La misma referencia ontológica explicaría la
naturaleza falaz del problema, en la superficialidad de los debates; ya que
estos no van nunca a la base de los problemas contemporáneos, desgastándose en
un conceptualismo insoluble. Como principio, toda representación sería de hecho imposible,
porque lo es el vínculo existencial que requiere; en el sentido de que toda persona
es individual, y por ende se realiza en una experiencia excepcional y única,
propia suya.
Eso no niega una naturaleza social (política)
de la persona en tanto persona, pero la subordina a su individualidad; no como
una potestad para participar o no de esa naturaleza política, pero sí para
condicionarla con su voluntad. Eso, que es tan complejo como parece, es lo que
resulta nuevo en el espectro hermenéutico de Occidente; y no lo suficientemente
debatido en tanto caso —o al menos con suficiente autoridad— como para ser tenido
en cuenta. Esto a su vez se debe al origen de ese espectro hermenéutico, organizado
durante el auge de la ilustración moderna; en los ahora abstrusos debates que
construyeron nuestra tradición filosófica, desde Descartes a Hegel.
Precisamente, es a esa profundidad a la que se
niega a descender la cultura moderna, condenándose a la superficialidad; en una
situación cada vez más delicada, por el alud de de emociones que arrastra, en una
suerte de fanatismo ideológico. Es la misma situación —igual de álgida— en que
nació esta cultura moderna, con los monjes fanáticos de San Basilio; como una
naturaleza a su vez, que parece ser la que va a matar a su propia época, en la
soberbia de sus debates teológicos.
Los problemas de género, reorganización de la
familia e inclusividad representacional, responden a esta insuficiencia; que es
hermenéutica, en tanto se refiere a la falta de recursos epistemológicos
necesarios para entender la realidad. Eso es precisamente lo que da sentido a
la filosofía, pero es demasiado profunda para nuestra superficialidad; y por
ello, pocos se verán tentados a elaborar un criterio que trascienda sus propias
emociones, con su importancia personal.
La representatividad es tan falaz, que no puede
resolver sus propias contradicciones con un poco de pragmatismo; partiendo
desde la misma representación política, lastrada por el fraude con que la
abusan los demagogos. Un político sólo puede representarse a sí mismo, porque actúa
en su propio interés como agente especializado; con el que el votante puede coincidir
o no, validando la estructura en su legitimidad, pero sin que eso sea representación.
Es así que se crea el falso vínculo político con el argumento moral, incontestable
—contra toda razón— en su autoridad; y es así que se alarga la ya larga
decadencia con que Occidente se niega a la renovación, con sus subterfugios de
Sísifo.
De ese modo, los negros acceden al imaginario
artístico de Occidente, pero abandonan el propio y sus posibilidades;
subordinándose subrepticiamente, en una perpetuación del mismo sistema que
critican, ad infinitum. Un ejemplo más patético sería el de los Gullah Geechee,
el fenómeno antropológico más espectacular de los Estados Unidos; con una reina
que se hace bucles desrizados y usa diademas de fantasía, mientras hace
discursos de identidad.
Con esta sutileza tramposa y manipuladora, las
instituciones que corrompen el sistema se perpetúan a sí mismas; impidiendo el
acceso a ese imaginario marginal, que puede aportar en su frescura las correcciones
necesarias; como el instrumental epistemológico que se necesita, para el ajuste
hermenéutico de los excesos ontológicos originales. La recurrencia del concepto
ontológico evidencia la incorregibilidad del problema, como cuestión de superficialidad;
acallado por la clase especializada, que ve tambalearse sus propios intereses
de clase, como aquellos monjes de San Basilio. Los académicos de hoy debaten, pero como los
escolásticos de ayer acerca de ángeles y cabezas de alfiler; más terrible aún,
como mismo la tradición agustinita —seguimos en la profundidad— desaguó los
esfuerzos de Aquino y el Magno.
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