Sunday, April 15, 2018

Rampage


El cine norteamericano se decide a fondo por su carácter industrial, marcando sus diferencias con el resto del mundo; no parece una estrategia sino un resultado espontáneo, que viene de la mano con el desarrollo tecnológico. Eso tiene sentido, pues este desarrollo ha potenciado la gloria del CGI (efectos especiales); empujando franquicias que en su momento tuvieron que ceder a los reclamos del arte, por su indigencia tecnológica. De hecho, esta indigencia aseguraba la paridad del cine norteamericano con el del resto del mundo, aunque fuera reluctante; Gotzilla era más o menos como Kinkong, y la guerra fría iba de El hombre anfibio a Latitud 0 con el mismo patetismo; igual que Bruce Lee hacía indistinguible la producción del Asia y los estados Unidos, porque esa Asia era inglesa y con ello muy flexible.
Sin embargo, el impulso exponencial de la tecnología y el CGI han marcado una pauta para este cine norteamericano; que pudo mantener esta dualidad, con fuertes franquicias al lado de una poderosa producción de arte; pero que tuvo que enfrentar la caída en desgracia de su parte intelectual, demasiado arrogante para mantenerse impune a través del tiempo. Quizás se debiera a esa misma dualidad, que hace que todo sea extremo y binario, yendo de lo sublime a lo ridículo sin transición. El arte en Hollywood estaba asegurado por imperios como el de Weinstein, y el liberalismo excesivo e hipócrita; y es ese flanco abierto el que permitió la herida, por la que Hollywood se redujo a sus franquicias.
Es cierto que esta muerte no es fatal para el público, y que hay alternativas con cierto sentido común europeo como Neftlix; que no teniendo que proveer una falsa aristocracia liberal, puede sostener ese equilibrio entre la superficialidad y la profundidad. Pero en lo que respecta a Hollywood, la reducción ha devenido en un estado crónico que sí llega a lo fatal; con una cartelera en el 2018 que parece un revival para franquicias, poniendo el énfasis en este industrialismo. Así, el verano del 2018 prepara regresos aparatosos de Tiburón (Mega), Jurassick Park y la imbatible Guerrra de las galaxias, antecedidos por el absurdo desmedido de Rampage; que no sólo rescata a Kinkong, sino que además lo acompaña con el super cocodrilo y un super lobo volador que violenta hasta el mismo script.
Peor aún, el estrellato vulgar y triste de Dwayne de Rock, que —de veras— da ganas de llorar recordando a la ingenuidad de Schwarzenegger y la tierna brutalidad de Stallone; porque si bien el exluchador tiene en su haber victorias contundentes, como la franquicia de Fast and furious, nosotros podemos recordar a Burt Reinolds. En esa tónica, Rampage no sólo es la primera en la oleada, sino que también marca la tónica de la mediocridad; que para los jóvenes será muy normal, pero resulta inaceptable para los que disfrutamos sin problemas aquellos inicios de tan pobres CGI.

Thursday, April 12, 2018

El problema del arte contemporáneo, resuelto de una vez y por todas


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Primero que todo, habría que partir de la distinción de que el arte contemporáneo no tiene problema alguno; la contemporaneidad es un período que se extiende desde las vanguardias históricas, y se puebla de buen y mal arte, como todo período. Es decir, buen y mal arte ha habido siempre, pero era fácil distinguir entre ellos, pues sus convenciones eran absolutamente formales; en cambio, desde que apareciera el arte conceptual, y la separación convencional del contenido como distinto de la forma, la historia es otra. No obstante, aún en esta extrema ambigüedad, el problema sigue siendo del mal arte contemporáneo; que siquiera en el caso del conceptualismo, fallaría a esas convenciones —todavía formales— que lo determinan.
"Perfect lovers", de Félix González Torres
Tómese por ejemplo una pieza típica, como Perfect lovers, y se verá que el concepto está reducido a un cliché; que no sólo es inexacto en su principio —sin necesidad de entrar en el escabroso tema de la definición del amor—, sino que además es recurrente en su reductivismo. Esa pieza, para seguir con el ejemplo, no es sino una idea recurrente, que en ello mismo carece de la excepcionalidad que singulariza a una obra de arte; de donde que teniendo su única cualidad en su carácter conceptual, y siendo este fallido, pues comunica su falencia a la obra misma. Sin embargo, este análisis crítico —que es obvio por demás— no se tiene en cuenta, porque la obra no está supuesta a ser criticada.
Se trata en todos los casos de postulaciones negativas, que deben ser aceptadas acríticamente en su supuesta subjetividad; obviando esa otra falencia recurrente de la subjetividad, que haría de la obra un objeto no transable y sin valor. Esto dejaría en claro que el problema con el mal arte contemporáneo proviene de la distorsión del mercado; no de la evolución y desarrollo del arte en sí, que persiste en sus propios valores transaccionales (positivos) a través del buen arte contemporáneo. Es esto lo que solucionaría el problema, al enmarcarlo en la reconfiguración del capitalismo a través de sus determinaciones económicas; que repercutirían en el arte, como en todas las otras facetas de la cultura, con su respectiva distorsión. 
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Así, la graduación masiva de especialistas en arte con nivel universitario, no haría sino alimentar la burocracia del arte; que organizándose en el modelo corporativo, se preocupan por su propio status como función subestrural en la organización política de la sociedad. De hecho, si se observa bien, el auge de este mal arte contemporáneo (post-conceptual) se debe concretamente a las prácticas curatoriales; que siendo propias de estos especialistas, medran alrededor de las subvenciones económicas y los fondos públicos; a los que además atraen a los artistas alimentándoles el ego, en una maniobra típica de la cultura corporativa de la economía postmoderna con su idea peculiar sobre el éxito personal. 
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Curiosamente, el resultado es una reacción virulenta pero igual de inconsistente y deshonesta, en una suerte de guerrilla purista; cuya falacia puede verse en el carácter binario y hasta proporcional de sus cuestionamientos, tratando de aprovecharse de la situación. Estos últimos se escudan tras los argumentos legítimos de críticos consistentes, a los que así deslegitiman con sus manipulaciones; porque el problema real proviene de la configuración del mercado y no del arte mismo, como el dedo invisible con que Plutón atormenta a Sísifo.

