Cuando los maravillados griegos se inventaron la filosofía,
descubrieron estupefactos que estaban ante un nuevo problema; porque hasta entonces el lenguaje no precisaba
de otro rigor que el primitivo ritmo que hiciera posible la armonía, mientras
el sentido se permitía toda la ambigüedad de la asociación analógica. Por eso
los mismos y rimeros fisiologistas se conveniaron el recto sentido, para saber
de qué hablaban cada vez; sólo que como cultura y en ello artificial
[tecnológico], la racionalidad del sentido no pasaría nunca de la mera
pretensión, y el sentido sigue siendo elusivo. En efecto, ya los mitos con su
antropomorfismo presentan conceptos abstractos; pero su valor es sobre todo
figurativo y formal, apelando a la metáfora y la analogía antes que a ese recto
sentido. Sin embargo, los conceptos racionales no pueden huir de hecho de esta
fatalidad de lo figurativo; porque son siempre imágenes, aunque sea abstractas,
y su función es asociativa, no por infusión; en tanto se trata de una
representación, sin otra consistencia que la que le atribuye el sujeto de
conocimiento de la suya propia, con su inteligencia.
Ese es el conflicto que subyace cuando las prácticas del
conocimiento despegan a las ciencias de las artes en ese impreciso momento del
fisiologismo; pero sólo para lanzar a las ciencias al vacío de la
incomunicabilidad y el sin sentido propio, porque ese lo pone siempre la imagen
asociada. Ese es el problema con que se enfrentan las especializaciones
modernas, de cuyas prácticas nace la crítica de arte; la inefectividad misma de
su especialización extrema y objetiva, que no le permite la búsqueda de
referencias fuera del concepto mismo —de género o de estilo— que traten. Sin
embargo, el concepto —y cuanto más puro peor— ya es una abstracción en sí, sin
otra realidad que la convenida; de ahí que no sea suficiente para comprender
una realidad de valor propio [distinto], ni siquiera si se trata de una
realidad inteligente como el arte en sí. Eso no es extraño, el concepto como
tal padece la misma dolencia de la filosofía en que se explica, y es su
intelectualidad extrema; y será cierto que Apolo destruyó a Marsias con el concurso
oficioso de las musas, pero también que las ninfas asesinaron a Orfeo porque no
pudo complacerlas en su tristeza; y esa tristeza, nacida de la pérdida de
Eurídice, es la de la pérdida del sentido como razón del arte en el contento
popular, que no el especialista.
Si alguna ineficiencia padece la crítica [sistemática] de
arte es la de no poder comunicar el arte mismo, cuando también ella es un arte;
sólo que un arte presa aún —sin musa propia— de los académicos que conspiran
con las musas contra Marsias. De ahí que el secuestro del ensayo por la
literatura fuera tan auspicioso, blasfemando contra el recto sentido con los
poderes de la ficción; que no es otra cosa que la atribución de sentido por
asociación análoga, recordando a los conceptos su naturaleza figurativa; con lo
que los abren a la eficacia más pura de la inteligencia, cuando la inteligencia
es la capacidad de relacionar objetos —incluso intelectuales— y obtener de ello
otro distinto.
En ese sentido, un movimiento se diferencia de un estilo
hasta que ese estilo alcance una masa crítica para apoderarse del movimiento;
porque se trata siempre de la relatividad del concepto mismo, que sólo funciona
según la posición referencial de su objeto, que nunca es estática ni mucho
menos definitiva. Tal es el caso, por ejemplo, del Surrealismo, que logra
amalgamar un imaginario sistemático y recurrente; con el que unifica
indefectiblemente toda una variedad de estilos distintos, pero apropiándose de
ellos como su propia expresión funcional, de modo que es él quien los sustancia
como estilo. Ahí, por supuesto, entra a jugar el criterio de la función crítica
de por qué se separa un género de un objeto; por qué, por ejemplo, se separa un
movimiento de un estilo, y que es sólo la perspectiva desde la que se ejerce el
criterio.
