Monday, December 2, 2019

Pájaros de verano, la apoteosis de Ciro Guerra


Este es el cuarto cortometraje del director colombiano, y lo muestra en su más profunda apoteosis como cineasta; precedida por la elegíaca El abrazo de la serpiente, esta de ahora es una epopeya que sienta de modo definitivo los presupuestos estéticos del director. El primero de sus largometrajes, La sombra del caminante, lo muestra en el mismo tipo de búsqueda amanerada de quien tiene profundas intuiciones; pero en realidad no sobrepasa ese nivel, aunque tampoco tenga deficiencias notables, como una base de la que simplemente partir.

Es con su tercer largometraje que Guerra asciende a su madurez, al menos para culminar la transición desde los cortos y documentales; y lo hace en ese esquema dramático que ya lo va a caracterizar, de los grandes paisajes y los dramas estructurales. Esa habría sido la falla del primer filme de esta serie, La sombra del caminante, con su intimismo y el carácter individual de su drama; que comienza a tomar forma con el existencialismo de Los viajes del viento, todavía como posibilidad a desarrollar —es más bien lenta— pero sin dudas ya maduro.

En efecto, ya aquí puede derivar la gran elegía de El abrazo de la serpiente a la epopeya no menos existencial; en que el desarrollo del mercado de las drogas, en su inocencia y simpleza inicial, conduce a la destrucción de toda una cultura. Eso lo consigue a través de la evolución de una familia, que en su concreción no es una colectividad pero tampoco un individuo; tratándose de ese ambiguo estatus intermedio y elusivo por su interseccionalidad, en el que el individuo se encuentra con su entorno y se relaciona con el mismo.

El filme está resuelto además con esa grandilocuencia fotográfica, que ya debe ser un sello propio del director; con la presencia incluso aplastante del paisaje, que ya se veía desde Los viajes del tiempo, y hasta en la urbanidad de La sombra del caminante. Más maravilloso aún, saltando desde la sobriedad en blanco y negro de El abrazo de la serpiente al full color perfectamente mesurado de Pájaros de verano; pero sobre todo, en ese equilibrio desapasionado con que se desarrolla el drama, un tono también característico del director.

Aunque el drama aquí lo introduce la presencia del blanco irrumpiendo en la cultura indígena, el problema es netamente familiar; siendo de esa forma que repercute en la comunidad, que sólo hacia el desenlace interviene en el desarrollo. La estructura recuerda en mucho la relación tensa del intercambio entre coro y protagonista, que hacía particularmente densa la representación clásica en su procedencia procesional; pero ayudada de modo muy especial, como un énfasis, por la teatralidad del vestuario y las costumbres de la etnia wayúu, bien explotadas.

El filme tiene otros aportes marginales, como el esclarecimiento de clichés recurrentes a la literatura latinoamericana; como el caso del fuerte matriarcado social, que no es pintoresco (Úrsula Iguarán) ni común (Mariana Grajales), sino que tiene características muy propias y locales. Otro es la extrema singularidad que subyace detrás de esa hispanidad genérica de los países latinoamericanos; donde late con un sentido propio la identidad de los pueblos originarios a los que esta se superpone. Como curiosidad, aquí se trata de una cultura no sometida por la expansión colonial española, y beligerante en eso; que más allá de lo que eso signifique en términos de reivindicación política, mostraría el verdadero rostro de la realidad.

En fin, una película definitivamente hermosa, que descubre a uno de los directores más interesantes de la región; pero que también hace propuestas originales, como la del cine apropiándose de los recursos narrativos de la literatura. Esa es una evolución que puede haber sido predecible, desde monumentos como Faulkner o Hemingway; pero que pocas veces conoce una concreción feliz, madura y consistente en su suficiencia, como esta de Ciro Guerra en su cinematografía espectacular.

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