Sunday, February 21, 2021

El exceso de Aristóteles

En su Poética Aristóteles pone el drama en función de la catarsis, haciéndola de naturaleza moral y necesaria; pero él era un filósofo y no un poeta, así que difícilmente entendería la eficacia de la reflexión estética en su gratuidad. Eso, después de todo, es gnoseología, y él se ocupaba de los principios de la lógica; no de su carácter antropológico sino de su excelencia racional, incluso si artificial, como instrumento para la práctica existencial.

No importa que en su ajuste del Idealismo platónico Aristóteles inaugure la otra eficacia del Realismo, es todavía un filósofo; su comprensión response a la necesidad de la filosofía y no a la facultad misma de la reflexión estética, y en ello va a subordinarle la otra eficiencia de la analogía. No es tan simple tampoco, la analogía es la naturaleza misma de la reflexión, independiente de su especialidad; es decir, antes de bifurcarse en el sentido meramente existencial que le es propio, o la gratuidad o la necesidad del arte y la filosofía.

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Es por eso que antes de la contradicción del Racionalismo, el pensamiento se resolvía en proyecciones antropomórficas; que centrando la realidad en lo humano, atribuía sentido a las cosas —nombrándolas— por su relación con eso humano. De hecho, ni los mismos estetas hasta la decadencia del siglo XX, conseguirían insubordinarse a esa majestad de la filosofía; que no es errada por principio, pero no entiende que esa eficacia resida precisamente en lo gratuito y no en lo necesario. 

Al final, desde ese mismo precedente Aristotélico, el peligro del arte ha sido siempre el funcionalismo lógico; que termina por reducirlo de su facultad reflexiva a la función discursiva en esa racionalidad, hasta en la victoria aparente del Simbolismo. Este es precisamente el mejor ejemplo, por la incomprensión con que condenó la gratuidad parnasiana; que aunque no explica su carácter intuitivo, respondía a esa compulsión en que comprende a lo real en su trascendencia.

No se trata de que tuviera sino que podía hacerlo, como esa facultad propia incluso de lo real en su suficiencia; como si Dios se contemplase a sí mismo en el espejo del mundo, que sólo cobra consistencia y puede sostenerse en esa tensión. Hoy, a lo largo de la decadencia moderna que es la postmodernidad, el arte occidental carece de la irracionalidad del rapsoda antiguo; y se aleja de las tradiciones bárbaras, que nos legaran los clásicos en sus fantasías como representación de la realidad.

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Nadie piensa que la literatura antigua era precisamente realista en lo fantástico, comprendiendo la determinación de eso real; que siendo trascendente, debía acudir a valores negativos (inexistentes) para postularlos en su extrapositividad. El mismo Aristóteles, porque era filósofo, no pudo comprender ese realismo intrínseco al arte en la naturaleza formal; por eso lo postula como necesario, sin establecer la distancia —que es paradójicamente lógica— entre necesidad y propiedad.

En efecto, la necesidad marca la relación entre elementos inseparables, la propiedad los organiza en la unidad; por la que subordinándose uno al otro, no tiene una relación con eso otro sino que lo constituye y le toma la consistencia. Así, paradójicamente, desde Aristóteles —y hasta por Aristóteles— el arte puede no ser realista, incluso como error; dando pie a las aberraciones vanguardistas, que pueden plantearse la rebelión, porque no es contra la realidad sino contra una postulación suya.

El problema radica en esa sustitución de la realidad por su postulación, que subsiste hasta la hecatombe de los universales; como una trampa, que sólo serviría para desaguar la entrada triunfal del realismo en los esfuerzos de Tomás y Alberto, con una discusión banal. De Oriente viene siempre la adición que corrija el exceso occidental, desde Pitágoras gritando que todo es número; a ellos les sirve para mantener en la gratuidad potestativa se sus extrañas constituciones, salvajes y bellas; a nosotros para el desarrollo lógico, como la otra fatalidad que nos confiere otra belleza, no menos salvaje.

De ese espanto Hegel concluiría la muerte del arte, en tanto lo que muere es la necesidad que lo sustentaba; de su no necesidad, se puede concluir la subsistencia del arte, ignorando a los doctores que discuten su autopsia sin ver la disposición increíble y hermosa de su cuerpo inmóvil. El talón de Aquiles y la hoja de tilo de Sigfrido, son la Poética de Aristóteles como la pretensión abarcadora que ignora los recursos del hado; extendiendo así el misterio de la creación, por este exceso del estagirio, como el largo verso en que agoniza Roldán.

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