendentalismo no se instrumenta en el mercado; sino que
permanece integrado en la función práctica del Estado, como su misma proyección
y realización práctica.
De ahí que estas crisis no fracturen la coherencia del modelo, sino que reafirmen
la centralidad de lo político; hasta la confrontación actual entre China y
Estados Unidos, que no es geopolítica, sino de trascendentalismos
incompatibles. EE. UU. organiza la realidad alrededor de corporaciones y
mercados, externalizando lo absoluto en su instrumento económico; China la
organiza alrededor del Estado y lo político, integrando lo absoluto en la
práctica misma como económica.
Lo que está en juego no es la economía global, sino el trascendentalismo
que definirá la estructura del mundo; que aunque se resuelva como capitalista,
lo será en la crisis permanente del humanismo inglés, o la insuficiencia del
francés. Eso es lo que hace al capitalismo occidental tan contradictorio, en su
apariencia de inmanentismo práctico, como pragmático; pero que sólo es un
trascendentalismo contradictorio, que no consigue consolidarse en una
coherencia política.
Eso a su vez, en su recurrencia, se debería a aquella excepcionalidad
introducida por el mercantilismo fenicio; al fundar de la proyección política
griega en la potenciación del individuo por el mercado, en el modelo
democrático. Lo importante entonces es esta naturaleza excepcional y
excepcionalista del mercado, como potencia del individuo; en su corrupción ya a
la altura del imperialismo moderno, al resolverse en el autoritarismo
corporativo.
Esta otra contradicción habría sido introducida por el humanismo inglés, diferente
del francés, mediado por lo económico; pero esto sólo como contradicción, que
justifica la emergencia burguesa, pero al tiempo que la debilita en su
inconsistencia. Esto será lo que produzca esa contradicción, en que el
corporativismo es natural pero se frustra en esto mismo; al justificarse sólo
ideológicamente pero no en la práctica, con un trascendentalismo paralelo —e
insuficiente— al clásico.
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