Es obvio que la perspectiva académica no es la misma que la
artística, dado que tiene otras referencias, requerimientos y funciones; pero
en su otredad una no debe ni puede subordinarse la otra, so pena de
distorsionarla al condicionar esa perspectiva suya, y por tanto inutilizarla
como referencia y en su funcionalidad. Un movimiento, para el mismo ejemplo, no
es un estilo, ero sólo en cuanto no se identifique al estilo con una actitud
epocal; que es precisamente lo que va a hacer la crítica de arte no académica,
en tanto establece su epistemología en la representación dramática del conjunto
total del fenómeno. Esa es la eficacia que comunican las otras artes a la de la
crítica, que también merece esa gloria que desconoce aún de bailar en el
Parnaso; para lo que sin problema alguno las ninfas chapean el claro donde
pueda solazarse, con tal —claro está— que no caiga en las tentaciones atenaidas
de desechar la lira.
En la más memorable escena del filme Tiempos modernos
[Chaplin], la ingenua ironía protestaba contra el mecanicismo que vampiro
chupaba la vitalidad del hombre; es curioso que en defensa de esa misma
protesta se diera precisamente al automatismo surrealista, que apelaba a la
vitalidad de la naturaleza en su estado más bruto. Las paradojas así se unen
como el collar primoroso que un dios levemente amaricado se pone frente al
espejo de la naturaleza; y esta espejeante no sabe si se trata de una
determinación de a de veras o de un simple amago que la ensaya, y presta repite el
gesto y afecta a las innúmeras cosas. ¿A qué mecanicidad se refiere el filme si no
a la de Bretón con esa denuncia del embrutecimiento?, ¿pero qué postulaba
entonces Bretón, acaso esa misma bestialidad contra la que protesta?; más
podría asombrarse el incauto si supiera que los surrealistas podían ser
sencillamente bestiales y crueles, y que se coronaban de cínicos —pero de los
clásicos de Zenon— apostando por la autosuficiencia total que los animalizara.
Después de todo, la protesta del filme es humanista y no animal, confía en la
cultura y trata de preservarla; que es lo que no hace el Surrealismo, por más
que se postula también como humanista, incluso más eficaz en ese humanismo
suyo.
Es probable que en esa paradoja la consistencia la retenga
el Surrealismo, precisamente al postularse a sí mismo como cínico y brutal;
porque la protesta del filme resulta patética en su pietismo —es obviamente
chaplinesca— y apela a esa irrealidad piadosa del Cristianismo pastoril. Los
surrealistas pueden anotarse ese punto, saber desde el inicio la inconsistencia
del pietismo cristiano como un exceso intelectual de Platón; de ahí que su
búsqueda recurra a la tricotomía clásica, y en esta hasta desdeñara la tensión estoico-epicúrea.
La opción cínica, primero era factible en un mundo sombrío como el de la
opresión Iluminista; no podía darse el lujo de un hedonismo para el que no
había estímulo que no pasara por el silencio, tan alejado de la catarsis que
precisaban. Ese es otro punto, porque el Cinismo aportaba la minuciosa
anti-liturgia con que revertir los siglos de convencionalismo; como no podía ni
proponérselo un Hedonismo epicúreo, en cuya indiferencia necesaria carecería de
poder reactivo contra la banalidad de la convención.
El triste gesto con que se despide el mismo Chaplin
demostraría que su propuesta es vana y estaba destinada al desvanecimiento,
como no es posible a la ruda vulgaridad del Surrealismo; por más que no deja de
ser curiosa esa fugacidad del instante en que se cruzan, y que no está
designada por el azar sino por una misma tristeza y amargura. Chaplin en
definitiva es tan convencional que puede devenir en kischt sin siquiera
forzarlo un poco, con sólo el paso del tiempo; los surrealistas en cambio se
ríen con perversidad de todo intento de reducirlos al amanerado gesto o a
alguna forma de piedad, los blinda el automatismo del movimiento primario, que
es cínico.
