Downtown Abbey
Esta es una serie que ya va a
cumplir la década desde su estreno, con todo esplendor a lo largo de seis
temporadas; y la prueba es el reciente estreno de la película con su nombre,
que por supuesto la resume, en una empresa de éxito asegurado y predecible. Poco se podría añadir a la suntuosidad de una producción de lujo,
que todavía se vende bien en los servicios de streaming; pero entre esas pocas
cosas estaría sin dudas la extrema singularidad de su objeto dramático, y la
forma peculiar con que lo resuelve.
Downtown Abbey
es sólo una ficción dramática, que narra los avatares de una familia
aristocrática; pero con demasiados defectos de dramaturgia para ser sólo eso, escondería mucha más densidad histórica de lo que puede creerse. En
efecto, Lord Grantham es demasiado débil como carácter para ser creíble, tanto
como para permitir que bajo su techo pasen las innúmeras cosas que pasan; que
en realidad son todos los escándalos, tensiones y contradcciones que ha atravesado
la aristocracia inglesa a todo lo largo de su decadencia; concentrados aquí en poco más de una década de una sola familia, que de ser cierta no habría podido
aguantar semejante alud de contradicción social.
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Por supuesto, es por eso por lo
que se trata de una ficción dramática y no de una realidad puntual, sino sólo
su representación; nada que no se pueda resolver con un poco de fe poética, por
lo menos la suficiente como para disfrutar a cambio la tremenda transición
histórica que así representa. Para empezar, tiene la audacia de remarcar el
papel de las ricas herederas norteamericanas —no los hombres ni los
revolucionarios— en el desarrollo del liberalismo del siglo XX; explicando con
lánguida elegancia y limpieza objetos más propios de la sociología y la
historia, como la paradoja Vanderbild (*)
La serie cumple la función de
toda reflexión estética, poniendo en perspectiva el desarrollo de los cambios
sociales; y en ello resulta mucho más efectiva que el activismo político, por
la capacidad de comprensión que permite en sus conciliaciones. La presente
generación de la familia Crawley parte del matrimonio por interés de una
heredera norteamericana con un lord inglés arruinado; que fue la norma, como
establece la ya dicha paradoja Vanderbild, como la forma en que el capitalismo
venció a la aristocracia feudal en su último pulseo.
En la serie, esa relación
fundacional es de un improbable romanticismo, junto a esa debilidad de carácter
no menos imposible al patriarca; pero como concesiones necesarias para cobijar los
innúmeros escándalos y transgresiones con que la rígida estratificación inglesa
se ve obligada a evolucionar. Vale recordar que todo eso es improbable, porque
no hay familia que sobreviva semejante nivel de escándalo; el quiebre de las
normas se paga caro en sociedades tan perfectamente organizadas, justo porque
eso pone en peligro la estabilidad social.
La serie explora incluso el
entramado de las relaciones sociales, reflejado en las de la estructura
familiar con el personal de servicio; que en muchas ocasiones llega al
asistencialismo, el código de derechos y establecimiento de áreas propias para
cada uno; regulando la interacción constante, además de las ocasiones y
momentos en que ese orden hace concesiones funcionales. La atmósfera general de
estas relaciones es ideal y no menos improbable que el nivel de escándalos
familiares o la debilidad del patriarca; pero como se dijo antes, se trata de la
representación formal de la realidad en una ficción dramática, no de su
reproducción puntual.
De nuevo, esa es la facultad de
la reflexión estética a través de la representación dramática, con sus niveles
de ponderación histórica; y esta serie lo resuelve perfectamente bien, hasta el
punto de justificar lo que de otro modo serían serios defectos de dramaturgia.
También por supuesto, no hay serie que sobreviva a su tercera temporada sin
graves daños de descaracterización; y esta llegó a su sexta con notable
dignidad, gracias sobre todo a la suntuosidad de su producción y ese estilizado
romanticismo con que se supo ejecutar.
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