Sunday, March 5, 2023

La bandera de Oshún II

Cuando Dios cuestionó a Adán y Eva, está claro que se trata de la dinámica de un principio arquetípico y trascendental; pero en ese mismo sentido, la pregunta ni siquiera iba dirigida a la causa del problema, en la suposición del conocimiento. Más sutil que tan burda reducción, el problema habría estado en la creencia del hombre de que sabía qué era el bien y el mal; no había comprendido aún la naturaleza que habitaba y se atrevía, no ya a la economía artificial de la cultura, sino a su restricción moral.

Desde entonces, no más logra aposentarse un orden, la vida misma lo sobrepasa en su cultura, siempre popular; como testimonio de esa potestad de Dios —la vida, lo real o whatever you call it—, como única posibilidad de plenitud. Este es el caso con Seidi Carrera (la Niña), cantante que arrasa empujada por la indignación del elitismo intelectual; que la acusa de machismo y racismo sublimado, en el desparpajo con que recrea la alegría tópica de esa cultura popular.

El problema con ese elitismo intelectual es que —en su epigonato— cree saber algo, no que tenga algo que aprender; y por eso insiste en su suprematismo moral, como religiosos convencidos, que es en lo que ha devenido la suposición de inteligencia. El único problema con esta contradicción es su misma perpetuidad, en que la realidad ignora la pretensión de trascendencia; porque mientras las élites persisten en su especialización, ignoran que las cosas existen por sus propia razones, no por las que les atribuyen.

Como ese moralismo, los comunistas impusieron su moral socialista, tomada del principio mismo de moral; que de católicos a puritanos ha conseguido distorsionar la vida moderna, tras las convenciones que constriñen a todos. Los revolucionarios forzaron a las prostitutas en cursos de costura, como los dominicos franceses las encerraron en conventos; porque este elitismo no comprende que negar la realidad en una pretensión de trascendencia no sólo es inútil en lo soberbio; también es imposible, porque la trascendencia sólo existe como condición de lo inmanente, que es además siempre concreto.

El panteón yoruba abunda en imágenes de este tipo de confrontación, en la que siempre gana la impune realidad; porque como potestad de Dios, viene en hombros de las paradojas con que todos se contradicen entre sí. Lo mismo si Yemallá se alza imponente contra la prepotencia de Oggún y Shangó, encompinchados contra el vicio; que si Oshún extiende su falda sobre prostitutas y esposas, porque administran el placer con que se gobierna el mundo.

Si Seidi la Niña explota subproductos tópicos de la cultura, es porque estos tienen una razón de ser en su existencia; comprender eso permite explotarlos en función de esa isma existencia, e ignorar esta función es pretencioso y absurdo. El prejuicio tiene una función como base del juicio, y el mal está en reducirse a él ignorando el juicio, no en reconocerlo; porque esta existencia suya es la que permite desarrollos lógicos, y no absurdos como esas fantasías elitistas en que decae la Modernidad.

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Es por eso que la realidad excede en sus estratos más humildes toda pretensión, que es en su naturaleza trascendente; porque la realidad sabe que la única consistencia posible está en su inmanencia, no en la fantasía con que la niegan. Seidi la Niña puede disfrutar de este triunfo improbable, concedido a ella por su grandiosa madre, en su propio misterio; mientras estos puritanos blanden su hipocresía, creyendo que saben distinguir el bien del mal, mientras se dañan a sí mismos.

Esto es precisamente lo que el negro aporta a Occidente, renovándolo en la decadencia de su puritanismo; y justo en el orden hermenéutico que proveen sus panteones, como narraciones del drama cósmico en que se resuelve la realidad. Ignorarlo no es grave en lo pretencioso sino como daño existencial, porque es persistir aferrado a lo que se va; en vez de aprovechar esta posibilidad gloriosa del ser pleno y natural, que se distancia de la fatuidad de ese elitismo, aferrándose a lo real en su consistencia.

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