Cualquier discusión ética contemporánea ha de remitirse
necesariamente a las clásicas, ya incluso arcaicas; porque fueron en definitiva
las que impusieron los modelos que rigen a la ética contemporánea, incluso la
[vigente] que es moderna. El problema ahí es que parece que las escuelas éticas
se diferenciaron por cuestiones de temperamento, igual que las religiones; y
todas, de hecho, crecieron al amparo de Sócrates y de él se alimentan. De las
llamadas escuelas menores de Atenas, que son las éticas, sólo el Hedonismo de
Epicuro fue más o menos marginal a la impronta de Sócrates; pero incluso en ese
caso proyecta su sombra sobre la magna Atenas en que florece el Hedonismo
epicúreo, que tiene que incorporarlo como referencia. Más ilustrativo que eso,
la afinidad del Estoicismo con el Cinismo es hasta poco asombrosa; su fundador,
Zenón de Citio , era un realidad un cínico reformista —como Aristóteles un
platónico disidente— que se inició bajo la égida del gran Crates, fundador del
Cinismo.
En realidad la Pharmacopea de Epicuro no busca otra cosa que
la Ataraxia estoica, y sólo se diferencia del propósito cínico en que este
carece de propósito; aunque más o menos, no tan radical que alcance a definirlo,
porque en realidad se trata de que su objeto reside en su misma reacción al
estímulo inmediato. Sería precisamente esta peculiaridad tan singular la que
propiciara los excesos por los que el Zenón se distancia, llegando a la
postulación de un objeto; eso era algo importante, si se observa que el
Estoicismo fue la única escuela ética [no Ontologista] que derivó una
epistemología y una Cosmología, equiparándose funcionalmente al ontologismo
platónico-aristotélico. Más complejo aún que eso, el Ontologismo platónico está
dado por defecto y no como un objeto propio suyo; por más que sea eficiente, el
objeto propiamente dicho [la Eideia] es epistemológico, sólo que su comprensión
impone lo ontológico; porque en últimas, la idea en tanto objeto es el Ser
propio de la idea, y esto es el Ente, cuya comprensión es del Ser en sí, y por
tanto es ontología.
Ahora bien, la opción por una u otra de estas escuelas
primeras parece obedecer como al principio a una cuestión de temperamento y
sensibilidad; lo que no es mucho más grave queen ese principio, si al final se trata del mismo objeto de la
satisfacción de las necesidades [pharmacopea], que bien identificadas se
produce como Ataraxia. La opción cínica no debería tener mayor problema con
eso, puesto que el objeto estoico deriva —desde sus mismos inicios— de su
reacción al estímulo inmediato; sólo que como teleología, como posposición en
el propósito, que permite la organización de los actos en ese sentido. Esto
último, no hay dudas, distorsiona como inicio mismo uno de los objetos
derivados del cinismo; y que sería la autosuficiencia y la falta de propósito
[animal] en su capacidad de reacción al estímulo inmediato, al condicionarlo a
la consecusión del propósito.
No obstante ahí hay dos problemas sobre la suficiencia
cínica como objeto en sí, y es que el hombre no es un animal en sentido
estricto; lo que se refiere a que, a diferencia de los otros animales, el
hombre tiene la capacidad [teleológica] de establecerse un propósito, y —más o
menos— conseguirlo. La deficiencia ahí estaría en que el inmediatismo cínico
funciona como una negación de la naturaleza del hombre, en una distorsión
semejante a la del angelismo; pues la naturaleza misma de lo humano es
cultural, y ello implica la resolución inteligente a niveles sofisticados de la
determinación de sus actos. Un hombre no es definitivamente un perro sino un
hombre, y su realización incluso individual conlleva la aceptación de esta
naturaleza [distinta] suya; esto es, el establecimiento de un objeto diferido
[propósito] respecto al cual ordenarse, incluso si ese objeto es la necesidad
más inmediata, como cagar y templar.
