Thursday, February 3, 2011

The real Tea Party por la cultura cubana en el exilio

Los analistas acostumbran a coincidir en la cultura como valor agregado, que incide directamente sobre el desarrollo social; esto es, al atraer clase media profesional y calificada a una ciudad, por el índice de calidad de vida. De ahí que también sea habitual el desarrollo de programas de apoyo a las artes y la cultura, para estimular este índice; lo que sin embargo no tiene en cuenta el otro elemento de la corrupción, inherente a todo programa de protección gubernamental, en la forma casi mafiosa del clientelismo. La diferencia, sutil pero importante, radicaría en la administración de recursos; que pasa a una estructura burocrática, en vez de responder a la dinámica propia del mercado. El crecimiento en ese sentido, entonces, es artificial y distorsiona la estructura natural de la sociedad; al gravarla con la hipertrofia de una clase intelectual parásita, que consume recursos en vez de producirlos. De ahí que este modelo sea la tendencia en estructuras paternalistas y de prácticas sociales populistas; propias de microclimas políticos como las universidades y los regímenes de corte totalitario en general, en los que prima la desastrosa economía socialista. El factor ahí, y ya no tan sutil, estriba en la naturaleza de la burocracia administrativa; que incluso por problemas legislativos debe sujetarse a patrones políticos e ideológicos, como la justicia social y la discriminación.

En definitiva, resulta que la política impone sus propios parámetros a la administración de la cultura, que es el sello del totalitarismo; explicando fenómenos extraños a la cultura capitalista como la [auto] censura y la sobredimensión de los conflictos interpersonales. La intervención gubernamental en forma de subsidios, es de hecho contraproducente; primero, al alimentar una burocracia intermedia, encargada de negociar y administrar estos subsidios. Además de ello, al desestimular el crecimiento real, abrumando a los productores potenciales con tarifas draconianas de licencias para el desarrollo de iniciativas netamente privadas; que van desde la oferta directa de shows populares a la de objetos, que así se ven forzados a la mediación de comisionistas no menos feroces y oportunistas, como libreros, galeristas y administradores de medios.

De hecho, la práctica del clientelismo alimenta la ambigüedad en los intereses personales; ofreciendo una suerte de shortcut hacia el prestigio político, a costa de esa racionalidad de la tensión entre la oferta y la demanda; manipulada artificialmente con la sobredimensión [política] de valores e iniciativas de orden personal. Téngase en cuenta que estos problemas de la administración de cultura tendrían la misma función retardaria que las regulaciones sobre el comercio; sin que sin embargo existan causas para tal regulación, a menos que se trate de una intromisión sobre contenidos, que atenta directamente contra la creatividad y la libertad de expresión. El problema de la creatividad en este caso es grave, porque impide la evolución espontánea de la cultura, al sujetarla a normación; esto por parte de instituciones convencionales, que se traducen en la formación de esas élites parásitas y clintelistas como administración de poder.

El tratamiento de la cultura como un fenómeno netamente económico, permitiría en cambio una corrección amplia de toda esta estructura administrativa; ; primero, sustrayéndole el otro valor agregado del prestigio social y político; pero también, y no menos importante, evitando el personalismo voluntarioso y por consiguiente el clientelismo. Amén de todo eso, y ya como clase productora, las élites culturales tendrían una relación [más] racional; que al no interferir con su manipulación de la tensión entre la oferta y la demanda, permitiría un desarrollo efectivo y no artificial o meramente político de la producción de cultura; de modo que ese valor agregado de la calidad de vida, sería más consistente y sostenible. Vale acotar que la liberación de recursos dedicados al subsidio del arte permitiría desgravar la concesión de licencias comerciales; aliviando la presión sobre los presupuestos gubernamentales.

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