Búlgaros, de Nicolás Lara
Nicolas Lara no es un icono por gusto,
sino porque materializa en tiempo concreto, que se manifiesta a su vez
estéticamente; no sólo eso, sino que es además un tiempo en retirada, diluyendo su
dignidad en la admiración de los que le conocen y comprenden. Un tiempo extraño
por demás, en la extrema singularidad con que inserta mundos destinados en
principio a la superposición; en una fatalidad rota por esa experiencia
excepcional que los engarza en su extrañeza, como un cáñamo que une dos paños
distintos.
En balde tradiciones absolutistas
abjurarán del sincretismo, como las religiones hasta de juntar tejidos; el
hombre es la suma de toda realidad, y en su facultad de nombrar las cosas
también les otorga sentido. Nada más natural entonces que Búlgaros, un
libro en que Lara dispensa su majestad, recreando su propio trabajo; y nada más
natural tampoco que eso lo recoja una revista como Incubadora, en una de sus
ediciones electrónicas.
Se trata obviamente de un fenómeno
estético en su conjunto, como una gran performance coronada por el gesto
displicente de Lara; al que una corte de ilustres de la cultura cubana en esa
desesperación que es el exilio le rinde tributo con sus elogios. El libro
comienza con la fanfarria de cuanto vale y brilla, en la reverencia del genio
de su majestad el pintor; los nombres son preciosos como las cuentas de coral
de un rosario, cada una con el peso de sus propias oraciones.
Francois Vallée, Frank
Guiller, Ernesto Méndez-Conde, Idalia Morejón Arnaiz, Omar Pascual Castillo,
Janet Batet, María Cristina Fernández, Rafael Díaz Casas, Alejandro Aguilera,
Ana María Fernández y Kelly Martínez Grandall. Todos bajo la maestría
ceremonial de Marta Limia, aportan algo más que una introducción con esos
gestos ampulosos; en verdad se integran al libro, como otros dibujos más del
propio Lara, que así se prodiga hasta en su interpretación por otros.
Búlgaros ofrece así una experiencia
estética, la de esa digna transición del esplendor pasado a la inanición; que
es lo que otorga congruencia al conjunto, en ese marco de Incubadora, que es la
foto fija de ese tiempo que se va. Todos los que ahí hablan saben de lo que
hablan, para que el mago que centra el misterio siga en lo suyo; que es
precisamente el alargamiento del misterio, para que exista en esa gratuidad de
la gracia, a donde puede ir cualquiera a alimentarse.