Aplicando la ciencia de las complicaciones, ya se estableció
que existen símbolos de valor universal y propio; no porque no sean
convencionales, sino porque esta convención es ya tan clásica que ha alcanzado
a penetrar y redeterminar los cánones de la psiquis humana. En ese sentido, una
lectura antropológica del filme El otro francisco de Sergio Giral dejó claro el
problema de la cultura cubana; que identificada con la mulata, padece el drama
de su sometimiento al blanco, sinpoder
casarse con él, pero tampoco poder hacerlo con el negro. Así las cosas, los
cortos de Betty Boop —frecuentemente banneados por su ambigüedad— ofrece asociaciones
similares; en el que aquí se presenta, no hay dudas de que Betty es la
felicidad, incluso en ese sentido ingenuo [naiif] de la cultura popular
norteamericana.
El payaso, obviamente, es la clase media, y el explorador su
posibilidad de realización; todo ordenado por esa huida pavorosa ante la voz
esplendorosa y potente, además de gozosa, del ícono de la música negra
norteamericana. Pero ella, como Oshún y Afrodita, es la realización total,
incluso si no lo comprende; por eso unos pretyenden protegerla y otros
pretenden poseerla, que al final son los valores más pragmáticos de Occidentes
los grandes determinantes de la cultura; y el filme queda inconcluso en sus
siete minutos de gozoso drama, no dice nada acerca de la posteridad, se limita
a mostrárnosla a ella, la realización [Betty] que más seria la Kábala llama
Malkuth.
La costumbre prepara trampas, y por eso hay que ser
cauteloso hasta con las bendiciones; fue eso exactamente lo que pensé cuando
revisé el índice del último número de Linden Lane Magazine, con el que colaboré
a petición de su fundadora. A Belkis Cuza Malé me une una relación de respeto y
cariño, que ha logrado sortear las malandanzas de la literatura cubana en el
exilio; y por eso, incluso como principio, ni siquiera lo he dudado a la hora
de una colaboración en cualquier forma. Nada más natural que con este último
número, de aniversario importante por demás, se repitiera el ritual de
responder a la invitación; sin siquiera la ansiedad de darle seguimiento a un
proyecto que uno ve —ya dicho— con cariño y respeto, sobre todo por la fe y el
tesón que contiene.
Pero tenía que suceder, que la curiosidad llevara a repasar
la compañía, para volver a la desagradable sorpresa; porque allí, sin otro
mérito que la mezquindad y la sobrada ansiedad de los advenedizos mediocres,
estaba el nombre infamante de Delio Regueral. Con mucho dolor por amigos y
compañeros que quizás no comprendan, nunca más participaré en ningún proyecto
de esta naturaleza; porque con su falta de discriminación, igualan la grandeza
y la bajeza, y aquí el arte no se trata de integración sino de sentido y
alcance. Dicen que con actitudes así uno se condena a la soledad, para mí bendita
entonces si mantiene alejadas a las alimañas insensibles y poco profesionales, sencillamente inescrupulosas.
Sobre su mediocridad, baste recordar su
incapacidad para sobrepasar las cotas del seudo clasicismo B/W y el erotismo común; con
el que puede comprar glorias ajenas por el bajo precio de la vanidad, pero
nunca respeto verdadero y consistente. No obstante, eso no es lo importante,
sino el imperio cada vez mayor de la mezquindad y la trapalería, como
revolucionarios barbudos destrozando las alfombras de Miramar. Que conste, nada
contra la vanidad ni la superficialidad de quienes gustan de posar de genio; es
contra esa pasividad y desidia ante la corrupción de todo lo humano, sobre todo
de parte de quienes se jactan de sus actitudes radicales y verticalísimas.
Lo siento por Cuza Malé, a quien a pesar de todo aún admiro
y respeto, y a quien puedo perdonar otros nombres menos lesivos aunque también
mediocres y mezquinos; pero donde quiera que se encuentre la pezuña de Delio
Regueral no es un lugar bastante bueno para mí. Si alguien se pregunta a qué
rechazo tan visceral, que él mismo le recuerde que se debe a su propia bajeza;
debido a eso, no puedo ni siquiera reseñar el número, al que no obstante deseo
suerte.
