Los inocentes (2016)
Sin las estridencias de Bird Box
ni la arrogancia —justificada o no— de Roma,
se ha colado en Netflix la película francesa Los inocentes; una suerte de mezcla entre el seco realismo del cine
polaco, casi sinfónico, y el dramatismo un poco teatral del francés. Esa
impronta del cine polaco es doblemente espectacular aquí, pues el drama se
desarrolla allí y se inspira en un suceso local, pero es enteramente francés;
de modo que esa estilización, que por momentos recuerda a Kawalerowicz, es de
algún modo un homenaje a su propia referencia. Puede que sea casual, pero el
drama es el conflicto de un convento polaco; y uno de los filmes más
importantes de Kawalerowicz es precisamente Madre
Juana de los Ángeles, para acudir al mismo marco.
En este filme, en todo caso, el relato es más concreto e inmediato en su
sentido histórico; relata el drama de una doctora francesa, destacada en
Polonia al final de la II Guerra Mundial. La doctora se ve envuelta en los
conflictos de un convento, víctima de la violencia de la guerra; esta vez del
salvajismo del ejército ruso, que sometió a las monjas a violaciones
sistemáticas, dejando secuelas no sólo psicológicas sino también sociales. La
película sirve no tanto para denunciar el salvajismo —que es lo de menos— como
para revelar las complejidades y contradicciones de la vida; bien que de paso
airea el profundo resentimiento nacionalista y conservador de la cultura
polaca, ante el abuso de la hermandad soviética.
También conocido como Agnes Dei,
la película igual recuerda una aproximación parecida con el mismo título; cuando
en 1985 Norman Jewison estrena Agnes of
God con Jane Fonda, y confronta a una psiquiatra y a una madre superiora.
En este caso la brutalidad de la historia no apela a una curiosidad más o menos
esnob sobre la vida religiosa; sino que se concentra, con cierto
distanciamiento, en los conflictos y contradicciones que genera la disciplina,
como quizás la más torcida e inevitable de las pretensiones humanas. Retratada
en puros retablos manieristas (¿Zurbarán?), es un prodigio de locaciones y
ambientación; y es también uno de los acercamientos más sobrios y certeros a la
femineidad, pero no como ideología sino como naturaleza.
El libreto mantiene la tensión en todo momento y es avaro en sus anticlímax,
por lo que la tensión es intensa hasta el fin; y lo hace con diálogos parcos,
que reflejan en mucho los caracteres que los emiten. Las actuaciones son
sobrias pero espectaculares y bellas, manteniéndose en el límite tras el que se
robarían el filme; pero es evidente que la directora (Anne Fontaine) sabe lo que
hace, y lo mantiene todo bajo el puño. La película ofrece así una reflexión
desencantada pero optimista en su modestia, sobre la vida en general; pero más
específicamente sobre la vida de las mujeres, que no son sólo estas monjas
perdidas sino toda naturaleza en sí.
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