Pájaros de verano, la apoteosis de Ciro Guerra
Este es el cuarto cortometraje del
director colombiano, y lo muestra en su más profunda apoteosis como cineasta; precedida
por la elegíaca El abrazo de la serpiente,
esta de ahora es una epopeya que sienta de modo definitivo los presupuestos
estéticos del director. El primero de sus largometrajes, La sombra del caminante,
lo muestra en el mismo tipo de búsqueda amanerada de quien tiene profundas
intuiciones; pero en realidad no sobrepasa ese nivel, aunque tampoco tenga deficiencias
notables, como una base de la que simplemente partir.
Es con su tercer largometraje que
Guerra asciende a su madurez, al menos para culminar la transición desde los
cortos y documentales; y lo hace en ese esquema dramático que ya lo va a
caracterizar, de los grandes paisajes y los dramas estructurales. Esa habría
sido la falla del primer filme de esta serie, La sombra del caminante, con su intimismo y el carácter individual
de su drama; que comienza a tomar forma con el existencialismo de Los viajes del viento, todavía como posibilidad
a desarrollar —es más bien lenta— pero sin dudas ya maduro.
En efecto, ya aquí puede derivar
la gran elegía de El abrazo de la
serpiente a la epopeya no menos existencial; en que el desarrollo del
mercado de las drogas, en su inocencia y simpleza inicial, conduce a la
destrucción de toda una cultura. Eso lo consigue a través de la evolución de
una familia, que en su concreción no es una colectividad pero tampoco un individuo;
tratándose de ese ambiguo estatus intermedio y elusivo por su interseccionalidad,
en el que el individuo se encuentra con su entorno y se relaciona con el mismo.
El filme está resuelto además con
esa grandilocuencia fotográfica, que ya debe ser un sello propio del director;
con la presencia incluso aplastante del paisaje, que ya se veía desde Los viajes del tiempo, y hasta en la
urbanidad de La sombra del caminante.
Más maravilloso aún, saltando desde la sobriedad en blanco y negro de El abrazo de la serpiente al full color
perfectamente mesurado de Pájaros de
verano; pero sobre todo, en ese equilibrio desapasionado con que se
desarrolla el drama, un tono también característico del director.
Aunque el drama aquí lo introduce
la presencia del blanco irrumpiendo en la cultura indígena, el problema es
netamente familiar; siendo de esa forma que repercute en la comunidad, que sólo
hacia el desenlace interviene en el desarrollo. La estructura recuerda en mucho
la relación tensa del intercambio entre coro y protagonista, que hacía
particularmente densa la representación clásica en su procedencia procesional;
pero ayudada de modo muy especial, como un énfasis, por la teatralidad del vestuario
y las costumbres de la etnia wayúu, bien explotadas.
El filme tiene otros aportes
marginales, como el esclarecimiento de clichés recurrentes a la literatura
latinoamericana; como el caso del fuerte matriarcado social, que no es
pintoresco (Úrsula Iguarán) ni común (Mariana Grajales), sino que tiene
características muy propias y locales. Otro es la extrema singularidad que
subyace detrás de esa hispanidad genérica de los países latinoamericanos; donde
late con un sentido propio la identidad de los pueblos originarios a los que esta
se superpone. Como curiosidad, aquí se trata de una cultura no sometida por la
expansión colonial española, y beligerante en eso; que más allá de lo que eso
signifique en términos de reivindicación política, mostraría el verdadero
rostro de la realidad.
En fin, una película
definitivamente hermosa, que descubre a uno de los directores más interesantes
de la región; pero que también hace propuestas originales, como la del cine
apropiándose de los recursos narrativos de la literatura. Esa es una evolución
que puede haber sido predecible, desde monumentos como Faulkner o Hemingway;
pero que pocas veces conoce una concreción feliz, madura y consistente en su
suficiencia, como esta de Ciro Guerra en su cinematografía espectacular.
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