Se trata de que talento y genio no son lo mismo, siendo el
talento una cualidad relativamente común; distinta en ello al genio, que
siempre se referirá a la excepcionalidad del artista y el manejo de su
talento, incluso en un mercado crítico por la sobresaturación. En principio
también, en todo caso, la confusión entre talento y genio saldrá a relucir en
algún momento; cuando una vez ajustadas las relaciones culturales a la nueva
estructura tecnológica, el genio logre primar nuevamente en virtud de su
excepcionalidad. En el entretanto, y aunque sea para hacer menos amarga la
espera, baste la distinción entre uno y otro; que después de todo, al artista
de genio debería bastarle su realización, y esta estaría en la excepcionalidad
de su arte, contrario al tonto con talento.
La distinción estaría clara, una vez establecidos los
niveles de intereses e intercambio, por la pretensión del artista respecto a su
obra; lo que no quiere decir que el artista de genio carezca de ego, con esa
otra pretensión de suprematismo ético y espiritismo intelectual; sino que este
valora el reconocimiento como autorizado o no, y en todo caso prefiere
sacrificar su talento a una sensación de triunfo mediocre. Por otra parte, y ya
en términos más técnicos, el artista de genio evoluciona en su trabajo; en
tanto lo que le interesa no es el reconocimiento en sí mismo, cambia de
intereses estéticos con absoluta libertad. Ese no es el caso del artista de
talento pero sin genio, que en algún punto comienza a repetirse en sus motivos
y soluciones formales; no se renueva, porque carece del interés auténtico en su
arte, y no puede sobrepasar las cotas del criterio clásico establecido.
Tal es el caso de la fotografía, por ejemplo, en que el
artista de mero talento y el genial se proyectan de modo distinto; el primero
insistiendo en el lugar común —que tiene valor referencial— del blanco y negro
y el perfil clásico, incluso en esa gastada búsqueda de la personalidad del
objeto, que no pasa de ser otro tapujo espiritista; mientras el artista de
genio sabe que su trabajo es formal, y que por tanto es en la forma que reside
la esencia que trata, y puede ir más allá del perogrullo monocromático. En este
mismo ejemplo, no se trata de que la forma clásica carezca de valor, sino que
lo tiene referencial y no actual; por tanto, el artista parte de esta base, que
es incluso teórica y no inspiracional, para trabajar en el soporte que más le
exija el objeto mismo en su libertad.
La magnífica ilustración del comienzo, por ejemplo, es tan repetida que resulta banal y kitsch; sólo se salvaría como un documento, si fuera originaria de antes de la década del 1980, incluso en esa misma magnificencia suya. Es que, si fuera posterior, se desinteresa de toda búsqueda que no sea la seguridad trillada; vital para el talento carente de genialidad, y muestra sin dudas de ese talento pero no de la excepcionalidad del genio.
Desde la caída del bloque socialista el Marxismo está en
crisis, no a nivel de pensamiento sino a nivel de referencia válida para el
mismo; y la diferencia, que lo hace disfuncional, se debería a que su vigencia
se limita a los círculos académicos expresamente interesados, pero que resultan
en una suerte de culto sin aplicación práctica y real. Sin embargo, el fracaso
del bloque socialista fue un suceso político, y por ende coyuntural y condicionado;
en tanto se trata de que el Marxismo fue reducido a su valor ideológico, como
doctrina política, y luego de las interpretaciones que lo distorsionaron;
incluidas las de un Marx ya comprometido con un proyecto político concreto como
la I Internacional, que no era una filosofía sino un programa concreto. Asumir
el fracaso de una filosofía por su coyuntura y hasta devenir político, es
desconocer la naturaleza misma del pensamiento organizado; dentro del que las
escuelas y las doctrinas se suceden, pero sin afectarlo en lo que de hecho es,
una sistematización cognitiva.
