Luis López Nieves es una de las
plumas más sólidas de la literatura contemporánea puertorriqueña, en todos los
sentidos; y muy probablemente mantenga la misma dignidad a todo lo largo de la
historia de la literatura insular, por sus recursos formales y dramáticos. Como
la mayoría del estamento intelectual al que pertenece, también es nacionalista,
y afirmarlo en una entrevista reciente le ha atraído ciertas críticas; que por
ser de su público natural, siendo un escritor de amplio alcance popular,
mostraría el nivel de democracia de la nueva cultura de redes.
Antes, ciertamente, el ámbito
ideológico de un escritor no tocaba necesariamente su obra, y raramente
aparecía en sus entrevistas; y eso ya no es así, no sólo porque esa cultura de
redes los exponga más a la comprensión o no del público, sino también porque
ellos mismos son más comprometidos. Lo cierto es que, de cualquier modo, tanto
los artistas como al público fallan al no poner las cosas en perspectiva; no
distinguen la peculiaridad de sus universos propios, y por ende de los
intereses que los diferencian.
Los artistas fallan al asumirse
como conciencia del pueblo, de cuyas necesidades primarias —no ontológicas— no
pueden participar; y eso es un error que nace de la misma fausticidad de la época
moderna, que discurre sobre un país definido por sus graves problemas de identidad.
El público también falla, al no darse cuenta de esta diferencia, que permite a
los artistas recrearse en intereses universales; aunque esta falla del público
sea reactiva —y con ello también reaccionaria— y no sea por tanto responsable.
En definitiva, la misma
sublimación nacionalista que caracteriza a ese estamento intelectual, tampoco
es positiva; sino que es reactiva, en tanto responde a una necesidad de
afirmación existencial y trascendente, ante la frustración de su destino
político. Ambos fallan al no darse cuenta de que el conflicto puertorriqueño no
es universal sino puntual, está determinado por la singularidad total de su
situación; por eso no tiene respuestas ni soluciones recurrentes y obvias, sino
que se escurre por las múltiples contradicciones de su historia.
La misma simpatía nacionalista
por el gobierno cubano es egoísta e irresponsable, pues desconoce la realidad
del pueblo; al que identifican con su gobierno, acogotados por el supuesto respaldo
de este a la causa de su independencia. Los puertorriqueños no deberían dejarse
jalonar por la falsa premisa del enemigo de mi enemigo, porque los intereses
políticos no son reglas matemáticas; y el mismo vínculo de la cúpula
nacionalista con la supuesta causa cubana nace de un equívoco, en el momento en
que la revolución cubana se gestaba como pura.
Ese es el vínculo que explica la
participación de la hija de Albizu Campos en la diplomacia cubana, nacido en
los tiempos del exilio en México; pero un vínculo que no debe comprometer el
futuro del nacionalismo de la misma forma que aquella conjura comprometió el
destino cubano con la pobreza. No sólo hay suficientes dudas hoy día acerca de
la misma personalidad de Fidel Castro y su papel político real; más allá de
eso, los puertorriqueños deberían darse cuenta de que sólo son una pieza de
juego en las negociaciones de ese gobierno con el estadounidense.
Del mismo modo Cuba traicionó a
los montoneros, a los que decía apoyar mientras negociaba con el gobierno de Videla;
como si Cuba no fuera la misma válvula de escape, que canaliza los problemas
puertorriqueños, alimentándolos en vez de ayudar a solucionarlos. No es
gratuito que esta característica del así llamado estamento intelectual
puertorriqueño no se comunique al pueblo, que sigue sin concederles más del
cinco por ciento de legitimidad política; esa debería ser la señal para el auto
cuestionamiento, que evite la disolución del nacionalismo en manipulaciones
ajenas.
Mientras tanto, los intelectuales
puertorriqueños podrían intentar una estrategia que responda a sus necesidades
propias y reales; no enajenando la solidaridad del pueblo cubano, al reconocer
al menos su diferencia respecto al gobierno que lo sujeta desde hace sesenta
años. Haciendo gala de toda la sutileza del mundo, los boricuas podrían ver que
los gobiernos cubano y norteamericano no son realmente enemigos; pero que incluso
si lo fueran, eso no es razón suficiente para que el cubano sea realmente amigo
suyo, en vez de utilizarlos para sus propios fines políticos.