Saturday, March 3, 2018

Para matar a Robin Hood, NDDV o la parábola perfecta


En su naturaleza histórica, la revolución cubana es un fenómeno más estético que político; la incomprensión de esa extrañeza sería el secreto de su persistencia, como la enigmática esfinge en espera de Edipo, que será culpable. Como fenómeno estético entonces, la revolución cubana tiene una prole inmensa; que se extiende además por la bastardía de los que la rechazaron en algún momento de sus vidas, pero no pueden renunciar a su sangre.

Ese es el caso de Néstor Díaz de Villegas (NDDV), que no es único pero sí emblemático en su excelencia; un escritor tan pródigo como performático, haciendo de su existencia el estilo que marca su escritura. De ahí ese valor emblemático suyo, como una estrella que esplende su patetismo contra la noche; porque se trata del tiempo interminable —como el último suspiro de Roldán— en que transita el arte hacia la nada.

Para matar a Robin Hood es un libro, en el que NDDV compendia sus críticas de cine; desde el inicio aclara los dos nortes entre los que se mueve, diciendo que el suyo es René Jordán y no Cabrera Infante. En realidad, y hasta por su misma existencia performática o estilo, NDDV sigue la estela de Caín y no la de Jordán; aunque sólo fuera porque Jordán no fue performático —casi que ni escritor—, sino de una sobriedad racional y metódica, lejana a ese snobismo existencial que es el estilo.

En esa contradicción radicaría el atractivo indiscutible de Villegas, no en su crítica de cine; si de hecho, como en Cabrera Infante, la crítica en él es apenas una justificación para su performance, que es así la de una apropiación. Eso sí, qué arabescos y agudezas, qué derroche de elegancia y elitismo, cuánta cultura sintetizada; después de todo, lo suyo es el estilo, que lo es todo en literatura, incluso si se trata de crítica de cine.

Asombrosamente en consecuencia con este precepto, Para matar a Robin Hood es entonces un hecho estético absoluto; que exhibe su bastardía revolucionaria —y con razón— como su mejor atributo. También después de todo, una revolución no es sino una reacción puritana y revivalista, alzada contra la corrupción de las convenciones; que establece consigo su propia convencionalidad, y se dirige presurosa a su también propia corrupción.

De ahí que el estado de iluminación sea esa contradicción permanente de la bastardía; sobre todo si esta naturaleza estética se fija con la elipsis perfecta del título, empujando a un segundo lugar el valor crítico de las críticas. Por sobre todo, NDDV pertenece a una generación de epígonos; cuya única originalidad posible reside en la retorcedura freudiana de amar a la madre matando al padre, que es Robin Hood —y también Guillermo Tell—.

Eso no es desdoro, aunque sí más litúrgico que ritual en el estilismo; pero también en definitiva, todo el mundo recuerda la majestad de las misas barrocas, no la modestia de las primeras conmemoraciones. Es bueno así que alguien nos recuerde cómo se era Caín, en medio de tanta pobreza; que es quizás la parábola verdadera y perfecta, con la que a pesar del tiempo se logra matar a Robin Hood.

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