Sin dudas, puede afirmarse sin temor que lo peor que le
ocurrió al Marxismo fue el Leninismo; cuya expresión más grave fue la tradición
académica de la [Universidad] Lomonosov, dedicada a la justificación del
programa político. En ese sentido, el Marxismo respondió a las dinámicas mismas
de lo religioso, incluido el culto moderno a la Razón; que no tuvo en cuenta
que se trataba de un convenio de eficiencia coyuntural, semejante al de Dios
para las tradiciones religiosas, al justificar como racionalización las
compulsiones [políticas] de la sociedad. Sin embargo, aceptar por ello que como
filosofía es un fracaso es reducir lo filosófico a lo meramente político;
cuando sabemos que lo político es nada más que el conjunto de intereses
inmediatos impuesto por la coyuntura, sin que acceda a un valor existencial
trascendente.
El accidente soviético, como casi todos, tuvo consecuencias
ontológicas redeterminando al Ente en su devenir; pero habría ocurrido como una
apropiación legítima, dadas sus propias circunstancias, fuera de las cuales es
imposible comprender los procesos. A la crítica sobre la inmadurez económica de
Rusia al momento de la revolución y su propio desarrollo pernicioso en ese sentido,
habrá que anteponer las limitaciones propias de lo humano; que sumido en esa
circunstancia suya, sólo tiene necesidades urgentes y puntuales, más allá de
sus pretensiones transhistóricas, y esa falencia terrible del valor universal
de la Razón, que es aparente. De ahí las innúmeras contradicciones que dieron
al traste con las sucesivas convocatorias a una Internacional Socialista,
empezando por la primera; pero también la inevitabilidad de esas
contradicciones, como propias del contexto histórico en que ocurrieron.
Ciertamente, el fracaso del bloque [político] socialista no
hizo sino acentuar las contradicciones propias del Capitalismo; que evolucionó
a Capitalismo Corporativo, desde el marco del Capitalismo Industrial en que se
elaboraron las doctrinas [socialistas] derivadas del Marxismo. La diferencia
incide como desenfoque del objeto, si se tiene en cuenta la teoría comptiana de
los desarrollos diacrónicos; que no afectaría a los fenómenos sólo por su
extensión histórica, sino también —o sobre todo— por la forma distinta en que
se extienden como históricos, respondiendo a dinámicas internas [dialécticas]
singulares. Al respecto, el título de Fukuyama habría tenido suerte mediática y
valor literario [retórico]; pero obvia la premisa misma del concepto marxista
de lo histórico, como el ámbito cultural que hace a lo político exclusivamente
humano.
El error podría haber estado en la tentación de dejarse
llevar por la preponderancia de lo político, y sobrevalorar el problema del
reconocimiento; que si bien es cierto que ha alcanzado a alterar las relaciones
económicas, no es menos cierto que se debe a una aberración propia de los
excesos de lo económico mismo, pero sin perder por ello su naturaleza
coyuntural y condicionada.La base de
las determinaciones políticas sigue siendo lo económico, porque es lo único con
carácter puramente material; y al respecto, es ingenuo [académico] confundir la
eventualidad del problema del ego con la transhistoriedad de los problemas
puramente económicos. La tensión de los egos, que obviamente existe, sería sólo
una consecuencia del poder político conseguido por las corporaciones; cuando la
clase media se ve impedida de crecimiento real [económico], tratando de
satisfacer sus necesidades en la imagen… propuesta por las corporaciones. Una
vez demostrada la inconsistencia de esta solución, la clase media queda
obligada a enfrentar su depauperación creciente; que es lo que la compulsa al
reconocimiento de clase como proletariado, al proveer y sostener la estructura
toda de la economía, ahora esclavizada al consumo.
Como ejemplo, debería bastar esa evolución del Capitalismo
de Industrial a Corporativo; que se daría justamente con el colapso económico
del bloque socialista, pero como su versión mejorada y no como su negación. En
efecto, el Capitalismo devino en Corporativo por necesidad propia, y se
encontraría sumido en una crisis de crecimiento; que es por lo que se
acentuarían sus contradicciones internas, en tanto se trata de un ajuste a
nuevas circunstancias económicas. La confrontación con el llamado Socialismo
Real habría retrasado el proceso de este desarrollo, en que las relaciones
económicas pasan a determinarse a nivel corporativo; pero una vez desaparecida
la contradicción de ese llamado Socialismo Real, al Capitalismo no le queda más
remedio que legislar el crecimiento inevitable de las corporaciones. Estas, a
su vez, funcionan como estados virtuales, que impiden con su propio proceso de
crecimiento el desarrollode toda forma
de capitalismo primitivo; cuyo estadio más avanzado es precisamente el
industrial, pero como límite de las formas de producción surgidas con el Medioevo.
En este punto habrá que entender que el Capitalismo pase de
industrial a corporativo, porque ni siquiera se trata de las formas de
producción en sentido estricto; sino de que ya estas tienen que incluir el
proceso de comercialización, distinto al de producción y con sus propias
necesidades hasta entonces desconocidas. Tal es el caso del capital como
necesidad ya inevitable, impuesta a los modos de producción como condicionante;
que por los volúmenes que requiere, atenta directamente contra la individuación
[atomización] que propugnaba el capitalismo primitivo, organizando —y
sometiendo— a las masas en el marco de las corporaciones; como los antiguos
imperios, que funcionaban sobre la base corporativa de las instituciones
religiosas, y que fueron en definitiva las que dieron forma a las primeras
sociedades como capitalistas.
Tal es el caso, como un simple ejemplo, de los servicios
sociales, asumidos tradicionalmente por el estado; pero que precisamente tienen
que traspasarse a las corporaciones, porque la solución es inevitablemente
económica, si depende de la base material creada al efecto.En este sentido, la contradicción más obvia
ha sido la ineficiencia de los programas de asistencia social norteamericanos
respecto a los europeos; cuando lo escandaloso es que sean necesarios programas
de asistencia social, razón que sustenta al radicalismo conservador
norteamericano. Esta contradicción, casi exclusiva de la política
norteamericana, es por ello mismo típica y recurrente; pues se refiere a que,
en definitiva, son las corporaciones —como proveedoras de bienes y servicios
concretos— las que pueden satisfacer la necesidad.
La contradicción de naturaleza y sentido, entre el propósito
de las corporaciones y la responsabilidad social, ha de resolverse inevitablemente
a favor de estas últimas; pero, también inevitablemente, a expensas de lo
político, porque de la provisión de asistencia las corporaciones también
derivarán la capacidad ejecutiva propia de los estados, que es lo que las hace
estados virtuales. Hasta el momento, esta última contradicción parece insoluble;
visto que el estado no tiene la capacidad productiva de las corporaciones, que
fue lo que intentó el llamado Socialismo Real; y son las corporaciones, en
definitiva, las que proveen esa base material para el desarrollo social, y el
estado sólo puede legislar la forma en que lo hacen. En definitiva, la defensa
a ultranza del capitalismo no tiene en cuenta que este no es ya moderno sino
postmoderno; las dimensiones necesarias a la industria no permiten la
atomización de la sociedad, y el estado es incapaz de proveer los capitales que
no produce. A la solución de estas contradicciones se dirigiría un
Neo-Marxismo, capaz de corregir en forma crítica las asunciones [modernistas]
del Marxismo primitivo; pero salvando su funcionalidad como sistematización dirigida
al Realismo agotado entre los muros eclesiásticos de la Escolástica. Ese habría
sido siempre el problema, la imposibilidad del Realismo de sobreponerse a la
especialización epistemológica del Idealismo; y ese conflicto es antiguo,
surgido en la magnífica Atenas, en el diálogo que no se dio nunca entre un
maestro y su discípulo disidente.
Pasada la era del Cristianismo, que era Piscis, esta es ya
la de Acuario; el signo egoísta por antonomasia, el que se roba Dios
[Ganimedes] para dedicarlo a servir el vino con que accede a su propia
embriaguez y felicidad. Acuario en su egoísmo está blindado incluso contra la
maledicencia provocadora, a la que Leo es débil; porque Leo es egocéntrico pero
no hedonista sino si se lo propone, y cuando ninguna de las dos cosas es mala
per sé —nada es malo en su esencia sino sólo en su forma. Leo, cuando es un
espíritu bien montado, será egocéntrico pero no mezquino ni deshonesto ni
abusador; Acuario, a su vez, con su indiferencia admite el desarrollo ajeno,
sin caer en la castración del otro que impone la falsa generosidad. En la Era
de Acuario, la lección podría consistir en ser lo que se es, incluso banal; que
por otra parte es la forma de trascender, aún si se trata de esa banalidad
tremenda de creerse trascendente.
La novedad de Acuario como paradigma ético existencial,
estribaría en esa aceptación plena de su propia consistencia; sin comprometerla
a una aceptación por parte de los demás, que suele ser una de las limitaciones
del paradigma de Piscis, conduciéndolo a menudo a la falsedad del mendigo. Con
Acuario se es lo que se es, y con eso se restituye el mandato primero del Ser;
ese con el que Dios se presentó al mismísimo Moisés, diciéndole Yo soy el que
soy para lucirse en su espléndida potencia. Sólo el que es lo que es en sí
puede sufrir y gozar, y tiene algo —ese propio Ser suyo— que ofrecer; justo
porque lo puede negar, y adquiere el poder adámico de nombrar las cosas… en su posición
siquiera relativa de Dios en esplendor.
Todo conservador que se respete es por naturaleza crítico
con su actualidad, pues eso es lo que lo define como conservador; y semejante
perogrullada viene a cuento de la venerable altanería de Mario Vargas Llosa, y
el despecho que rezuma con un título como La civilización del espectáculo.
¿Acaso toda civilización no ha sido un espectáculo?, ¿qué hay de nuevo en una
crítica de la actualidad?; ese es el punto que lleva a plantearse si el drama
verdadero de esta opinión de Vargas Llosa no está en el resabio de quien
triunfó demasiado tarde, del último acróbata cuando se encuentra las gradas
medio vacías. Vargas Llosa, vale decirlo, es toda una autoridad, y por eso lo
que dice importa, pero independientemente de lo que diga; porque lo que importa
en él es el cúmulo de referencias de primera mano que puede aportar, y una
inteligencia privilegiada para ordenarlas y encontrarles o darles un sentido en
ese ordenamiento.
Poniéndolo en perspectiva, la situación de Vargas Llosa es bastante
precaria aunque parezca luminosa; como San Agustín cerró la patrística
cristiana, el cierra la apoteosis de la Modernidad en literatura, sobre todo en
lo que respecta a prestigio político. Vargas Llosa se forma en el mundo de los
libros impresos, bastante misterioso para su entorno y aureolado por la
fastuosidad de aquellas inteligencias fáusticas; su juventud como escritor
conoció el éxito, cuando el éxito tenía sentido y era creíble, y como parte además
de un género destinado a figurar en toda historia de la literatura
contemporánea. No es poco codearse con honoré de Balzac, Víctor Hugo y
Dostoievski, entre otros tantos muchos; no es poco gozar el golpe de adrenalina
con que se cruzan las fronteras entre literatura y periodismo, y la escritura
funcional es un atrevimiento joven y lleno de belleza; no es poco llegar a ser
un clásico entre clásicos, y amonestar la corrupción política desde los
pedestales marmóreos de la diosa Razón.
Lo que es triste es ser el último en conseguirlo, porque ya
ocurrió el diluvio y se queda poco más o menos como mono de feria; porque
resulta que la gente no se interesó más en los misterios literarios, sino que
descubrieron que después de todo el misterio no es tan misterioso, y las
profanaciones ocurren ya sin cuenta ni sonrojo. Con menos dignidad que San
Agustín, Vargas Llosa protesta por el estropicio, como si él no hubiera
contribuido al mismo. Ocurrió internet como el meteorito a los dinosaurios, y
la gente puede entretenerse con sus propias banalidades en vez de pagar por las
ajenas; cambió el mercado del libro, el capitalismo corporativo tiene pérdidas
en la industria editorial, y bueno… los Honoris Causa ya son un relajito.